— EL EVANGELIO SEGÚN LUCAS —(Capítulos 12-24)
CAPÍTULO 12
El capítulo ubica a los discípulos en este
lugar de testimonio por el poder del Espíritu Santo, y con el mundo en oposición
a ellos, después de la partida del Señor. Se trata de la Palabra y del Espíritu
Santo, en vez del Mesías sobre la Tierra. No habían de temer el enfrentamiento,
ni habían de confiar en ellos mismos, sino en Dios para descansar en Su ayuda
para que el Espíritu Santo les enseñara lo que decir. Todas las cosas serían
desveladas. Dios llega al alma, el hombre sólo puede tocar el cuerpo. Aquí, todo
lo que escapa a las promesas presentes, la relación del alma con Dios, es puesto
en primer término. Se trata de la salida del judaísmo para estar ante Dios. Su
llamamiento tenía que manifestar a Dios en el mundo a pesar de todo
–manifestarle a la fe antes de que todas las cosas fuesen manifiestas. Podría
costarles la vida delante de los hombres, pero Jesús los confesaría delante de
los ángeles. Es la introducción de los discípulos en la luz como Dios está en
ella, y el temor de Dios por la Palabra, y fe, cuando el poder del enemigo
estuviese presente. Todo este mal, efectuado aun en secreto, sería traído a la
luz.
No solamente esto.
La blasfemia contra el testimonio dado sería, en su caso, peor que la blasfemia
de Cristo. Esto podría ser perdonado –y lo ha sido y lo será al fin para los
judíos como nación; pero quienquiera que hablara blasfemamente contra el
testimonio de los discípulos, blasfemaba contra el Espíritu Santo. No sería
perdonado. El Señor dirige el corazón de ellos así como con su conciencia. Les
anima con tres cosas: la primera, con la protección de Aquel que contaba los
cabellos de su cabeza, a costa de las pruebas por las que tuviera que pasar su
fe; en segundo lugar, el hecho de que en el cielo y ante los ángeles, su
fidelidad a Cristo en esta dolorida misión sería reconocida por Él; y en tercer
lugar, la importancia de su misión, siendo el rechazo de ella mucho más
condenable que el rechazo de Cristo mismo. Dios había dado un paso, uno final,
en Su gracia y testimonio. Traer a la luz todas las cosas, el cuidado de Dios,
confesados por Dios en el cielo, el poder del Espíritu Santo con ellos –éstos
son los motivos y los ánimos dados aquí a los discípulos para su misión, después
de la partida del Señor.
Lo que sigue
después marca intensamente la posición en la que fueron situados los discípulos,
conforme a los consejos de Dios, por el rechazo de Cristo (vers. 13). El Señor
rehúsa formalmente ejecutar justicia en Israel. Éste no era Su lugar. Él trata
con las almas, dirigiendo su atención a otra vida que sobrepasa la
actual; y, en lugar de dividir la herencia entre los hermanos, advierte a la
multitud que se guardara de la codicia, y los instruía por la parábola del
hombre rico, el cual fue repentinamente llamado de en medio de sus proyectos. ¿Y
qué fue de su alma?
Habiendo
establecido esta base general, vuelve con Sus discípulos y les enseña los
grandes principios prácticos que tenían que dirigir su caminar. No debían pensar
en el mañana, sino confiar en Dios; no podían dominar el mañana. Si buscaban el
reino de Dios, todo lo demás les sería añadido. Ésta fue su posición en el mundo
que le rechazó a Él. Pero a parte de eso, el corazón del Padre se interesaba por
ellos: no habían de temer. Extranjeros y peregrinos, debían atesorar en el
cielo, y así su corazón estaría también allí32.
Asimismo, tenían que esperar al Señor. Tres cosas debían gobernar su alma: que
el Padre les daría el reino, poner el tesoro del corazón en el cielo, y la
esperanza del regreso del Señor. Hasta que Él viniera, se les pedía que velasen
–que tuvieran sus lámparas encendidas, manifestando toda su posición el
resultado de la constante espera del Señor–, todo lo cual expresaría esta
esperanza. Tenían que comportarse como hombres que le esperaban a Él, con sus
lomos ceñidos, y en ese caso, cuando todo fuera conforme al corazón del Señor,
restablecido por Su poder, y ellos introducidos en la casa del Padre, Él les
invitaría a sentarse y a Su vez se ceñiría para servirlos.
Es muy importante
llamar la atención del lector sobre este punto, que lo que el Señor busca aquí
no es el sostenimiento, aunque así debe ser, de la venida del Señor al fin del
siglo, sino que el cristiano esté esperándole, profesando plenamente a Cristo, y
su corazón en orden. A éstos el Señor hará que se sienten como convidados, pero
para siempre, en la casa de Su Padre donde Él los ha llevado, y en amor les
ministrará la bendición. Este amor hará las bendiciones diez mil veces más
preciosas, recibidas todas ellas de Su mano. El amor se goza en servir, el
egoísmo en ser servido. Pero Él no vino para ser servido. Ésta es la clase de
amor a la que Él nunca renunciará. Nada puede ser más exquisito que la gracia
expresada en estos versículos 35 y 3733.
En la pregunta de
Pedro, deseoso de saber a quiénes eran dirigidas estas instrucciones, el Señor
le refiere la responsabilidad de aquellos a los que Él encomendó obligaciones
durante Su ausencia. Así, tenemos las dos cosas que caracterizan a los
discípulos tras el rechazo de Cristo –la esperanza de Su regreso, y el servicio.
La espera, la vigilancia que aguarda con los lomos ceñidos para recibirle, halla
su recompensa en el reposo y en la fiesta –la felicidad ministrada por Él–, en
los que Jesús se ciñe para servirlos. La fidelidad en el servicio, poseyendo el
dominio sobre todo lo que pertenece al Señor de gloria. Hemos visto, a parte de
estas relaciones especiales entre el caminar de los discípulos y su posición en
el mundo venidero, la verdad general de la negación del mundo en el cual el
Salvador fue rechazado, y la posesión del reino por el don del Padre.
En lo que dice Él
seguidamente acerca del servicio de aquellos que llevan Su nombre durante Su
ausencia, el Señor también señala a aquellos que estarán en esta posición pero
que serán infieles, caracterizando así a los que, mientras públicamente ejercían
el ministerio en la Iglesia, tendrían su parte con los incrédulos. El secreto
del mal que caracteriza su incredulidad se hallaría en que sus corazones
tendrían por tardanza el retorno de Jesús, en lugar de desearlo y apresurarlo
sus aspiraciones, y sirviendo con humildad con el deseo de ser hallados fieles.
Éstos dirán que Él no viene inmediatamente, y en consecuencia harán su propia
voluntad, acomodándose al espíritu del mundo y asumiendo la autoridad sobre sus
consiervos. ¡Qué escena la que ha tenido lugar! Pero su Maestro –porque Él lo
era, aunque ellos no le hayan servido de veras– vendría en el momento que no
esperaban, y como un ladrón de noche. Y aunque hubieran profesado ser Sus
siervos, tendrían su parte con los incrédulos. No obstante, habría una
diferencia entre los dos; pues el siervo que conociera la voluntad de su
Maestro, pero no se preparaba para Él como resultado de sus esperanzas, ni
realizaba la voluntad del propio Maestro, sería severamente castigado. Mientras
que aquel que no poseía el conocimiento de Su voluntad, sería castigado con
menos rigor. He añadido la palabra «propio» junto a «Maestro», según el
original, lo cual significa una relación reconocida con el Señor, y sus
subsiguientes obligaciones. El otro ignoraba la voluntad explícita del Señor,
pero cometió el mal que de ningún modo debiera haber hecho. Es la historia de
los siervos verdaderos y falsos de Cristo, de la Iglesia profesante, y del mundo
en general. Pero no puede existir un testimonio más solemne de lo que produjo
infidelidad dentro de la Iglesia, y la condujo a su ruina y al juicio venidero,
esto es, el abandono de la esperanza presente de la venida del Señor.
Si van a ser
pedidas cuentas a las personas según hayan actuado con sus prerrogativas, ¿quién
de ellas será tan culpable como aquellas que se llaman a sí mismas ministros del
Señor, si no le sirven mientras esperan Su regreso?
El Señor, no
obstante rechazado, había venido a traer conflicto y fuego sobre la tierra. Su
presencia encendía este fuego incluso antes de Su rechazo, en el bautismo de
muerte por el cual tenía que pasar Él; esto fue cumplido. No fue, sin embargo,
hasta después de esto que Su amor tuvo completa libertad para mostrarse en
poder. Así Su corazón, el cual todavía era amor conforme a la infinitud de la
Deidad, fue constreñido hasta que la expiación dejó que actuara libremente, con
la consumación de todos los propósitos de Dios, en la cual Su poder había de
manifestarse conforme a ese amor, que requería absolutamente esa expiación como
la base de la reconciliación de todas las cosas en el cielo y en la tierra34.
Versículos 51-53.
Él muestra detalladamente las divisiones que resultarían de Su misión. El mundo
no soportaría la fe en el Salvador más de lo que Éste soportaba al mundo, quien
era su objeto y el motivo de su confesión. Estará bien si nos fijamos aquí en
cómo sacaba el mal la presencia del Salvador del corazón humano. El estado
descrito aquí está en Miqueas, una descripción sobre el estado más horrendo del
mal jamás concebido (Miqueas 7:1-7).
Luego se dirige Él
al pueblo para prevenirlos sobre las señales propias de los tiempos en que
vivían. Él basa este testimonio sobre un terreno doble: los signos evidentes que
Dios daba, y las pruebas morales que, incluso sin las señales, la conciencia
debía reconocer y que los obligaban así a recibir este testimonio.
Pero siempre ciegos, se hallaban de camino al juez. Y una vez entregados a él, no iban a salir hasta que el castigo de Dios se ejecutara plenamente sobre ellos35 (comparar Isaías 40:2).
CAPÍTULO 13
En este momento,
recordaron al Señor acerca de un juicio terrible que había caído sobre alguno de
entre ellos. Él les declara que ni este caso, ni otro que Él remite a sus
mentes, es excepcional, pues a menos que se arrepintieran lo mismo les sucedería
a todos ellos. Y contribuye con una parábola a fin de hacerles comprender su
posición. Israel era la higuera en la viña de Dios. Por tres años había estado
amenazando con podar la higuera, pues no echaba sino a perder Su viña,
contaminando y ocupando el suelo. Pero Jesús estaba intentando todo por última
vez para hacer que llevara fruto; si ello no tenía éxito, era asunto de la
gracia preparar el camino para el justo juicio del Maestro de la viña. ¿Por qué
cultivar lo que sólo perjudicaba?
Sin embargo, Él
procede en gracia y en poder para con la hija de Abraham, conforme a las
promesas hechas a aquel pueblo, al cual le demuestra que su resistencia, con la
que pretendían enfrentar la ley y la gracia, era solamente hipocresía.
El reino de Dios
pasaría a asumir una forma inesperada en consecuencia de Su rechazo. Sembrado
por la Palabra, y no introducido en poder, crecería sobre la Tierra hasta que
deviniera un poder mundano; y, como profesión exterior y doctrina, penetraría la
esfera entera preparada para el mismo en los soberanos consejos de Dios. Esto no
fue el reino establecido en poder y actuando en justicia, sino algo dejado a la
responsabilidad del hombre aunque los consejos de Dios estuvieran llevándose a
cabo.
Finalmente, el
Señor retoma, de manera directa, la cuestión de la posición del remanente y de
la suerte de Jerusalén (versículos 22-35).
Pasando por las
ciudades y pueblos, cumpliendo la obra de gracia pese al menosprecio del pueblo,
alguien le preguntó si el remanente, aquellos que escaparían del juicio de
Israel, iban a ser muchos. Él no le contesta conforme al número, sino que
penetra en la conciencia del formulador instándole a esforzarse para entrar por
la puerta estrecha. No sólo no entraría la multitud, sino que la mayoría,
despreciando esta puerta, desearía entrar en el reino y no podría. Además, una
vez que el Maestro de la casa se hubiera levantado y cerrado la puerta, sería
demasiado tarde. Les diría entonces: «No sé de dónde sois». Le alegarían que Él
había estado en sus ciudades. Pero les declararía que no conocía a aquellos
hacedores de iniquidad. No había paz para los impíos. La puerta del reino era
moral, real ante Dios –la conversión. La multitud de Israel no entraría por esta
puerta, y fuera, llorando y angustiados, verían a los gentiles sentándose con
los depositarios de las promesas; mientras ellos, los hijos del reino según la
carne, iban a ser echados fuera, sintiéndose cuando menos miserables por haberse
quedado cerca. Y aquellos que parecían ser los primeros, serán los postreros, y
éstos los primeros.
Los fariseos,
fingiéndose considerados hacia el Señor, le recomiendan marcharse. En esto,
queda referida finalmente la voluntad de Dios en cuanto a la consumación de Su
obra. No se trataba de que se cuestionase el poder del hombre sobre Él. Él
cumpliría Su obra y después se marcharía, porque Jerusalén no conoció el tiempo
de su visitación. El verdadero Señor, Jehová mismo, ¡cuánto hubiera querido
agrupar bajo Sus alas a los hijos de esta rebelde ciudad, y no pudo! Este último
intento en gracia fue efectuado, y su casa fue desolada hasta que ellos se
arrepintieran, y, volviéndose al Señor, dijeran según el Salmo 118 «Bendito el
que vienen en el nombre del Señor». Entonces Él se aparecería, y ellos le
verían.
Nada hay de más
natural que la relación y la fuerza de estas conversaciones. Para Israel fue el
último mensaje, la última visitación de Dios. Ellos la rechazaron. Fueron
abandonados por Dios –aunque amados– hasta que clamasen al que habían rechazado.
En aquel entonces este mismo Jesús se les aparecería otra vez, e Israel le
vería. Éste sería el día que el Señor ha hecho.
Su rechazo –aceptando el establecimiento del reino como un árbol y la levadura, durante su ausencia– produjo su fruto entre los judíos hasta el final; y el avivamiento entre esa nación en los últimos días, y el retorno de Jesús en base de su arrepentimiento, hará referencia a aquel gran hecho de pecado y rebelión. Esto nos da más instrucciones importantes con respecto al reino.
CAPÍTULO 14
Unos detalles
morales son los que se desarrollan en este capítulo36.
El Señor, siendo invitado a comer con un fariseo, vindica Sus derechos de gracia
sobre aquello que era el sello del viejo pacto, juzgando la hipocresía que de
ninguna manera quebrantaba el sábado, cuando se trataba del interés de ellos.
Entonces muestra Él el espíritu de humildad y mansedumbre que convenía al hombre
en presencia de Dios, y la unión de este espíritu con amor cuando existía la
posesión de privilegios mundanos. Pero un caminar como éste, el cual fue sin
duda el Suyo, oponiéndose al espíritu del mundo, haría que el lugar de uno allí
fuera confuso; las correspondencias de la sociedad no existirían. Un nuevo día
amanecía a través de Su rechazo, y que de hecho fue su consecuencia necesaria
–la resurrección de los justos. Arrojados por el mundo fuera de su seno,
tendrían su lugar aparte en aquello que el poder de Dios efectuaría. Habría una
resurrección de los justos. Luego obtendrían éstos el premio por todo lo
que hicieran por amor al Señor y en nombre de Él. Vemos la fuerza con la que
esta alusión es hecha a la posición del Señor en aquel momento, resuelto a
recibir la muerte en este mundo.
¿Qué sería del
reino? Con referencia a él entonces, el Señor da Su perspectiva en la parábola
de la gran cena de la gracia (versículos 16-24). Despreciado por la principal
parte de los judíos cuando Dios los invitó a entrar, Él se puso a buscar a los
menesterosos del rebaño. Pero como había lugar en Su casa, manda a buscar a los
gentiles para introducirlos en ella por Su llamamiento, el cual fue dado en
poder eficaz cuando no le buscaban. Era la actividad de Su gracia. Los judíos,
como tales, no tendrían parte en ella. Pero aquellos que entraran deberían
calcular el coste (vers. 25-33). Habría que abandonar todo, y toda atadura que
se tuviera con este mundo tendría que deshacerse. Lo que era más querido al
corazón, lo más peligroso, debía ser tanto más aborrecido. No significa que los
afectos sean malos en sí mismos, sino que al ser rechazado Cristo por este
mundo, todo lo que nos une a la Tierra ha de ser sacrificado por Él. Cueste lo
que cueste, hay que seguirle a Él, debiendo aprender uno mismo a detestar su
propia vida e incluso a perderla, antes que desmayar siguiendo al Señor. Todo se
perdería en esta vida natural. La salvación, el Salvador, la vida eterna,
estaban en juego. Tomar uno mismo la cruz, por lo tanto, y seguirle a Él, era la
única manera de ser Su discípulo. Sin esta fe, mejor es no empezar a edificar
nada; y conscientes de que el enemigo es exteriormente más fuerte que nosotros,
deberá comprobarse si, pase lo que pase, osaremos, firmes en nuestro propósito,
salirle al encuentro con fe en Cristo. Todo lo relacionado con la misma carne es
algo con lo que debemos romper.
Asimismo (vers. 34,
35), los discípulos fueron llamados a dar un testimonio peculiar, a testificar
del carácter de Dios mismo, cuando Él era rechazado en Cristo, de lo cual la
cruz fue la medida exacta. Si los discípulos no eran esto, carecían de todo
valor. No eran discípulos en este mundo para un propósito distinto. ¿Ha
mantenido la Iglesia este carácter? ¡Solemne pregunta para todos nosotros!
CAPÍTULO 15
Habiendo
desarrollado la diferencia de carácter entre las dos dispensaciones, y las
circunstancias de la transición de la una a la otra, el Señor vuelve sobre
principios más elevados –las fuentes de aquel que fue introducido por la gracia.
Es verdaderamente
una discordancia entre las dos, así como los capítulos que hemos examinado. Pero
este contraste se eleva a su glorioso origen en la propia gracia de Dios,
contrapuesto con la desdichada autojusticia del hombre.
Los publicanos y
pecadores se acercan a Jesús. La gracia se dignó mostrarse a aquellos que la
necesitaban. La autojusticia refutaba todo que no fuese despreciable como ésta
lo era, y a Dios mismo en Su naturaleza de amor. Los fariseos y los escribas
murmuraron contra Aquel que fue un testigo de esta gracia cuando la cumplió.
No puedo meditar en
este capítulo, que ha sido el gozo de muchas almas, y el tema de tantos
testimonios de la gracia, desde el momento en que el Señor lo pronunció, sin
explayarme en la gracia perfecta en su aplicación al corazón. No obstante, debo
limitarme aquí a grandes principios, dejando su aplicación a aquellos que
predican la Palabra. Esto representa una dificultad que se presenta en todo
tiempo en esta porción de la Palabra.
En primer lugar, el
gran principio que exhibe el Señor, y sobre el cual fundamenta la justificación
de los tratos de Dios –¡triste estado del corazón que los necesita, y
maravillosa la gracia y paciencia que los ofrecen!– el gran principio, repito,
es que Dios halla Su propio disfrute al mostrarnos gracia. ¡Qué contestación al
horrendo espíritu de los fariseos que objetaban contra ella!
Es el Pastor quien
se regocija cuando la oveja es hallada, la mujer cuando la pieza de dinero está
en su mano, el Padre cuando Su hijo está en Sus brazos. ¡Qué expresión de
aquello que Dios es! ¡Qué fielmente queda expresado en Jesús la revelación de
ella! Es sobre esto que todas las bendiciones del hombre pueden fundarse
solamente. Es en esto que Dios es glorificado en Su gracia.
Pero hay dos partes distintas en esta gracia –el amor que busca, y el amor con que uno es recibido. Las dos primeras parábolas describen el primer carácter de esta gracia. El pastor busca a las ovejas, la mujer su pieza de dinero: la oveja y la pieza de plata son pasivos. El pastor busca –y la mujer también– hasta que encuentran, porque tienen un interés en el asunto. La oveja, agotada en sus descarríos, no tiene que tomarse la molestia de volver. El pastor se la pone sobre los hombros y la lleva a casa. Él se hace cargo de ella, feliz de haberla recuperado. Ésta es la mentalidad del cielo, cualquiera sea el estado del corazón humano sobre esta Tierra. La mujer nos presenta las molestias que debe tomarse Dios en Su amor, de modo que es más la obra del Espíritu la cual es representada en aquella de la mujer. Aparece luz –ella barre la casa hasta que halla la pieza de dinero que había perdido. Así actúa Dios en el mundo, buscando a los pecadores. El odioso y vindicativo celo de la autojusticia no halla ningún lugar en la mentalidad del cielo, donde habita Dios, y que produce en la felicidad que le rodea el reflejo de Sus mismas perfecciones.
Pero aunque ni la
oveja ni la pieza de dinero hacen nada para ser recuperadas, existe una obra
real en el corazón de alguien que es devuelto. Esta obra, necesaria para el
hallazgo o la búsqueda de paz, no es aquella en que pueda basarse la paz. El
retorno y el recibimiento del pecador son descritos en la tercera parábola. La
obra de gracia, llevada a cabo por el solo poder de Dios, y completa en sus
resultados, es presentada a nosotros en las dos primeras. Aquí el pecador
regresa con unos sentimientos que vamos a estudiar –producidos por la gracia,
pero que no alcanzan nunca la altura de la gracia manifestada en su recibimiento
hasta que el pecador ha regresado.
Primeramente, es
descrito su enajenamiento de Dios. Mientras que es culpable en el momento de
cruzar el umbral paterno, al volver su espalda contra su padre, como cuando
comía las algarrobas de los cerdos, el hombre, engañado por el pecado, es
presentado aquí en su último estado de degradación al que le había llevado el
pecado. Habiendo malgastado todo lo que vino a parar en sus manos de manera
natural, la postración en que se halla más tarde –y más de un alma siente la
hambruna a la que se ha conducido sola, el vacío flotante exento de deseos de
Dios o de santidad, y a menudo lo más degenerativo del pecado–, no se inclina
ante Dios, sino que ello le conduce a procurarse recursos que el país de Satanás
(donde no es ofrecido nada) puede suplir; y viene a parar en medio de gorrinos.
Pero la gracia es operativa, y los pensamientos de felicidad de la casa de su
padre, y de la bondad que bendecía todo en ella se despiertan en él. Donde obra
el Espíritu de Dios, existen siempre dos cosas: convicción en la conciencia y un
corazón atraído. Es realmente la revelación de Dios al alma, y Dios es luz y es
amor. Como luz, se produce una convicción en el alma, pero como amor hay la
atracción de la bondad que genera una confesión verdadera. No se trata meramente
de que hayamos pecado, sino que tenemos que vérnoslas con Dios y lo deseamos,
pero tememos por causa de lo que Él es. Sin embargo, somos dejados que vayamos a
Él. Así ocurre con la mujer del capítulo 7, como con Pedro en la barca. Esto
produce en nosotros la convicción de que vamos a perecer, y un débil, pero real,
sentimiento de la bondad de Dios, así como de la felicidad que podemos hallar en
Su presencia pese a que todavía no nos sintamos seguros de que vamos a ser
recibidos. Así, no nos quedamos en el lugar donde hubiéramos perecido. Existe el
sentimiento del pecado, de la humillación, de que hay bondad en Dios, pero no el
sentimiento de lo que verdaderamente es la gracia de Dios. Esta gracia es
atrayente –nos dirigimos a Dios, pero nos satisfaría el ser recibidos como
siervos– una prueba de que, aunque el corazón es tocado por la gracia, no ha
encontrado todavía a Dios. Este progreso, muy real por cierto, nunca nos dará
paz. Hay un cierto alivio de corazón en nuestro retorno, pero no sabemos qué
recibimiento esperar después de haber sido culpables de dejar a Dios. Cuanto más
se aproximaba el hijo pródigo a la casa, tanto más palpitaba su corazón por el
pensamiento de encontrarse con su padre. Pero éste se adelanta a su llegada sin
mostrarse como lo hubiera merecido su hijo, sino conforme a su propio corazón de
padre –la sola medida de los caminos de Dios para con nosotros. Se echa al
cuello de su hijo cuando éste llevaba aún sus andrajos, antes de que pudiera
decirle: «Hazme como a uno de tus jornaleros». Quería decirlo un corazón que se
anticipaba a la manera en que iba a ser recibido, no el de uno que había
encontrado a Dios. Un corazón que ha hallado a Dios sabe cómo ha sido recibido.
El hijo pródigo se prepara para expresarse de aquel modo, como lo haría la gente
que sostiene un humilde anhelo y un lugar indigno. Pero aunque la confesión
queda hecha cuando el hijo llega a casa, no dice luego «Hazme un siervo
asalariado». ¿Cómo iba a poder decirlo? El corazón del padre, a raíz de sus
sentimientos y de su amor hacia él, decidiría la posición que ocupaba el hijo, y
a raíz también del lugar que su corazón le había otorgado con respecto a su
hijo. Esto era entre el padre y él, pero no fue todo. Él amaba a su hijo tal
como era, pero no lo introdujo en su casa en aquella condición. El mismo amor
que lo recibió como hijo haría que fuera introducido en la casa como tal, y como
lo merecía el hijo de un padre. Los sirvientes reciben órdenes de traerle la
mejor ropa y ponérsela. Así amados y recibidos por amor, en nuestra miseria
somos vestidos con Cristo para entrar en la casa. Nosotros no llevamos la ropa,
sino que Dios nos la provee. Es una cosa completamente nueva, y devenimos así la
justicia de Dios en Él. Éste es el mejor vestido del cielo. El resto de aquella
casa participa de la alegría reinante, excepto el hombre orgulloso, el verdadero
judío. El gozo es el gozo del padre, pero toda la casa lo comparte. El hijo
mayor no está en la casa; se halla cerca, sin querer entrar. No tenemos ninguna
relación con la gracia que hace del hijo pródigo el sujeto del gozo de este
amor. Sin embargo, la gracia actúa; el padre sale y le ruega que
entre. Fue así como Dios actuó, en el Evangelio, para con el judío. Pero la
justicia humana, la cual no es otra cosa que egoísmo y pecado, rechaza esta
gracia. Pese a ello, Dios no abandonará Su gracia. Es propia de Él. Dios será
Dios; y Dios es amor.
Esto es lo que toma
el lugar de las pretensiones de los judíos, los cuales rechazaron al Señor, y la
consumación de las promesas en Él.
Aquello que da paz, y lo cual caracteriza nuestra posición, no son los sentimientos obrados en nuestros corazones, ciertamente existentes, sino aquellos del mismo Dios.
CAPÍTULO 16
El resultado de la
gracia sobre la conducta es presentado, y la diferencia que existe –siendo
cambiada la dispensación– entre la conducta que el cristianismo precisa con
respecto a las cosas del mundo, y la posición de los judíos en ese aspecto.
Ahora bien, esta posición era solamente la expresión de aquello evidenciado por
la ley en el hombre. La doctrina así personificada por la parábola, es
confirmada en la parabólica historia del hombre rico y Lázaro, la cual quita el
velo que ocultaba el más allá, donde se manifiestan los resultados de la
conducta del hombre.
El hombre es el
mayordomo de Dios –Dios ha encomendado Sus bienes al hombre. Israel es situado
en esta posición.
Pero el hombre ha
sido infiel; e Israel también lo fue. Dios ha retirado su mayordomía, pero el
hombre se halla todavía en posesión de los bienes para administrarlos, cuando
menos, de manera factual –como Israel lo estaba en aquel momento. Estos bienes
son las cosas de la Tierra, aquello que el hombre posee según la carne. Habiendo
desaparecido su mayordomía a causa de su infidelidad, y estando aún en posesión
de los bienes, los utiliza para ganar amigos de los deudores de su maestro
haciéndoles bien. Esto es lo que los cristianos deberían hacer con las
posesiones terrenales, emplearlas para los demás teniendo en vista el futuro. El
criado puede apropiarse para sí el dinero ganado para su maestro, pero prefiere
hacer amigos a costa de él –es decir, sacrificando el presente por las ventajas
del futuro. Podemos convertir en medios para practicar el amor las miserables
riquezas de este mundo. El espíritu de la gracia que llena nuestros corazones
–nosotros mismos los objetos de gracia– se ejercita con referencia a las cosas
temporales, las cuales utilizamos para otros. Para nosotros es en vista a las
moradas eternas. «Para que ellos te reciban» equivale a decir «para que seas
recibido» –una forma común de expresarse en Lucas para designar el hecho sin
mencionar a las personas que lo realizan, aunque esté ahí la palabra ellos.
Tengamos en cuenta
que las riquezas terrenales no son nuestras; las celestiales, en el caso de un
verdadero cristiano, sí son suyas.
Estas riquezas son
injustas, en el sentido de que son pertenencias del hombre caído, y no del
hombre celestial. No tenían razón de ser cuando Adán vivía en inocencia.
Cuando es alzado el
telón para dejar ver el más allá, la verdad es manifestada completamente a la
luz. Y el contraste entre la dispensación judía y el cristiano es mostrado con
claridad, pues el cristianismo revela aquel mundo, y, en cuanto a sus
principios, éstos pertenecen al cielo.
El judaísmo,
conforme al gobierno de Dios sobre la Tierra, prometía a los justos bendiciones
temporales; pero todo devino un desorden al ser rechazado el Mesías, la cabeza
de este sistema. En una palabra, Israel, contemplado bajo responsabilidad para
gozar de la bendición terrenal sobre la base de la obediencia, ha fracasado
completamente. El hombre en este mundo, no podía de ninguna manera, sobre esa
base, ser el canal para el testimonio de los caminos de Dios en gobierno. Vendrá
un día de juicio terrenal, pero todavía no ha llegado. Mientras tanto, la
posesión de las riquezas no significaba nada mejor que la demostración del favor
de Dios. El egoísmo personal y, ¡ay!, la indiferencia hacia un hermano
necesitado a su puerta, fue más bien lo que daba matiz a estas posesiones entre
los judíos. La revelación nos abre la puerta al más allá, para poder observarlo.
El hombre en este mundo está caído, es impío. Si ha recibido sus cosas
buenas aquí, sigue teniendo la parte pecaminosa. Será atormentado, mientras que
el otro al cual despreció hallará la felicidad en el otro mundo.
No es cuestión a tratar aquí de aquello que nos garantiza la entrada al cielo, sino del carácter y del contraste entre los principios de este mundo y del invisible. El judío escogió este mundo, pero lo perdió, así como el otro también. El pobre al que tanto había despreciado, es hallado ahora en el seno de Abraham. El fundamento de esta parábola es mostrar su relación con el asunto de las esperanzas de Israel, y la idea de que las riquezas eran prueba del favor de Dios –una idea la cual, aunque sea falsa en cada caso, es bastante comprensible si este mundo es la escena de bendición bajo el gobierno de Dios. El asunto de la parábola también es mostrado por lo que hallamos al final de ella. El rico miserable desea que sus hermanos fueran avisados por alguien que hubiera venido de ultratumba. Abraham le declara lo inútil de esta propuesta. Todo había terminado con Israel. Dios no vuelve a presentar a Su Hijo a la nación que le rechazó, la cual menospreciaba la ley y a los profetas. El testimonio de Su resurrección topaba con la misma incredulidad que le había rechazado cuando vivía, así como con los profetas antes de Él. No existe consuelo en el más allá si el testimonio de la palabra a la conciencia es rechazado en este mundo. El abismo no puede ser salvado. Un Señor que regresase no convencería aquellos que menospreciaron la Palabra. Todo está relacionado con el juicio de los judíos, el cual concluiría la dispensación. La parábola anterior demuestra que la conducta de los cristianos debería estar en línea con las cosas temporales. Todo fluye de la gracia, la cual, en amor de parte de Dios, llevó a cabo la salvación del hombre y puso aparte la dispensación legal y sus principios, introduciendo las cosas celestiales.
CAPÍTULO 17
La gracia es la
fuente del caminar del cristiano, e imprime una guía para él. El cristiano no
puede menospreciar al débil y quedar impune. No debe cansarle perdonar a su
hermano. Si tuviera fe como un grano de mostaza, el poder de Dios estaría, por
así decirlo, a disposición de él. No obstante, cuando haya hecho todo esto, no
habrá hecho sino cumplir con su deber (vers. 5-10). El Señor muestra luego (vers.
13-37) la liberación del judaísmo, el cual Él aún reconocía, y, después de esto,
el juicio de éste. Transitaba por Samaria y Galilea: diez leprosos vienen a Él,
rogándole desde lejos que los curase. Les manda presentarse a los sacerdotes, lo
cual significaba, de hecho, tanto como decir «Estáis limpios». No hubiera tenido
sentido declararlos inmundos, y ellos lo sabían. Obedecen la palabra del Señor y
se marchan con esta convicción, siendo inmediatamente sanados en el camino.
Nueve de ellos, contentos de cosechar el beneficio de Su poder, prosiguen su
camino hasta los sacerdotes, y continúan judíos, sin salir del antiguo redil.
Jesús, en realidad, todavía reconocía este redil. Pero ellos tan solo le
reconocieron para beneficiarse de Su presencia y quedarse donde estaban. No
vieron nada de Su Persona, ni se fijaron en el poder de Dios en Él, para que los
atrajera. Continuaron siendo judíos. Pero este pobre extranjero –el que hacía
diez– reconoce la buena mano de Dios, cayendo a los pies de Jesús y dándole
gloria. El Señor le ordena marcharse con la libertad de la fe: «Levántate y
prosigue tu camino; tu fe te ha sanado». Ya no necesita ir hasta el sacerdote,
pues había hallado a Dios y la fuente de la bendición en Cristo, y marchó
liberado del yugo que pronto iba a ser roto judicialmente para todos.
El reino de Dios
estaba entre ellos. Para aquellos que lo discernieran, el Rey estaba allí en
medio de ellos. El reino no vino de forma que atraía la atención del mundo.
Estaba allí para que los discípulos deseasen ver uno de aquellos días que habían
disfrutado durante el tiempo de la presencia del Señor sobre la Tierra, pero que
no verían. Anuncia entonces aquí las pretensiones de los falsos Cristos,
habiendo sido rechazado el verdadero Cristo, a fin de que el pueblo fuera presa
de las argucias del enemigo. En relación con Jerusalén, iban a correr el riesgo
de ser tentados, pero contaban con las enseñanzas del Señor como guía en medio
de ellos.
El Hijo del Hombre,
en Su día, sería como el relámpago. Pero antes de eso, debía sufrir muchas cosas
de parte de los judíos incrédulos. El día sería como aquel de Lot y de Noé: los
hombres, sintiéndose a sus anchas, seguirían sus carnales ocupaciones, como
aquel mundo sorprendido por el diluvio, y Sodoma y Gomorra por el fuego del
cielo. Será la revelación del Hijo del Hombre –Su revelación pública–, repentina
y acelerada. Esto se refería a Jerusalén. Siendo así prevenidos, su preocupación
era escapar del juicio del Hijo del Hombre, el cual, en el tiempo de Su venida,
caería sobre la ciudad que le rechazó, pues este Hijo del Hombre, al cual habían
deshonrado, volvería en Su gloria. No debían retroceder, porque significaría
dejar el corazón en el lugar a ser juzgado. Mejor perderlo todo, aun el ser, que
estar asociado con aquello que iba a ser juzgado. Si lograban escapar y salvar
sus vidas a fuerza de ser infieles, el juicio sería el de Dios, y Él sabría cómo
alcanzarlos en su lecho y distinguir entre dos que estuvieran durmiendo, y entre
dos mujeres que molieran el maíz de la casa en el mismo molino.
Este carácter del juicio no muestra que sea la destrucción de Jerusalén por mano de Tito. Era el juicio de Dios que sabía discernir, tomar y salvar. Ni es el juicio de los muertos, sino un juicio en la Tierra: ellos están en la cama, en el molino, en las azoteas y en los campos. Avisados por el Señor, debían abandonar todo y ocuparse solamente de Aquel que venía a juzgar. Si preguntaban dónde sucedería todo esto, sería donde yacieran los cuerpos muertos que vendría el juicio en forma de águila, el cual ellos no podían ver, pero del cual la presa no podía escapar.
CAPÍTULO 18
En presencia de
todo el poder de sus enemigos y opresores –porque existirían los tales, como
vimos, a fin de que pudieran ellos perder incluso sus vidas–, había un recurso
para el remanente afligido. Ellos tenían que perseverar en la oración, recurso,
además, para los fieles en todos los tiempos –del hombre, si éste lo
comprendiera. Dios vengaría a Sus escogidos, si es que realmente, por el
ejercicio de su fe, lo intentaba por cierto. Pero cuando Él viniera, ¿hallaría
el Hijo del Hombre esta fe que esperaba Su intervención? Ésta era la solemne
pregunta, y cuya respuesta queda en manos del hombre responsable –una pregunta
que supone lo dificultoso de hallar esta fe, pese a que debería existir. No
obstante, si había algo de fe que le fuera aceptable a Aquel que la buscaba, no
sería confundida.
Se observará que el
reino –y éste es el asunto– se presenta de dos maneras entre los judíos en aquel
momento: en la Persona de Jesús a la sazón presente (cap. 17:21) y en la
ejecución del juicio, en el cual los escogidos serían preservados y la venganza
de Dios ejecutada en nombre de ellos. Por este motivo, ellos sólo debían pensar
en agradarle, por muy aflictivo e inconsciente que pudiese ser en cuanto a ellos
el mundo. Es el día del juicio de los impíos, y no el día en que los justos
serán arrebatados al cielo. Enoc y Abraham tipifican más este segundo día; Noé y
Lot tipifican aquellos que serán preservados para vivir sobre la Tierra.
Solamente hay opresores de quienes será vengado el remanente. El versículo 31
enseña que debían pensar sólo en el juicio, y mantenerse alejados, como hombres,
de todo vínculo. Separados de todo, su única esperanza estaría en Dios en tal
momento.
El Señor reanuda
luego, en el versículo 9 del capítulo 18, la descripción de esos caracteres que
eran propios del reino, para poder entrar ahora siguiéndole a Él. A partir del
versículo 3537,
se aproxima históricamente la gran transición.
Luego, el versículo
8, pone fin a la advertencia profética con respecto a los últimos días. El Señor
más tarde continúa considerando los caracteres propios del estado de cosas
introducidas por gracia. La propia justicia está lejos de ser recomendada como
entrada al reino. El pecador más desgraciado, confesando su pecado, es
justificado delante de Dios antes que los practicantes de justicia. El que se
exaltase, sería abatido, y el que se humillase sería enaltecido. ¡Qué modelo y
testimonio de esta verdad fue el mismo Señor Jesucristo!
El espíritu de un
niño –sencillo, creyendo todo lo que le cuentan, confidente, desestimándose a
sus propios ojos, debiendo ser todo oídos– era el apto para el reino de Dios.
¿Qué otra cosa iba a admitir Él?
Nuevamente, los
principios del reino, establecido por el rechazo de Cristo, chocaban de plano
con las bendiciones temporales vinculadas a la obediencia a la ley, tan
excelente como era esta ley en su esfera. En el hombre, no había ningún bien:
solamente Dios era bueno. El joven que había cumplido la ley en su caminar
exterior, es llamado a dejar todo para seguir al Señor. Jesús conocía sus
circunstancias y su corazón, y metió el dedo en la llaga de su codicia, que le
animaba en el aprovisionamiento de riquezas. Tenía que vender todo lo que poseía
y seguir a Jesús; entonces poseería un tesoro en el cielo. El joven se marchó
triste. Las riquezas que, según la opinión de los hombres, parecían ser una
señal del favor de Dios, no fueron más que un obstáculo cuando para el corazón
el cielo estaba en juego. A continuación, el Señor anuncia que quienquiera que
abandonase cualquier cosa apreciada a causa del reino de los cielos, recibiría
mucho más en este mundo, y en el venidero, vida eterna. Podemos destacar que es
solamente el principio el que es presentado aquí en referencia al reino.
Finalmente el
Señor, de camino a Jerusalén, explica a Sus discípulos de forma sucinta y en
privado que Él iba a ser entregado para ser maltratado y muerto, para resucitar
más tarde. Era la consumación de todo lo que escribieron los profetas. Pero los
discípulos no entendieron nada.
Si el Señor quería
que aquellos que le siguieran tomaran la cruz, no podía por menos de llevarla Él
mismo. Fue delante de Sus ovejas en esta senda de abnegación y devoción, para
preparar el camino. Marchó solo. Fue un sendero que Su pueblo no había hollado
aún, ni siquiera podían hasta que Él no lo hubiera hollado primero.
La historia de Su
último acercamiento a Jerusalén y de Su relación con ella, comienza ahora (vers.
35). Aquí se presenta Él novedosamente como el Hijo de David, y por última vez,
poniendo sobre la conciencia de la nación Sus derechos a este título, al tiempo
que manifestando la consecuencias de Su rechazo.
Próximo a Jericó38, el lugar de maldición, avista a un ciego que cree en Su título de Hijo de David. De la misma manera que éste, aquellos que poseían esa fe recibieron su vista para seguirle, y vieron cosas aún mayores que aquéllas.
CAPÍTULOS 19-20
En Jericó, Él
despliega la gracia a pesar del espíritu farisaico. No obstante, es como hijo de
Abraham que señala a Zaqueo, el cual –en una posición falsa como publicano–
poseía una tierna conciencia y un corazón generoso39.
Su posición, a los ojos de Jesús, no le robó el carácter de hijo de Abraham –si
esto hubiera tenido efecto, ¿quién es el que se habría salvado?– ni afectó al
camino a esa salvación que había venido para salvar a los perdidos. La salvación
entró con Jesús en la casa de este hijo de Abraham. Él trajo salvación,
quienquiera que fuese heredero de ella.
No obstante, Él no
les oculta Su partida, y el carácter que el reino asumiría debido a Su ausencia.
Para ellos, Jerusalén y la esperanza de la venida del reino llenaban sus mentes.
El Señor entonces les explica lo que tendría lugar. Él se marchaba para
recibir un reino y volver. Entretanto, confía algunos de Sus bienes –los dones
del Espíritu– a Sus siervos para comerciar con ellos durante Su ausencia. La
diferencia entre esta parábola y aquella en el Evangelio de Mateo es ésta: Mateo
presenta la soberanía y sabiduría del dador, el cual hace variados Sus dones
según la aptitud de Sus siervo. En Lucas tiene que ver más particularmente con
la responsabilidad de los siervos, quienes reciben cada uno la misma suma, y el
uno gana con ella, en interés de su maestro, más que el otro.
Por consiguiente,
no se dice, como en Mateo, «Entra en el gozo de tu Señor», lo mismo para todos,
y lo más excelente; sino que a uno le es dada autoridad sobre diez ciudades, y
al otro sobre cinco –es decir, unas acciones en el reino conforme a su labor. El
siervo no pierde lo que ha ganado, aunque fuera para su maestro. Goza de ello.
No sucede lo mismo con el siervo que no sacó partido de su talento. Lo que le
fue confiado a él es ofrecido al que había ganado diez.
Aquello que ganamos
espiritualmente aquí, en inteligencia espiritual y en el conocimiento de Dios en
poder, no se pierde en el otro mundo. Por el contrario, recibimos más, y la
gloria de la herencia nos es dada equitativamente a nuestra obra. Todo es
gracia.
Había aún otro
elemento en la historia del reino. Los ciudadanos –los judíos– no sólo rechazan
al rey, sino que cuando éste se fue para recibir el reino, le envían un
mensajero para decirle que no querían que reinara sobre ellos. Así, los judíos,
cuando Pedro les pone delante su pecado declarándoles que si se arrepentían
Jesús volvería, y con Él los tiempos de refrigerio, rechazan este testimonio, y,
por así decirlo, envían a Esteban después de Jesús para que testificase que los
judíos no tenían nada a ganar con Él. Cuando Él regrese en gloria, la nación
perversa será juzgada ante Sus ojos. Enemigos declarados de Cristo, recibirán el
premio de su rebelión.
Él declaró lo que era el reino –aquello que iba a ser. Ahora viene para presentarlo por última vez en Su propia Persona a los habitantes de Jerusalén, según la profecía de Zacarías. Esta notable escena ha sido considerada en su aspecto general al estudiar Mateo y Marcos, pero algunas circunstancias especiales requieren aquí que se les preste atención. Todo se reúne en torno a Él a Su entrada. Los discípulos y los fariseos son contrastados. Jerusalén está en el día de su visitación, pero es ignorante de ello.
Algunas expresiones
considerables son pronunciadas por Sus discípulos, movidos por el Espíritu de
Dios, en esta ocasión. Si hubieran guardado silencio, las piedras se habrían
partido proclamando la gloria del Rechazado. El reino, en sus exitosas
aclamaciones, no es simplemente el reino es su aspecto terrenal. En Mateo es:
«Hosanna al Hijo de David», y «Bendito el que viene en nombre del Señor; Hosanna
en las alturas». Esto es realmente cierto; pero aquí tenemos algo más. El Hijo
de David desaparece. Él es realmente el Rey, el cual viene en nombre del Señor,
pero no es ya el remanente de Israel el que busca la salvación en nombre del
Hijo de David, reconociendo Su título. Es «Paz en el cielo y gloria en lo más
alto». El reino depende de que la paz sea establecida en los lugares
celestiales. El Hijo de David, exaltado en alto y triunfante sobre Satanás, ha
reconciliado los cielos. La gloria de la gracia en Su Persona, es establecida
para la eterna y suprema gloria del Dios de amor. El reino sobre la Tierra no es
sino una consecuencia de esta gloria que la gracia estableció. El poder que echó
a Satanás formó la paz en el cielo. Al comienzo, en Lucas 2:14 tenemos, en la
gracia manifestada «Gloria a Dios en lo más alto, y sobre la Tierra paz, buena
voluntad (de Dios) para con los hombres». Para establecer el reino, es hecha la
paz en el cielo, y la gloria de Dios es establecida plenamente en lo más alto.
Se observará aquí
que, aproximándose Él a Jerusalén, el Señor llora sobre la ciudad. No es ahora
como en Mateo donde, al disertar con los judíos les señala aquello que, habiendo
rechazado y matado a los profetas –Emanuel también, el Señor, quien habría
querido con frecuencia reunir bajo Sus alas a sus hijos, tras ser
ignominiosamente rechazado– quedaba ahora abandonada a su desolación hasta Su
regreso. Fue la hora de su visitación, y no la conoció. ¡Si solamente hubiera
oído, como ahora, la llamada del testimonio de su Dios! Es entregada en manos de
los gentiles, sus enemigos, los cuales no le dejarán una piedra sobre otra. Al
no haber conocido esta visitación de Dios en gracia, en la Persona de Jesús,
ella es puesta aparte –el testimonio no continúa–, dando lugar a un nuevo orden
de cosas. Así, la destrucción de Jerusalén por Tito es prominente aquí. Es el
carácter moral del templo también, de lo que habla aquí el Señor. El Espíritu no
pone en claro que tiene que ser el templo de Dios para todas las naciones. Es
simplemente (cap. 20:16) la viña dada a otros. Ellos cayeron sobre la piedra de
tropiezo entonces; cuando ésta caiga sobre ellos –al venir Jesús en juicio–, los
reducirá al polvo.
En Su respuesta a
los saduceos, son añadidas tres cosas importantes a la que se menciona en Mateo.
En primer lugar, no era solamente la condición de aquellos que resucitan, y la
certidumbre de la resurrección; es una época, la cual una cierta clase sólo
hallada digna de ella obtendrá una separada resurrección de los justos (vers.
35). En segundo lugar, esta clase está compuesta por los hijos de Dios, siendo
hijos de la resurrección (vers. 36). Seguidamente, mientras esperan esta
resurrección, sus almas sobrevivirán a la muerte; todos vivirán para Dios,
aunque ahora puedan estar ocultos de las miradas de los hombres (vers. 38).
La parábola de la
fiesta de bodas es omitida aquí. En el capítulo 14 de este Evangelio, la
hallamos con elementos característicos, una misión en las calles de la ciudad, a
los menospreciados de las naciones, que no está en Mateo, quien nos da el juicio
de Jerusalén como contrapartida antes de anunciar la evangelización de los
gentiles. Todo esto es característico. En Lucas es gracia, una condición moral
del hombre frente a Dios, y el orden nuevo de cosas fundamentado sobre el
rechazo de Cristo. No me entretendré en estos puntos que Lucas relata ya en
línea con Mateo. Coinciden naturalmente en los grandes hechos concernientes al
rechazo del Señor por los judíos, y en sus consecuencias.
Si comparamos Mateo 23 y Lucas 20:45-47, veremos enseguida la diferencia. En Lucas, el Espíritu nos da en tres versículos aquello que moralmente sitúa a los escribas aparte. En Mateo, toda su posición con respecto a la dispensación es la que se desarrolla; ya sea que tuviera un lugar, mientras continuase Moisés, o con referencia a la culpabilidad de ellos ante Dios en ese lugar.
CAPÍTULO 21
El discurso del
Señor en el capítulo 21 manifiesta el carácter del Evangelio de una manera
peculiar. El espíritu de gracia, en contraposición al judaico, es contemplado en
el relato de la ofrenda de la viuda pobre. Pero la profecía del Señor requiere
una atención más detallada. El versículo 6, como vimos al final del capítulo 19,
habla sólo de la destrucción de Jerusalén como permanecía en aquel entonces.
Esto es también cierto de la cuestión de los discípulos. Ellos no veían nada
sobre el final del siglo. El Señor aborda después las obligaciones y las
circunstancias de Sus discípulos antes de esa hora. En el versículo 8 se dice:
«El tiempo está cerca», lo cual no hallamos en Mateo. Profundiza más
detalladamente con respecto al ministerio de ellos durante este período,
animándolos con promesas de un auxilio necesario. La persecución sería enviada a
ellos para dar un testimonio. Desde la mitad del versículo 11 al final del 19,
tenemos detalles relativos a Sus discípulos que no hallamos en el
correspondiente pasaje de Mateo. Presentan el estado general de cosas en el
mismo sentido, añadiendo la condición de los judíos, de aquellos que
particularmente recibieron la Palabra, más o menos exteriormente. Toda la
corriente del testimonio, rendido en relación con Israel, pero apelativo a las
naciones, es hallado en Mateo al final del versículo 14. En Lucas, es el
servicio futuro de los discípulos hasta el momento cuando el juicio de Dios
ponga fin a aquello que prácticamente terminó por el rechazo de Cristo.
Consecuentemente, el Señor no dice nada en el versículo 20 sobre la abominación
desoladora mencionada por Daniel, pero habla sobre el sitio de Jerusalén, y su
desolación que se aproximaba –no del final del siglo, como en Mateo. Éstos
fueron los días de la venganza de los judíos, quienes se habían coronado en
rebelión cuando rechazaron al Señor. Por lo tanto, Jerusalén sería hollada por
los gentiles hasta que los tiempos de éstos se cumplieran, es decir, los tiempos
destinados a la soberanía de los imperios gentiles conforme al consejo de Dios
revelado en las profecías de Daniel. Éste es el intervalo en que ahora vivimos
nosotros. Hay una pausa en este discurso. Su principal asunto está terminado,
pero existen todavía algunos acontecimientos de las últimas escenas que han de
ser revelados, los cuales cerrarán la historia de esta supremacía gentil.
Vemos también que,
aunque sea el comienzo del juicio, del que Jerusalén no se levantará hasta que
todo sea consumado, y el cántico de Isaías 40 sea dirigido a ella, la gran
tribulación no es mencionada aquí. Hay una gran angustia y cólera sobre el
pueblo, como fue realmente el caso del sitio de Jerusalén por Tito; y los judíos
fueron conducidos igualmente cautivos. No se dice tampoco: «Inmediatamente
después de la tribulación de aquellos días». Sin embargo, sin ser designada la
época, después de hablar de los tiempos de los gentiles, el fin del siglo se
acerca. Hay señales en el cielo, angustia en la Tierra, un frenético movimiento
de las olas de la población humana. El corazón del hombre, alarmado por la
profecía, atisba las calamidades que, aunque no puede verlas, le amenazan, pues
todas las influencias que gobiernan a los hombres son conmovidas. Luego ellos
verán al Hijo del Hombre, una vez rechazado de la Tierra, viniendo del cielo con
las enseñas de Jehová, con poder y gran gloria –el Hijo del Hombre, de quien
este Evangelio ha hablado continuamente. Allí acaba la profecía. No tenemos aquí
la reunión conjunta de los israelitas escogidos, los cuales fueron dispersados,
y de los que habla Mateo.
Lo que viene a continuación consiste en una exhortación, a fin de que el día de angustia pueda ser como señal de liberación a la fe de aquellos que, confiando en el Señor, obedecen la voz de Su siervo. La «generación» –una palabra ya explicada cuando consideramos Mateo– no pasaría hasta que todo fuera cumplido. La duración del tiempo que transcurrió desde entonces, y que debe transcurrir hasta el fin, es algo oscuro. Las cosas celestiales no se miden con fechas. Asimismo, ese momento está escondido en el conocimiento del Padre. Hasta que el cielo y la Tierra pasen, pero no las palabras de Jesús. Luego les explica que, mientras morasen en la Tierra, deberían ser vigilantes para que sus corazones no se abrumaran por cosas que los hundirían en este mundo, en medio del cual habrían de ser testigos. Aquel día vendría como lazo sobre todos aquellos que hacían de ese lugar su morada y estaban en él arraigados. Ellos tenían que orar y velar, a fin de escapar de todas estas cosas, para permanecer en presencia del Hijo del Hombre. Éste es todavía el gran asunto de nuestro Evangelio. Estar con Él, como aquellos que escaparon de la Tierra, para estar entre los 144.000 sobre el monte de Sión, será un cumplimiento de esta bendición, pero el lugar no es mencionado; así que, suponiendo que aquellos a quienes se dirigía personalmente fueran fieles a Él, la esperanza despertada por Sus palabras se cumpliría de manera más excelente ante Su celestial presencia en el día de gloria.
CAPÍTULO 22
Este capítulo
comienza con los detalles del fin de la vida de nuestro Señor. Los principales
sacerdotes, temerosos del pueblo, procuran matarle. Judas, bajo la influencia de
Satanás, se ofrece como instrumento para que ellos le prendieran en ausencia de
la multitud. El día de la Pascua se acerca, y el Señor prosigue aquello relativo
a Su obra de amor en estas inmediatas circunstancias. Daré nota de los puntos
pertinentes al carácter de este Evangelio, del cambio que se produjo en relación
inmediata y directa con la muerte del Señor. Así, Él deseó comer esta última
Pascua con Sus discípulos porque no la comería más hasta que se cumpliera en el
reino de Dios, es decir, por Su muerte. No bebe más vino hasta que el reino de
Dios venga. No dice hasta que lo bebiera nuevo en el reino de Su Padre, sino
sólo que Él no lo bebería hasta que viniera el reino: precisamente como son
considerados los tiempos de los gentiles como algo presente, así también el
cristianismo, el reino como es ahora, no el milenio. Observemos también qué
expresión tan emotiva de amor tenemos aquí. Su corazón necesitaba este último
testimonio de afecto antes de dejarlos.
El nuevo pacto está
basado sobre la sangre bebida aquí en figura. Del último pacto, se prescinde ya.
Se requería la sangre para establecer el nuevo. Al mismo tiempo, el pacto mismo
no fue establecido, sino que todo fue efectuado de la parte de Dios. La sangre
no fue vertida para consolidar un pacto de juicio como lo fue el primero, sino
que fue vertida para aquellos que recibieran a Jesús, mientras esperaban el
momento en que el pacto mismo sería establecido con Israel en gracia.
Los discípulos,
creyendo las palabras de Cristo, ignoran y preguntan entre sí cuál de ellos
sería el que le podía traicionar, una sorprendente expresión de ingenuidad
elevada por cada cual –pues ninguno, excepto Judas, tenía una mala conciencia–,
que marcó la inocencia de ellos. Al mismo tiempo, pensando en el reino de una
forma carnal, se disputaban ocupar el primer lugar en él; y esto, en presencia
de la cruz, a la mesa donde el Señor les estaba dando las últimas promesas de Su
amor. Sinceridad de corazón la había, pero ¡qué corazón para albergar
sinceridad! Por lo que respectaba a Él, había tomado el lugar más humilde, y
éste –como el más excelente para el amor– era sólo Suyo. Ellos tenían que
seguirle tan de cerca como pudieran. Su gracia reconoce que así lo habían hecho,
como siendo Él el deudor de ellos en su cuidado durante Su tiempo de dolor sobre
la Tierra. Él lo recordaba. En el día de Su reino, tendrían doce tronos, como
cabezas de Israel, entre quienes le hubieran seguido.
Pero ahora había la
cuestión de pasar por la muerte; y, habiéndole seguido hasta aquí, ¡qué
oportunidad del enemigo para zarandearlos desde el momento que no pudiesen
seguir al Señor como hombres vivos sobre la Tierra! Todo lo relativo a un Mesías
vivo, se había alejado de su vista, y la muerte estaba allí. ¿Quién podía pasar
por ella? Satanás iba a aprovecharse de ello, deseando tenerlos cerca para
pasarlos por el tamiz. Jesús no desea ahorrarles a Sus discípulos el ser
zarandeados. No era posible, pues Él debía pasar por la muerte, y su esperanza
estaba puesta en Él. No podían evitarlo. La carne debía ser sometida a la prueba
de la muerte. Pero Él oró por ellos para que la fe de aquel, que menciona
especialmente, no faltase. El ardoroso Simón se expuso más que nadie al peligro
al que una falsa confianza en la carne podía arrojarle, y en el cual ésta no
podría sostenerle. Siendo no obstante el objeto de esta gracia de parte del
Señor, su caída proveería el medio de su fortaleza. Conociendo la carne, así
como la perfección de la gracia, estaría capacitado para fortalecer a sus
hermanos. Pedro afirmó que podía hacer cualquier cosa –las mismas en las que
fracasaría totalmente. El Señor rápidamente le advierte de lo que iba a hacer.
Jesús toma ocasión
para prevenirlos de que todo cambiaría. Durante Su presencia aquí abajo, el
verdadero Mesías, Emanuel, les había resguardado de todas las dificultades.
Cuando les envió por todo Israel, no les faltó de nada. Pero ahora –pues el
reino no venía aún en poder– ellos estarían, como Él, expuestos al desprecio y a
la violencia. Humanamente hablando, tendrían que cuidar de sí mismos. Pedro,
siempre sincero, tomando al pie de la letra las palabras del Señor, fue dejado
para que se mostraran sus pensamientos exhibiendo dos espadas. El Señor le
detuvo con una palabra, enseñándole que era inútil ir más lejos. No les era
posible entonces. En cuanto a Él, prosigue con perfecta tranquilidad Sus hábitos
diarios.
Abrumado en
espíritu por lo que pronto vendría, exhorta a los discípulos a que orasen para
no entrar en tentación, que cuando llegara el momento de ser alcanzados por la
prueba, si caminaban con Él se mostrara en ellos la obediencia a Dios, y no que
fuera esta prueba un instrumento para alejarse de Él. Existen tales momentos, si
Dios permite que lleguen, en los que todo es sometido bajo la prueba a través
del poder del enemigo.
La dependencia del
Señor como Hombre, se manifiesta entonces de manera extraordinaria. La escena
toda de Getsemaní y de la cruz, en Lucas, es el perfecto Hombre sujeto. Al orar,
se sujeta a la voluntad de Su Padre. Un ángel le fortalece; era su servicio al
Hijo del Hombre40.
Más tarde, en profunda batalla, Él ora con más fervor: el Hombre dependiente, es
perfecto en toda Su dependencia. La profundidad del conflicto hace más profunda
Su relación con Su Padre. Los discípulos se afligieron ante la sombra sólo de lo
que llevó a Jesús a orar. Se refugiaron en el olvidadizo sueño mientras el
Señor, con paciente gracia, repetía Su advertencia, llegando después la
multitud. Confiando Pedro nuevamente tras esta advertencia, habiendo dormido en
la hora de la tentación cuando el Señor oraba, se desconcierta ante la
perspectiva de ver a Jesús dejándose llevar como oveja al matadero, y después,
¡ay!, niega cuando Jesús confiesa la verdad. Obediente como era Jesús a la
voluntad de Su Padre, muestra llanamente que Su poder no le había abandonado.
Sana la herida que Pedro infligió al siervo del sumo sacerdote, y luego permite
que se lo lleven, haciéndoles observar que era su hora y el poder de las
tinieblas. ¡Triste y terrible asociación!
En toda esta escena contemplamos la completa dependencia del Hombre, el poder de la muerte sentido como prueba en toda su intensidad; pero aparte de aquello que sucedía en Su alma y ante de Su Padre, en lo cual vemos la realidad de estas dos cosas, había la más perfecta tranquilidad, la más suave calma para con los hombres41 –gracia que nunca se contradice. Así, cuando Pedro le negó como Él lo predijo, le mira en el momento preciso. Todo el desfile de Su ignominiosa prueba no distrae Sus pensamientos, y Pedro se deprime ante esa mirada. Cuando le preguntan, tiene poco que decir. Su hora había llegado. Sujeto a la voluntad de Su Padre, aceptó la copa de Su mano. Sus jueces no hicieron sino cumplir esa voluntad, trayéndole la copa. No da ninguna respuesta a la pregunta de si Él era el Cristo. Ya no era momento para decirlo. Ellos no iban a creerle –no le hubieran respondido si Él les hubiera hecho preguntas que habrían producido como respuesta la verdad; ni tampoco le hubiesen dejado marchar. Pero Él ofrece el testimonio más sencillo del lugar que, desde esa hora, tomó el Hijo del Hombre. Esto es lo que reiteradamente ha surgido a lo largo de este Evangelio. Él se iba a sentar a la diestra del poder de Dios. Vemos también que es el lugar que ocupa en el presente42. Sacaron inmediatamente la siguiente conclusión–: «¿Eres tú, pues, el Hijo de Dios»? Él da testimonio de esta verdad, y todo termina; deja pendiente la pregunta de si Él era el Mesías –esta ocasión había pasado para Israel. Él iba a sufrir. Es el Hijo del Hombre, pero a partir de ahora solamente para entrar en la gloria; y Él es el Hijo de Dios. Todo había terminado con Israel en cuanto a su responsabilidad. La gloria celestial del Hijo del Hombre, la gloria personal del Hijo de Dios pronto iba a brillar; y Jesús (cap. 23) es conducido a los gentiles para que todo sea consumado.
CAPÍTULO 23
Los gentiles, no
obstante, no son presentados en este Evangelio como siendo voluntariamente
culpables. Vemos, sin lugar a dudas, una indiferencia que resulta ser una
flagrante injusticia en un caso como éste, y una insolencia sin excusa. Pero
Pilato hace lo que puede para entregar a Cristo, y Herodes, decepcionado, se lo
envía de vuelta sin haberle juzgado. La voluntad está completamente de lado de
los judíos. Ésta es la característica de esta parte de la historia en el
Evangelio de Lucas. Pilato hubiera preferido no haberse preocupado de este
superfluo crimen, y subestimó a los judíos; pero éstos resolvieron crucificar a
Jesús, y pidieron que Barrabás les fuera soltado –un hombre sedicioso y un
homicida (véase vers. 20-25)43.
Jesús, entonces,
mientras era conducido al Calvario, anunció a las mujeres, quienes lamentaban
por Él con naturales sentimientos, que todo había terminado para Jerusalén, que
ellas tenían que dolerse por su propia suerte y no por la Suya; pues vendrían
días en los que tendrían que llamar felices a aquellas que nunca fueron madres
–días en los cuales buscarían refugiarse en vano del terror y del juicio. Porque
si con Él, el verdadero árbol verde, habían sido hechas estas cosas, ¿qué no
harían con el árbol seco del judaísmo sin Dios? Sin embargo, en el momento de Su
crucifixión, el Señor intercede a favor del desdichado pueblo. Ellos no supieron
lo que hacían –intercesión, la cual es la notable respuesta dada por el Espíritu
Santo venido del cielo, en el discurso de Pedro a los judíos. Los gobernantes
entre los judíos, completamente ciegos, así como el pueblo, echan en cara al
Señor que no pudiese salvarse a Sí mismo de la cruz –ignorando que era imposible
que lo hiciera si Él era un Salvador, y que todo había sido arrebatado de ellos
porque Dios establecía otro orden de cosas basadas en la expiación, en el poder
de la vida eterna por la resurrección. ¡Temible ceguera de la que los soldados
eran simples imitadores, conforme a la malignidad de la naturaleza humana! Pero
el juicio de Israel estaba en su boca, y –de parte de Dios– sobre la cruz. Era
el Rey de los judíos quien colgaba de allí –humillado ciertamente, pues un
ladrón suspendido a Su lado le increpaba–, pero en el lugar al cual el amor le
llevó para la salvación presente y eterna de las almas. Esto fue manifestado en
aquel mismo momento. Los insultos que le reprocharon por no querer salvarse de
la cruz, recibieron respuesta de Él en la suerte del ladrón convertido, el cual
se reunió con Él en el Paraíso ese mismo día.
Esta historia es
una extraordinaria prueba del cambio al que nos conduce este Evangelio. El Rey
de los judíos, porque lo confesaron ellos, no les es liberado, sino que es
crucificado. ¡Qué final para las esperanzas de este pueblo! Pero al mismo
tiempo, un vulgar ladrón, convertido por gracia en el borde mismo de la muerte,
entra directamente en el Paraíso. Un alma eternamente salvada. No es el reino,
sino un alma –fuera del cuerpo– dichosa con Cristo. Y observemos aquí la manera
como la presentación de Cristo hace relucir la maldad del corazón humano. Ningún
ladrón osaría burlarse, o reprender a otro ladrón estando a punto de morir. Pero
en el momento en que es Cristo quien está allí, esto tiene lugar.
Añadiría algunas
palabras más sobre la condición del otro ladrón, y sobre lo que le contestó
Cristo. Vemos toda señal de conversión y la fe más notable. El temor de Dios, el
principio de la sabiduría, esta aquí; la conciencia, es recta y despierta. No le
dice a su compañero «y justamente», sino «nosotros justamente...»;
conocimiento de la inmaculada justicia de Cristo como hombre, el reconocimiento
de Él como el Señor, cuando Sus propios discípulos le abandonaron y le negaron,
y cuando no quedó rastro de Su gloria ni de la dignidad de Su Persona. Era
tenido por el hombre, como uno igual a él mismo. Su reino era un motivo de
escarnio para todos. Pero el pobre ladrón es enseñado por Dios; y todo se
simplifica. Está seguro de que Cristo tendrá el reino como si estuviera reinando
en gloria. Todo su deseo es de que Cristo le recordara entonces, ¡y qué
confianza en Cristo se muestra aquí a través del conocimiento de Él, pese a su
reconocida culpa! Ello muestra que Cristo llenó su corazón, el modo en que,
confiando en la brillante gracia, quitó toda vergüenza humana, pues ¿a quién la
gusta que se le recuerde al borde mismo de la muerte? Una enseñanza divina es la
que se muestra aquí de manera singular. ¿No sabemos nosotros, por instrucción
divina, que Cristo era sin pecado, y que para estar seguros de Su reino existe
una fe que se eleva sobre todas las circunstancias? Él ladrón es de consolación
para Jesús en la cruz, y le hace pensar –al responder a su fe– en el Paraíso que
le aguardaba cuando hubiera consumado la obra que Su Padre le dio a realizar.
Observemos el estado de santificación en que se hallaba este pobre hombre por la
fe. En todas las agonías de la cruz, y creyendo que Jesús es el Señor, no busca
ningún alivio de Sus manos, sino que le pide que le recuerde en Su reino. Se
ocupa de un pensamiento: el de tener su porción con Jesús. Cree que el Señor
volverá; cree en el reino, mientras el Rey es rechazado y crucificado, y, en
cuanto al hombre, no había ya ninguna esperanza. Pero la respuesta de Jesús va
más lejos de la revelación propia de este Evangelio, y añade aquello que
introduce, no el reino, sino la vida eterna, la felicidad del alma. El ladrón
pidió a Jesús que le recordara cuando volviera en Su reino. El Señor le contestó
que no sería necesario esperar ese día de gloria manifiesta, la cual sería
visible al mundo, sino que aquel mismo día estaría con Él en el Paraíso.
¡Precioso testimonio y perfecta gracia! El Jesús crucificado era más que un Rey,
era un Salvador. El pobre malhechor fue testigo de ello, y el gozo y el consuelo
del corazón del Señor –las primicias del amor que les había puesto juntos en el
lugar donde, si el pobre ladrón pagaba por el fruto de sus pecados como hombre,
el Señor de gloria estaba a su lado soportando el fruto de estos pecados de
parte de Dios, tratado Él mismo como un malhechor en la misma condenación. A
través de una obra ignorada por el hombre, excepto por la fe, los pecados de Su
compañero fueron quitados para siempre, dejaron de existir, siendo sólo su
recuerdo aquel que la gracia se había llevado, y la cual había limpiado su alma
de ellos haciéndole apto en ese momento para entrar en el Paraíso como el
compañero de Cristo.
El Señor, pues,
habiendo consumado todas las cosas, y aún lleno de vigor, encomienda Su espíritu
al Padre. Se lo encomienda a Él, como el último acto de que formó parte Su vida
entera –la perfecta energía del Espíritu Santo actuando en perfecta confianza en
Su Padre, y sujeto a Él. Encomienda Su espíritu a Su Padre y expira, pues era la
muerte lo que tenía delante de Sí, una muerte en una fe absoluta que confiaba en
Su Padre –muerte con Dios por la fe, y no la muerte que separaba de Dios.
Entretanto, la naturaleza se alteró –reconoció la partida del mundo de Aquel que
la había creado. Todo fueron tinieblas. Pero por otro lado, Dios se revela –el
velo del templo es rasgado en dos de arriba abajo. Dios se ocultaba en densas
tinieblas –el camino al lugar santísimo no había sido aún manifestado. Pero
ahora ya no existía ese velo. Aquello que ha quitado el pecado por el perfecto
amor resplandece ahora, mientras la santidad de la presencia de Dios es un gozo
para el corazón, y no un tormento. Lo que nos introduce en la presencia de la
santidad perfecta sin velo, fue lo que quitó el pecado que nos prohibía estar
allí. Nuestra comunión es con Él a través de Cristo, santos y sin culpa delante
de Él en amor.
El pobre centurión,
estremecido por todo lo que sucedió, confiesa –tal es el poder de la cruz sobre
la conciencia– que este Jesús al que crucificó era ciertamente el Hombre justo.
Digo la conciencia, porque no pretendo decir que ese poder fuera más lejos en el
caso del centurión. Vemos el mismo efecto en los espectadores: se marcharon
golpeándose el pecho. Percibieron que algo solemne había tenido lugar, que ellos
mismos se habían comprometido fatalmente con Dios.
Pero el Dios de
nuestro Señor Jesucristo, el Padre de gloria, preparó todo para la sepultura de
Su Hijo, quien le había glorificado entregándose a la muerte. Él fue con los
ricos en Su muerte. José, un hombre justo, que no había tolerado el pecado de su
pueblo, dispone el cuerpo del Señor en una tumba que nunca fue ocupada antes.
Fue la preparación antes del sábado, pero este día se acercaba. En el momento de
Su muerte, las mujeres –fieles, aunque ignorantes de su aflicción por Él
mientras vivía aún– ven dónde se puso el cuerpo y fueron a preparar lo necesario
para el embalsamamiento. Lucas solamente habla en términos generales de estas
mujeres, por lo tanto entraremos en detalles en otro momento, siguiendo nuestro
Evangelio como se presenta.
CAPÍTULO 24
Vienen las mujeres
y hallan la piedra removida, viendo que el sepulcro no contenía ya el cuerpo de
Aquel a quien habían amado. Desconcertadas ante esto, ven a dos ángeles cerca de
ellas que les preguntan por qué buscaban al que vive de entre los muertos, y les
recuerdan las claras palabras que Jesús les habló en Galilea. Se van y cuentan
todas estas cosas a los discípulos, los cuales no pueden creer lo que dicen.
Pero Pedro corre al sepulcro, y viendo que todo está en orden se marcha
preguntándose lo que había sucedido allí. En esta actitud no había fe en las
palabras de Jesús, ni en lo que las Escrituras habían predicho. En el viaje a
Emaús, el Señor relaciona las Escrituras con todo lo que le sucedió a Él,
mostrándole a sus mentes pululando aún el pensamiento de un reino terrenal, que
conforme a ellas, los consejos revelados de Dios, el Cristo tenía que sufrir y
entrar en Su gloria, un Cristo rechazado y celestial. Espolea la ardiente
atención que siente el corazón cada vez que es tocado. Luego se revela a Sí
mismo al partir el pan –la señal de Su muerte; no que esto fuera la Eucaristía,
aunque este acto particular estaba relacionado con este acontecimiento. Sus ojos
fueron abiertos, y Él desaparece. Fue el verdadero Jesús; pero en resurrección.
Aquí, Él explicó todo lo que las Escrituras habían dicho, y se presentó en vida
con el símbolo de Su muerte. Los dos discípulos regresaron a Jerusalén.
El Señor ya se hubo
mostrado a Simón –una aparición de la que no tenemos detalles. Pablo también
hace referencia a esta aparición como la primera, cuando habla de los apóstoles.
Mientras los dos discípulos explicaban aquello que les había sucedido, Jesús se
presentó en medio de ellos. Pero sus mentes no estaban aún hechas a esta verdad,
y Su presencia les alarma. No pueden comprender la idea de la resurrección del
cuerpo. El Señor se vale de su confesión –muy natural, humanamente hablando–
para nuestra bendición, dándoles las pruebas más sensatas de que era Él, el
Resucitado, en cuerpo y alma, el mismo que antes de morir. Les manda que le
tocaran, y come ante la vista de ellos44.
Era realmente Él mismo.
Quedaba una cosa
importante –la base de la verdadera fe: las palabras de Cristo y el testimonio
de las Escrituras. Esto es lo que les pone delante de ellos. Pero aún eran
necesarias dos cosas. Primero, necesitaban la capacidad para entender la
palabra. Así, Él les abre el entendimiento para que comprendieran las
Escrituras, y los declara testigos que no sólo pudieron decir: «Es así, pues lo
hemos visto», sino «Así debe haber sido, pues así lo ha dicho Dios en Su
Palabra»; y el testimonio de Cristo mismo fue cumplido en Su resurrección.
Pero ahora la
gracia tenía que ser predicada –Jesús rechazado por los judíos, inmolado y
resucitado para la salvación de las almas, habiendo hecho la paz, y otorgando
vida conforme al poder de la resurrección, la obra que purificaba del pecado ya
efectuada, y el perdón garantizado en este otorgamiento. La gracia debía
predicarse entre todas las naciones, es decir, arrepentimiento y perdón a los
pecadores. Empezando por este lugar, con el cual la paciente gracia de Dios
manifestaba todavía un vínculo a través de la intercesión de Jesús, pero que
solamente podía ser alcanzado por soberana gracia, y en donde el pecado más
gravoso obtenía el perdón más necesario por un testimonio, el cual, viniendo del
cielo, debía ser para Jerusalén como para con todo el mundo. Ellos tenían que
predicar el arrepentimiento y la remisión de los pecados a todas las naciones,
comenzando en Jerusalén. El judío, aunque era un hijo de ira, como los demás,
debía se reconocido en el mismo terreno. El testimonio poseía una autoridad más
alta, aunque fuera dicho «al judío primero».
En segundo lugar,
se necesitaba algo más para el cumplimiento de esta misión, es decir, poder.
Debían esperar en Jerusalén hasta que fueran investidos de poder desde lo alto.
Jesús enviaría al Espíritu Santo que había prometido, de quien los profetas
también hablaron.
Al tiempo que
bendecía a Sus discípulos, el cielo y la gracia celestial caracterizaron a Su
relación para con ellos. Jesús partió de ellos ascendiendo al cielo, y ellos
regresaron gozosos a Jerusalén.
Se habrá observado
que la narrativa de Lucas es aquí muy general; contiene los grandes principios
sobre los cuales se basan las doctrinas y las pruebas de la resurrección. La
incredulidad del corazón natural descrito tan gráficamente en los relatos más
simples y conmovedores; el apego de los discípulos a sus propias esperanzas del
reino, y la dificultad con la que la doctrina de la Palabra tomó posesión de sus
corazones, aunque, en proporción a la comprensión de ella, aquellos se abrieron
a ella con gozo; la Persona de Jesús resucitada, todavía un Hombre, el
misericordioso que ellos conocieron; la doctrina de la Palabra, el ofrecimiento
de esta comprensión de la Palabra; el poder del Espíritu Santo ofrecido –todo
esto pertenecía a la verdad y al orden eterno de cosas hechas manifiestas.
Jerusalén todavía
era reconocida como el primer objeto de la gracia sobre la Tierra, conforme a
las dispensaciones de Dios para con ella; no obstante, no fue, como lugar, el
punto de contacto y relación entre Jesús y Sus discípulos. Él no los bendijo
desde Jerusalén, aunque en los tratos de Dios con la Tierra ellos debían esperar
allí el don del Espíritu Santo. Ellos mismos y sus relaciones con Él son
llevados fuera a Betania. Desde allí se propuso presentarse como Rey a
Jerusalén. Fue allí donde la resurrección de Lázaro tuvo lugar. Allí, aquella
familia, la cual representa el carácter del remanente –vinculada a Su Persona,
ahora rechazada, con mejores esperanzas –recibió a Jesús del modo más
sorprendente. Fue hasta allí donde se retiró cuando Su testimonio a los judíos
finalizó, a fin de que su corazón descansara por unos momentos entre aquellos
que había amado, y quienes, por gracia, le amaban a Él. Fue allí donde
estableció el vínculo –en lo que a las circunstancias se refiere– entre el
remanente asociado a Su Persona y el cielo. Desde allí, Él asciende.
Jerusalén sólo es
el punto de partida público del ministerio de ellos, así como había sido la
última escena de Su testimonio. Para ellos, eran Betania y el cielo los
relacionados en la Persona de Jesús. Desde allí era el testimonio para venir a
por la misma Jerusalén. Esto es tanto más sorprendente cuando lo comparamos con
Mateo. Allí Él se va a Galilea, el lugar de asociación con el remanente judío, y
no hay ninguna ascensión, y la misión es exclusivamente para las naciones. Es
una revelación a ellos de todo, lo que antes era destinado sólo a los judíos y
prohibido de ser descubierto fuera de ellos.
En el texto me he
ceñido al pasaje. Añado ahora aquí más explicaciones, para relacionar este
Evangelio con los otros.
Hay dos partes
distintas en los sufrimientos de Cristo: primero, aquello que Él sufrió de los
intentos de Satanás –como Hombre en conflicto con el poder del enemigo, quien
tiene dominio sobre la muerte, pero en el sentido de que se tenía en vista lo
que era de Dios– y ello en comunión con Su Padre, presentándole a Él Sus
peticiones; y en segundo lugar, aquello que Él padeció para expiar el pecado,
cuando llevó nuestros pecados y fue hecho maldición por nosotros, la copa que la
voluntad de Su Padre le había dado a beber.
Cuando hablemos
sobre el Evangelio de Juan, entraré más detalladamente en el carácter de las
tentaciones, pero ahora quisiera llamar la atención sobre el comienzo de Su vida
pública, en la cual el tentador se esforzó en hacer desviar a Jesús ofreciéndole
a la vista las seducciones de todo aquello que, como privilegio, le pertenecía a
Él, todo lo que podía ser agradable a Cristo como Hombre, respecto a lo cual Su
voluntad obraría. El enemigo fue derrotado por la perfecta obediencia de Cristo.
Él hubiera querido que Cristo, como Hijo, hubiese salido del lugar que había
tomado como siervo. Bendito sea Dios, fracasó. Cristo, por simple obediencia,
ató al hombre fuerte en cuanto a esta vida, y al regresar después en el poder
del Espíritu a Galilea despojó sus bienes. Quitar el pecado y llevarlos todos
ellos, era otra cuestión. En Getsemaní regresa, valiéndose del temor de la
muerte para angustiar el corazón del Señor. Él debía gustar la muerte; y la
muerte no era sólo el poder de Satanás sino el juicio de Dios sobre el hombre,
si éste quería ser librado de ella, pues era la porción del hombre. Y Él solo,
por haber bajado a la muerte, pudo romper sus cadenas. Él devino Hombre para que
el hombre pudiera ser liberado y glorificado incluso. La angustia de Su alma fue
completa. «Mi alma se halla angustiada, hasta la muerte». Así, su alma fue lo
que el alma de un hombre debía de experimentar ante la presencia de la muerte,
cuando Satanás lanza todo su poder en ella, con la copa del juicio de Dios
todavía sin vaciar. Sólo Él fue perfecto en ella. Era una parte de Su perfección
sometida a prueba, en todo lo que era posible para el hombre. Pero con lágrimas
y grandes súplicas, Él hace Sus peticiones a Aquel que tenía poder para salvarle
de la muerte. Por momentos aumentaba Su agonía: al presentársela a Dios, se
volvía más aguda. Éste es el caso en nuestros pequeños conflictos. Pero así,
todo queda zanjado conforme a la perfección delante de Dios. Su alma penetra en
ella con Dios; Él ora con más fervor. Es ahora evidente que esta copa –que Él
pone ante los ojos de Su Padre cuando Satanás se la presenta a Él como el poder
de la muerte en Su alma– debe ser bebida. Beberla no es otra cosa que perfecta
obediencia, en lugar del poder de Satanás. Pero debe ser bebida en realidad; y
sobre la cruz Jesús, el Salvador de nuestras almas, entra en la segunda fase de
Sus sufrimientos. Baja a la muerte en el juicio de Dios, la separación del alma
de la luz de Su semblante. Todo aquello que un alma gozaba, la comunión con
Dios, podía sufrir que se le privase de ella, y el Señor sufrió según la medida
perfecta de la comunión que fue interrumpida. Aun así, dio gloria a Dios: «Pero
tú eres santo, tú que habitas las alabanzas de Israel». La copa –voy a omitir
los insultos y escarnios de los hombres, pudiendo pasarlos por alto– fue bebida.
¿Quién podría contar los horrores de este sufrimiento? Los verdaderos dolores de
la muerte, entendidos como Dios los entendía, sentidos divinamente por un Hombre
que dependía de esa presencia como hombre. Pero todo es consumando; y lo que
Dios demandaba del pecado fue hecho –agotado, Él fue glorificado por ello; de
manera que sólo le queda bendecir a quienquiera que viene a Él por Cristo, quien
está vivo y fue muerto, y que vive para siempre Hombre, para siempre Dios.
Los sufrimientos de Cristo en Su cuerpo –reales como lo fueron–, los insultos y los reproches de los hombres, no fueron más que el prólogo de Su aflicción, la cual, privándole como Hombre de todo consuelo, le condujo plenamente al lugar de juicio bajo pecado, a Sus sufrimientos45 en relación con el juicio del pecado, cuando el Dios que hubiera sido Su pleno alivio fue, al abandonarle, la fuente de dolor que dejó todo lo demás velado y olvidado.
. . . . . . Volver a los ESTUDIOS . . . . . .
. . . . . . Volver a la página principal . . . . . .
Referencias
32 Obsérvese aquí que el corazón persigue su tesoro. No es como dicen los hombres, que donde está tu corazón está tu tesoro, sino «donde esté vuestro tesoro, también estará vuestro corazón». Volver a nota 32
33 Aquí tenemos la porción celestial de aquellos que esperan al Señor durante Su ausencia. Es el carácter del verdadero discípulo en su aspecto celestial, así como el servicio es su lugar sobre la Tierra.
Nótese también que el señor fue un Siervo aquí abajo. Según Juan 13, Él deviene un siervo cuando asciende al cielo, un Abogado, para lavar nuestros pies. En este lugar, Él se hace siervo para nuestra bendición en el cielo. En Éxodo 21, si el siervo que había cumplido su servicio no deseaba marcharse, era presentado a los jueces, y era sujetado a la puerta por una lesna que le perforaba el oído como señal de perpetua servidumbre. Jesús llevó a cabo Su servicio perfectamente para Su Padre al final de Su vida sobre la Tierra. En el Salmo 40, Su «oídos fueron horadados» –es decir, un cuerpo preparado, el cual es la posición de obediencia: comparar Filipenses 2. Esto es la encarnación. Ahora, Su servicio había concluido en Su vida sobre la Tierra como Hombre, pero Él nos amó demasiado –amó a Su Padre demasiado en el carácter de siervo– como para abandonar este carácter; y en Su muerte, Su oído, según Éxodo 21, fue perforado, y Él devino un siervo para siempre –un Hombre para siempre– para lavarnos los pies: y a partir de aquí en el cielo, cuando nos tomará a Sí mismo conforme al pasaje que estamos considerando. ¡Qué gloriosa escena del amor de Cristo! Volver a nota 33
34 Cuán bendito es ver aquí, sea cual fuere el mal en el hombre, que después de todo cada cosa lleva al cumplimiento de los consejos de Su gracia. La incredulidad del hombre hizo retener el amor divino en el corazón de Cristo, sin ser debilitado, por cierto, pero incapaz de mostrarse y expresarse. Pero su efecto pleno sobre la cruz lo hizo mostrarse sin obstáculo alguno, en la gracia que reina por la justicia, hacia los más ruines. Es un pasaje de lo más singular y bendito. Volver a nota 34
35 Resumamos en esta nota el contenido de estos dos capítulos, para entender mejor su enseñanza. En el primero (12) el Señor habla como quien quiere desvincular de este mundo los pensamientos de todos –habla a los discípulos atrayéndolos hacia Aquel que tenía poder sobre el alma así como sobre el cuerpo, y les anima con el conocimiento del fiel cuidado de su Padre, y de Sus propósitos para darles el reino. Mientras, habían de ser extranjeros y peregrinos, sin mostrarse ansiosos ante lo que sucedía alrededor –a la multitud les habla mostrándoles que el hombre más dichoso no podía asegurar lo largos que iban a ser sus días. Pero Él añade algo positivo. Sus discípulos habían de esperarle cada día, constantemente. No sólo el cielo sería su porción, sino que allí también poseerían todas las cosas. Ésta es la parte celestial de la Iglesia al regreso del Señor. Sirviéndole hasta que vuelva –un servicio que precisa una vigilancia incesante, llegando entonces Su turno de venir a servirlos. Seguidamente tenemos su herencia, y el juicio de la Iglesia profesante y del mundo. Su enseñanza creó división, en lugar de establecer el reino en poder. Pero había de morir. Esto nos lleva a otro asunto: el juicio actual de los judíos. Ellos estaban en el camino, con Dios, hacia el juicio (cap. 13). El gobierno de Dios no se manifestaría identificando a los impíos en Israel mediante la acción de juicios aislados. Todos perecerían si no se arrepentían. El Señor estaba cuidando de la higuera para el año final, y si el pueblo de Dios no producía fruto, echaba a perder Su vergel. El fingir obediencia a la ley, opuesto a la presencia de un Dios en medio de ellos, –Aquel que les había dado la ley–, era hipocresía. El reino no iba a ser establecido manifestándose el poder del Rey sobre la Tierra, sino que tenía que crecer de una minúscula semilla hasta que deviniera un enorme sistema de poder, y una doctrina la cual, como sistema, penetraría toda la masa. Sobre la pregunta que se le hizo de si el remanente era numeroso, Él insiste en que hay que entrar por la puerta estrecha de la conversión, y de la fe en Él mismo, pues muchos procurarían entrar en el reino y no podrían: una vez que el Maestro de la casa se hubiera levantado y cerrado la puerta –es decir, Cristo siendo rechazado de en medio de Israel–, en balde dirían que Él estuvo en sus ciudades. Los hacedores de maldad no entrarían en el reino. El Señor está hablando aquí totalmente acerca de los judíos. Ellos verían a los patriarcas, los profetas –incluso gentiles de todas partes– en el reino, y ellos estarían fuera. A pesar de haberse consumado el rechazo de Cristo, la destitución de Él no dependió de la voluntad del hombre ni del falso rey que procuraba, con la información de los fariseos, librarse de Él. Los propósitos de Dios, y, ¡ay!, la maldad del hombre, se consumaron a la par. Jerusalén tenía que llenar la medida de su iniquidad, y no podía ser que un profeta muriese si no era en sus recintos. Pero más tarde, el someter a prueba al hombre en su responsabilidad, concluye en el rechazo de Jesús. Él habla en un lenguaje conmovedor y magnífico, como Jehová mismo. ¡Cuántas veces este Dios de bondad hubiera querido juntar a los hijos de Sion bajo Sus alas, y no quisieron! Hasta donde dependía de la voluntad humana, fue una completa separación y desolación. Y de hecho fue así. Todo había terminado para Israel con respecto a Jehová, pero no para Jehová con respecto Israel. Era la parte del profeta confiarse en la fidelidad de su Dios –sabiendo que no podía fallar y que, si los juicios venían, lo harían por un poco de tiempo– y decir: «¿Hasta cuándo?» (Isaías 6:11; Salmo 79:5). La angustia es total cuando no se tiene fe, sin haber nadie a quien decir «¿Hasta cuándo?» (Salmo 74:9). Pero aquí, el mismo gran Profeta es rechazado. Pese a afirmar Sus derechos de gracia, como Jehová, les declara, sin haberles preguntado, el fin de su desolación: «De ningún modo me veréis, hasta que llegue el tiempo en que digáis: Bendito el que viene en nombre del Señor». Esta repentina manifestación de los derechos de Su divinidad, en gracia además, cuando acerca de su responsabilidad todo se hallaba perdido a pesar de su providencial cultura, supera en belleza. Es Dios mismo el que aparece al fin de todas Sus relaciones. Vemos de esta recapitulación que el capítulo 12 nos da la porción celestial de la iglesia, el cielo, y la vida futura: el capítulo 13 añade –con los versículos 54-59 del capítulo 12– el gobierno de Israel y el de la Tierra, con la forma exterior de aquello que los sustituiría aquí abajo. Volver a nota 35
36 Los capítulos 15 y 16 presentan la soberana energía de la gracia, sus frutos y sus consecuencias, en contraste con toda la aparente bendición terrenal, y el gobierno de Dios sobre la Tierra en Israel, así como el viejo pacto. El capítulo 14, antes de abordar esta completa revelación, nos muestra el lugar que debemos ocupar en un mundo como éste, teniendo en cuenta la justicia galardonadora, el juicio que se ejecutará cuando Él vuelva. La propia exaltación en este mundo conduce a la humillación. La propia humillación –ocupando el lugar más bajo conforme a lo que somos, por una parte, y por otra, actuando en amor– conduce a la exaltación de parte de Aquel que juzga moralmente. Después de esto, hemos presentado ante nosotros la responsabilidad que emana de la presentación de la gracia, y aquello que es tan difícil en un mundo como éste. En una palabra, existiendo ahí el pecado, la propia exaltación ministra en favor de éste; es egoísmo, y el amor del mundo en el que se desenvuelve. Uno se hunde moralmente al estar lejos de Dios. Cuando el amor está en acción, representamos a Dios a los hombres de este mundo. Sin embargo, es en sacrificio de todo que devenimos Sus discípulos. Volver a nota 36
37 El caso del ciego en Jericó es, como ya vimos, el comienzo –en todos los Evangelios sinópticos– de los últimos sucesos de la vida de Cristo. Volver a nota 37
38 En Lucas, la llegada a Jericó es afirmada como un hecho general, en contraste con Su viaje general, que tiene en vista desde el capítulo 9:51. En realidad, fue saliendo de Jericó que Él vio al ciego. El hecho general es todo lo que tenemos aquí, para dar a toda la historia, a Zaqueo y a todo, su lugar moral. Volver a nota 38
39 No dudo de que Zaqueo se presenta ante Jesús de la manera que él era habitualmente, antes de que Jesús viniera a él. No obstante, la salvación vino ese día a su casa. Volver a nota 39
40 Existen elementos del más profundo interés que aparecen al comparar este Evangelio con otros en este pasaje. Son elementos que muestran el carácter de este Evangelio del modo más sorprendente. En Getsemaní, tenemos el conflicto del Señor manifestado más plenamente en Lucas que en cualquier otra parte; pero en la cruz vemos Su superioridad en los sufrimientos que aguantaba. No se hace ninguna expresión de ellos. Está sobre ellos. No es como en Juan, el lado divino de esta escena. Allí, en Getsemaní, no vemos ninguna agonía, pero cuando se nombra a Sí mismo, ellos retroceden y caen al suelo. Sobre la cruz, no es «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?», sino que entrega Su espíritu a Dios. Esto no es así en Lucas. En Getsemaní tenemos al Hombre de dolores, un Hombre sintiendo hondamente lo que se presentaba ante Él, y mirando a Su Padre. «Agonizando, oraba encarecidamente». En la cruz, tenemos a Uno que como Hombre se sujetó a la voluntad de Su Padre, en la tranquilidad que sobre todo dolor y sufrimiento sobrepasaba todo. Les dice a las enlutadas mujeres que no llorasen por Él, el árbol verde, sino por ellas mismas, pues se acercaba el juicio. Él ora por aquellos que le crucificaban; habla paz y gozo celestial al pobre ladrón que se convirtió; Él se dirigía al Paraíso antes de que viniera el reino. Lo mismo se ve especialmente sobre el hecho de Su muerte. No es como en Juan, donde dio Su espíritu, sino: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». El encomienda Su espíritu en la muerte, como un Hombre que conoce y cree en Dios Su Padre, a Aquel a quien así conocía. En Mateo tenemos el abandono de Dios y el significado de ello. Este carácter del Evangelio, que revela a Cristo distinguiéndole como Hombre perfecto, y como el Hombre perfecto, está lleno del más profundo interés. Él pasó por sus dolores con Dios, y después en perfecta paz de alma se sobrepuso a ellos; la confianza en Su Padre, perfecta, incluso a la muerte –una senda no penetrada por el hombre hasta entonces, y para no serlo nunca por parte de los santos. Si el Jordán se desbordaba en el tiempo de la cosecha, el arca en la profundidad del río lo convertía en una vía seca hacia la herencia del pueblo de Dios. Volver a nota 40
41 Es muy extraordinario ver el modo en que Cristo afrontó, conforme a la perfección divina, cada circunstancia en la que estuvo. Éstas sólo hacían que exhibir esta perfección. Él las sintió todas, y no fue gobernado por ninguna, pero las afrontó –siempre Él. Esto verdaderamente cierto fue mostrado espléndidamente aquí abajo. Ora con el más pleno sentimiento de lo que se le aproximaba –la copa que tenía que beber–, se vuelve y les avisa, y reprende tiernamente a Pedro, como caminando por Galilea, sobre la flaqueza de la carne; vuelve después a sumirse en una agonía más profunda con Su Padre. La gracia le hizo predispuesto para con Pedro, la agonía en la presencia de Dios; Él fue todo gracia para con Pedro –en agonía ante la perspectiva de la copa. Volver a nota 41
42 La palabra «desde ahora en adelante», debería decir «desde a partir de ahora». Es decir, que desde aquel momento ellos no le verían más en humillación, sino como el Hijo del Hombre en poder. Volver a nota 42
43 Esta culpa voluntariosa de los judíos también se destaca con rigor en el Evangelio de Juan, es decir, su culpa nacional. Pilato los trata con desprecio; y allí es cuando dicen «No tenemos más rey que César». Volver a nota 43
44 ¡Nada es más conmovedor que la manera en que Él cultivó su confianza como Aquel a quien habían conocido, el Hombre, un verdadero hombre –aunque con un cuerpo espiritual– como lo había sido antes! «Tocadme, y ved que yo mismo soy». Bendito sea Dios, para siempre Hombre, el mismo que fue conocido en amor vivo en medio de nuestras flaquezas. Volver a nota 44
45 El Salmo 22 es Su apelación a Dios desde la violencia y la impiedad del hombre, hallándose Él abandonado y hecho pecado ante Sus ojos, pero perfecto. Cristo sufrió todo del hombre –hostilidad, injusticia, deserción, negación, traición, y después, confiando en Dios, abandono. ¡Pero qué espectáculo del Hombre justo que puso Su confianza en Aquel tener que declarar abiertamente a todos, al final de Su vida, que Él fue abandonado por Dios! Volver a nota 45