— EL EVANGELIO SEGÚN LUCAS —(Capítulos 1-11)
introducción
El Evangelio de Lucas nos presenta al
Señor en el carácter de Hijo del Hombre, revelando a Dios en gracia liberadora
entre los hombres. Por ello la operación actual de gracia y su efecto están más
referidas, aun el tiempo profético presente, no a la sustitución de otras
dispensaciones como en Mateo, sino a la salvífica gracia celestial. En primer
lugar, sin duda –y precisamente porque Él tiene que ser revelado como hombre, y
en gracia a los hombres–, le hallamos preliminarmente en la exquisita
descripción del remanente fiel, presentado a Israel, a quienes había sido
prometido, y éstos en relación con Aquel que vino a este mundo. Pero después
este Evangelio presenta los principios morales que se aplican al hombre,
quienquiera que sea, al tiempo que manifiesta a Cristo momentáneamente en medio
de ese pueblo. Este poder de Dios en gracia, se manifiesta de varias maneras en
su aplicación a las necesidades del hombre. Tras la transfiguración, la cual es
explicada en la narración de Lucas1
mucho antes que en los otros Evangelios, hallamos el juicio de aquellos que
rechazaron al Señor, y el carácter celestial de la gracia que, a causa de ser
celestial, se dirige a las naciones, a los pecadores, sin hacer mención especial
de los judíos, omitiendo los principios legales de acuerdo a lo que estos
últimos pretendían ser, y en cuanto a su posición exterior, fueron llamados
desde el principio a estar en el Sinaí en relación con Dios. Las promesas
incondicionales a Abraham y la profética confirmación a ellos acerca de éstas,
era otro asunto. Estas promesas serán consumadas en gracia, y eran para que
cualquiera se aferrara a ellas por la fe. Después de esto, vemos aquello que
debía suceder a los judíos conforme al justo gobierno de Dios, y, al final, el
relato de la muerte y resurrección del Señor, consumando la obra de la
redención. Hay que observar que el Evangelio de Lucas –el cual pone moralmente
aparte el sistema judío e introduce al Hijo del Hombre como Aquel que está lleno
de toda la plenitud de Dios que habita en Él corporalmente, como el hombre
delante de Dios, según Su mismo corazón, y centro de un sistema moral mucho más
extenso que el del Mesías entre los judíos–, ocupado con estas nuevas relaciones
–antiguas, de hecho, con respecto a los consejos de Dios– Lucas nos ofrece los
hechos concernientes a la relación del Señor con los judíos, reconocidos en el
remanente fiel de ese pueblo, con mucha más evidencia que los otros
evangelistas, así como también las pruebas de Su misión a ese pueblo al venir al
mundo. Estas pruebas deberían haber atraído su atención para fijarla sobre el
Niño que nació entre ellos.
En Lucas, como digo, aquello que caracteriza a la narrativa y le otorga su peculiar interés a este Evangelio, es la presentación ante nosotros de aquello que Cristo es en Sí mismo. No es su gloria oficial, una posición relativa que Él asumió; ni es la revelación de Su naturaleza divina como tal; ni tampoco Su misión como el gran Profeta. Es Él mismo, como lo fue bajo Hombre sobre la Tierra –la Persona que yo debería haber hallado cada día si hubiera vivido en Judea en aquella época, o en Galilea.
Capítulo 1
Me gustaría señalar que el estilo de
Lucas, el cual puede hacer más fácil el estudio de este Evangelio al lector,
presenta un conjunto de hechos en una afirmación por lo general corta, y luego
se explaya en algún hecho aislado en donde son manifestados principios morales y
la gracia
Muchos han intentado dar una explicación a
aquello recibido a través del hilo histórico entre los cristianos, tal como fue
relatado a ellos por los compañeros de Jesús. Lucas bien lo sabía –habiendo
seguido estas cosas desde el principio y obtenido un conocimiento preciso
respecto a ellos– para escribir metódicamente a Teófilo, a fin de que pudiera
tener la certeza de aquellas cosas en las que Lucas había sido instruido. Es así
que Dios ha provisto para la enseñanza de toda la Iglesia en la doctrina
contenida en la figura de la vida del Señor, adornada por este hombre de Dios,
quien, personalmente motivado por principios cristianos fue guiado e inspirado
por el Espíritu Santo para el bien de todos los creyentes2.
En el versículo 5, el evangelista comienza
con las primeras revelaciones del Espíritu de Dios respecto a estos
acontecimientos, de los que dependían totalmente la condición del pueblo de Dios
y la del mundo, y en los cuales Dios iba a glorificarse para toda la eternidad.
Pero de pronto nos hallamos en la
atmósfera de los sucesos judíos. Las ordenanzas judías del Antiguo Testamento, y
los pensamientos y esperanzas que conllevaban, forman el marco en que este
solemne acontecimiento tiene lugar. Herodes, rey de Judea, provee la fecha. Y es
un sacerdote, justo y sin culpa, perteneciente a una de las veinticuatro clases,
el que encontramos en los primeros pasos de nuestro camino. Su esposa era de las
hijas de Aarón; y estas dos personas rectas caminaban en los mandamientos y
ordenanzas del Señor (Jehová) sin mancha. Todo era correcto delante de Dios,
conforme a Su ley en el sentido judío. Pero no gozaban de la bendición que cada
judío deseaba: carecían de hijos. No obstante, ello era conforme, podemos decir,
a los habituales propósitos de Dios en el gobierno de Su pueblo para consumar Su
bendición al tiempo que manifestase la debilidad del instrumento –una debilidad
que se llevaba toda esperanza según los principios humanos. Tal fue la historia
de todas las Saras, las Rebecas, las Anas y muchas más, de quienes la Palabra
nos da a conocer para nuestra enseñanza en los caminos de Dios.
Esta bendición era con frecuencia puesta
en oración por parte del fiel sacerdote; pero hasta ahora la respuesta se había
demorado. Sin embargo, en el momento en que ejercitaba su ministerio como de
costumbre, Zacarías se acercó para quemar incienso, el cual, según la ley, había
de subir como olor grato delante de Dios –un tipo de la intercesión del Señor–,
y mientras el pueblo pedía fuera del lugar santo, el ángel del Señor se aparece
al sacerdote a la derecha del altar del incienso. A la vista de este glorioso
personaje, Zacarías queda atónito, pero el ángel le anima declarándole que él
iba a ser el portador de buenas nuevas. Le anunció que sus oraciones, tanto
tiempo dirigidas en balde a Dios, fueron concedidas. Elisabet concebiría a un
hijo, y el nombre que llevaría sería «el favor de Jehová», una fuente de gozo y
alegría para Zacarías. Su nacimiento sería ocasión para la acción de gracias de
la mayoría. Pero esta concesión no fue meramente la del hijo de Zacarías. El
niño fue la dádiva de Dios, y debería ser grande delante de Él. Debería ser
nazareo, lleno del Espíritu Santo, desde el vientre de su madre: y a muchos de
los hijos de Israel haría volver al Señor su Dios. Debería preceder al Señor en
el espíritu de Elías, y con el mismo poder para restablecer el orden moral en
Israel desde sus mismas raíces, para hacer volver a los desobedientes a la
sabiduría de los justos y preparar a un pueblo para el Señor.
El espíritu de Elías fue un firme y
ardiente celo para la gloria de Jehová, para el establecimiento o el
restablecimiento de las relaciones entre Israel y Jehová. Su corazón estaba
unido a este vínculo entre el pueblo y su Dios, conforme a la fortaleza y a la
gloria de la misma unión, pero en el sentido de su condición caída y según los
derechos de Dios en referencia a estas relaciones. El espíritu de Elías –aunque
fuera la gracia de Dios hacia Su pueblo la que le envió–, era en cierto sentido
un espíritu legal. Afirmaba los derechos de Jehová en juicio. Era la gracia
abriendo la puerta al arrepentimiento, pero no a la gracia soberana de la
salvación, pese a ser la vía preparada al respecto. Es en la fuerza moral de
este llamamiento a arrepentirse que Juan es aquí comparado con Elías, al hacer
regresar a Israel a Jehová. Y de hecho Jesús era Jehová.
Pero la fe de Zacarías en Dios y en Su
bondad, no estuvo a la altura de su ruego –ay, qué caso más común–, y cuando
éste es concedido en un momento que se requería la intervención de Dios para
cumplirse su deseo, no es capaz de caminar en los pasos de un Abraham o una Ana,
y pregunta cómo tendría lugar esta cosa.
Dios, en Su bondad, muda la falta de fe de
Su siervo en un instructivo castigo para él mismo, y en una prueba para el
pueblo acerca de que Zacarías había sido visitado de lo alto. Se queda mudo
hasta que la Palabra del Señor sea cumplida; y las señales que muestra al
pueblo, maravillado de que permaneciera tanto tiempo en el santuario, les da la
explicación de esta razón.
La Palabra de Dios se cumple en bendición
para él. Elisabet, reconociendo la buena mano de Dios sobre ella con un tacto
propio de su piedad, se dirige a su retiro. La gracia que la bendijo no la
volvió insensible para con lo que constituía una vergüenza en Israel, y para con
lo que, aunque fuesen quitadas en cuanto al hombre, dejó sus marcas en las
circunstancias sobrehumanas por las cuales fue cumplida. Existía una rectitud de
mente en todo ello, la cual convenía a una mujer santa. Pero aquello que es
justamente ocultado del hombre, conserva todo su valor a los ojos de Dios, y
Elisabet es visitada en su confinamiento por la madre del Señor. Aquí cambia la
escena para presentar al mismo Señor en esta maravillosa historia que se abre
ante nuestros ojos.
Dios, quien había preparado todo de antemano, manda anunciar ahora el nacimiento del Salvador a María. En el último lugar que el hombre hubiera escogido para el propósito de Dios –un lugar cuyo nombre a los ojos del mundo bastaba para condenar a aquellos que procedían de él– una doncella, desconocida para todos los que eran afamados en el mundo, estaba desposada con un pobre carpintero. Se llamaba María. Todo era confusión en Israel: el carpintero era de la casa de David. Las promesas de Dios –el cual no olvida nunca, ni descuida a aquellos que tiene por objeto– hallaron aquí la esfera para su cumplimiento. Aquí el poder y los afectos de Dios son guiados, conforme a su energía divina. Tanto si Nazaret era grande como pequeña, no tenía importancia, excepto para mostrar que Dios no espera nada del hombre, sino que es el hombre quien espera de Dios. Gabriel es enviado a Nazaret a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David.
La dádiva de Juan a
Zacarías fue una respuesta a sus oraciones –Dios fiel en Su bondad hacia Su
pueblo, que esperaba en Él.
Pero ésta es una visitación de soberana
gracia. María, un vaso escogido para este propósito, halló gracia a los ojos de
Dios. Fue favorecida3
por la gracia soberana –bendita entre las mujeres. Podía concebir y dar luz a un
Hijo, al cual llamaría Jesús. Éste había de ser grande, y llamado el Hijo del
Altísimo. Dios le daría el trono de Su padre David y reinaría sobre la casa de
Jacob para siempre, y Su reinado no tendría fin.
Se observará aquí que, el objeto que el
Espíritu Santo presenta ante nosotros es el nacimiento del Niño, como iba a
serlo en este mundo, dado a luz por María –Aquel que había de nacer.
La enseñanza dada por el Espíritu Santo
sobre este punto se divide en dos partes: primero, aquello que había de ser el
nacimiento del Niño; y segundo, la manera de Su concepción y la gloria que
seguiría como resultado. No es simplemente la naturaleza divina de Jesús la que
es presentada, el Verbo que era Dios, el Verbo hecho carne; sino lo que fue
nacido de María y el modo en que había de tener lugar. Sabemos bien que se trata
del mismo precioso y divino Salvador de quien habla Juan, el cual tenemos aquí
delante. Pero Él aquí nos es presentado bajo otro aspecto, de un interés más
infinito para nosotros. Debemos considerarle tal como le presenta el Espíritu
Santo, nacido de la virgen María en este mundo de lamentos.
Fue un niño concebido realmente en el
vientre de María, quien le dio a luz en el momento que Dios había asignado para
la naturaleza humana. Transcurrió el tiempo de costumbre antes del nacimiento.
Hasta entonces, ello no nos habla de la manera. Es el hecho mismo el que tiene
una importancia inconmensurable y nada extrema. Él era realmente y
verdaderamente Hombre, nacido de una mujer como lo fuimos nosotros –no en cuanto
al origen y al modo de Su concepción, que no estamos tratando aún, sino en
cuanto a la realidad de Su existencia como Hombre. Él era realmente y
verdaderamente un ser humano. Pero había otras cosas relacionadas con la Persona
de Aquel que había de nacer, las cuales también nos son presentadas. Sería
llamado Jesús, es decir, Jehová el Salvador. Debería manifestarse en este
carácter y con este poder. Así era Él.
Esto no está aquí relacionado con el hecho «pues él salvará a su pueblo de sus pecados», como en Mateo, donde se trataba de la manifestación a Israel del poder de Jehová, de su Dios, en la consumación de las promesas hechas a este pueblo. Aquí vemos que Él tiene un derecho a este nombre; pero este título divino permanece oculto bajo la forma de un nombre persona, pues es el Hijo del Hombre quien es presentado en este Evangelio, cualquiera que sea Su poder divino. Aquí se nos dice «Él» –Aquel que había de nacer– «había de ser grande» y –nacido en este mundo– «había de ser llamado el Hijo del Altísimo». Él había sido el Hijo del Padre antes de que el mundo fuese; pero este Niño, nacido sobre la Tierra, debía llamarse –tal como lo fue aquí abajo– el Hijo del Altísimo: un título a cuyo derecho apelarían Sus actos, y todo lo que manifestase qué era Él. Un precioso pensamiento para nosotros, lleno de gloria, un hijo nacido de una mujer, llevando legítimamente este nombre: «Hijo del Altísimo» –supremamente glorioso para Uno que está en la posición de un hombre, y realmente fue así en presencia de Dios.
Pero aún había más relacionado con Aquel
que había de nacer. Dios le daría el trono de Su padre David. Aquí nuevamente
vemos que Él es considerado ya nacido, y hombre en este mundo. El trono de Su
padre David le pertenece. Dios se lo dará. Por derecho natal, Él es el heredero
de las promesas terrenales que, como el reino, pertenecen a la familia de David;
pero todo sería en conformidad a los consejos y al poder de Dios. Él reinaría
sobre la casa de Jacob –no solamente sobre Judá, y en la debilidad de un poder
transitorio y una vida efímera, sino por todos los siglos. Y de su reinado no
habría fin. Como Daniel ha predicho efectivamente, nunca sería este reino tomado
por otro, ni se transferiría a otra persona. Sería establecido según los
consejos de Dios que son inmutables, y de acuerdo a Su poder, el cual nunca
falla. Hasta que Él entregara el reino a Dios el Padre, había de ejercer una
realeza que nadie disputase, que el pudiera entregar –siendo todas las cosas
cumplidas– a Dios, pero cuya gloria moral nunca declinara en Sus manos.
Tal había de ser el Hijo nacido
–verdadera, aunque milagrosamente, nacido como Hombre. Para aquellos que
pudieran comprender Su nombre, era Jehová el Salvador.
Había de ser el Rey sobre la casa de Jacob
conforme a un poder que nunca menguaría ni fallaría, hasta que como Dios se
viera mezclado con el poder eterno de Dios.
El gran sujeto de la revelación es que el
Hijo debía ser concebido y nacer; el resto es la gloria que le pertenecería
después de nacido.
Pero es la concepción la que María no
comprende. Dios le permite que pregunte al ángel de qué modo ocurriría. Su
pregunta fue según Dios se propuso. No creo que se tratara de ninguna falta de
fe aquí. Zacarías había estado orando constantemente por un hijo –era sólo
cuestión de la bondad y del poder de Dios para adjudicar esta petición– y fue
concedida por la positiva declaración de Dios hasta el punto en que él sólo
debería permanecer confiado. No confió en la promesa de Dios. Fue sólo el
ejercicio del portentoso poder de Dios en el orden natural de las cosas. María
pregunta, con santa confianza, puesto que Dios la había favorecido, cómo se
cumpliría todo fuera del orden natural. De su cumplimiento ella no dudaba (véase
el vers. 45: «Bienaventurada», dice Elisabet, «es la que cree».). Ella pregunta
cómo se realizará, pues se haría fuera del orden de la naturaleza. El
ángel procede con su comisión, dándole a conocer la respuesta de Dios a su
pregunta también. En los propósitos de Dios, esta pregunta permitió que se
revelara la concepción milagrosa por la respuesta recibida.
El nacimiento de Aquel que ha caminado
sobre esta Tierra era la cuestión, Su nacimiento de la virgen María. Él era
Dios, devino Hombre. Pero aquí es la manera de Su concepción en devenir un
Hombre sobre la tierra. No se afirma lo que Él era, sino la concepción milagrosa
de Aquel que nació, tal como fue en el mundo. El Espíritu Santo vendría sobre
ella –actuaría en poder sobre este vaso de barro, sin su voluntad o la voluntad
de ningún hombre. Dios es la fuente de la vida del Hijo prometido a María,
nacido en este mundo y por Su poder. Él nace de María, de esta mujer escogida
por Dios. El poder del Altísimo la cubriría, y aquello que nacería de
ella sería llamado el Hijo de Dios. Santo en Su nacimiento, concebido por la
intervención del poder de Dios actuando sobre María –un poder que fue la fuente
divina de Su existencia sobre la Tierra, como hombre–, aquello que de este modo
recibió su ser de María, el fruto de su vientre, aunque en este sentido
recibiera el título de Hijo de Dios. La Cosa Santa que nacería de María sería
llamada el Hijo de Dios. No se trata aquí de la doctrina de las relaciones
eternas del Hijo con el Padre. El evangelio de Juan, la epístola a los Hebreos,
a los Colosenses, establecen esta verdad preciosa, demostrando su importancia.
Pero aquí es aquello que nació en virtud de la concepción milagrosa, lo que es
llamado sobre ese terreno el Hijo de Dios.
El ángel le anuncia la bendición otorgada
a Elisabet a través del poder omnipotente de Dios; y María se inclina ante la
voluntad de su Dios –el sumiso objeto de Su propósito, y en su piedad reconoce
una altura y grandeza en estos propósitos que sólo le dejaron, instrumento
pasivo de ella, su lugar de sujeción a la voluntad de Dios. Ésta fue su gloria,
mediante el favor de su Dios. Era propio de ello que siguieran maravillas que
dieran un testimonio justo de esta maravillosa intervención de Dios. La
comunicación al ángel no fue infructuosa en el corazón de María; y con su visita
a Elisabet, ella reconoce los maravillosos tratos de Dios. La piedad de la
virgen se manifiesta aquí emotivamente. La extraordinaria intervención de Dios
la hizo sentirse humilde, y no la elevó. Ella vio a Dios en lo que había
acontecido, y no a sí misma. Por el contrario, las grandezas de estas maravillas
llevaron a Dios tan cerca de ella como para que quedara oculta de sí misma. Se
entregó a Su santa voluntad, y Dios tenía lugares suficientemente amplios en sus
pensamientos sobre este asunto para no dar ninguna satisfacción al yo.
La visita de la madre de su Señor a
Elisabet fue algo natural en ella, pues el Señor visitó ya a la mujer de
Zacarías. El ángel se lo había contado. Ella se preocupa por estas cosas de
Dios, pues Dios estaba cerca de su corazón por la gracia que le había visitado.
Llevada por el Espíritu Santo, de corazón y afecto, la gloria perteneciente a
María en virtud de la gracia de Dios que la había elegido para ser madre de su
Señor, es reconocida por Elisabet hablando por el Espíritu Santo. También
reconoce la piadosa fe de María, y le anuncia el cumplimiento de la promesa que
recibió –todo lo cual tuvo lugar, siendo un testimonio como señal dada a Aquel
que había de nacer en Israel y entre los hombres.
El corazón de María se derrama entonces en
gratitud. Reconoce a Dios su Salvador en la gracia que la ha llenado de gozo, y
su indigno lugar–una figura de la condición del remanente de Israel–; aquello
propició la intervención de la grandeza de Dios con un total testimonio de que
todo era de Él. Cualquiera que sea la piedad apta para el instrumento que Él
utilizó, y que se hallaba realmente en María, fue en proporción a la manera en
que ella escondiera el hecho de que fuera grande entre las mujeres; pues
entonces Dios era todo, siendo a través de ella que Él intervino para la
manifestación de Sus maravillosos caminos. Ella perdía su lugar si intentaba
algo por sí misma, pero en realidad no lo hizo. La gracia de Dios la guardó, a
fin de que Su gloria pudiera manifestarse plenamente en este suceso divino. Ella
reconoce Su gracia, pero reconoce también que todo es gracia hacia ella.
Se observará aquí que, en el carácter y la
aplicación de los pensamientos que llenan su corazón, todo tiene un matiz judío.
Podemos comparar el cántico de Ana, que proféticamente celebraba esta misma
intervención. Véanse también los versículos 54 y 55. Retrocede a las promesas
hechas a los padres, no a Moisés, e incluye a todo Israel. Es el poder de Dios
que obra en medio de la debilidad, cuando no hay recursos y todo es contrario a
ella. Tal es el momento que favorece a Dios, y, para el mismo fin, a los nulos
instrumentos, para que Dios pueda serlo todo.
Es extraordinario que no se nos diga que
María era llena del Espíritu Santo. Según me parece, esto es una distinción
honorable para ella. El Espíritu Santo visitó a Elisabet y Zacarías de un modo
excepcional. Pero aunque no dudamos de que María estaba bajo la influencia del
Espíritu de Dios, era un efecto más interior y más relacionado con su propia fe,
con su piedad, con las relaciones más habituales de su corazón con Dios –que
fueron formadas por esta fe y por esta piedad– y que se expresaba
consecuentemente más que sus propios sentimientos. Es la gratitud por la gracia
y el favor conferidos a ella, la humilde, y ello en relación con las esperanzas
y bendiciones de Israel. En todo esto me consta una armonía muy sorprendente en
relación con el fabuloso favor otorgado a ella. Repito, María es tanto más
grande cuando no lo es; pero es agraciada por Dios de manera sin igual, y todas
las generaciones la llamarán bienaventurada.
Pero su piedad, y su expresión en este
cántico, siendo más personal, una respuesta a Dios antes que una revelación de
Su parte, está claramente limitado a aquello que era necesariamente para ella la
esfera de esta piedad –a las esperanzas y promesas dadas a Israel. Esta piedad
retrocede, como hemos visto, al punto más alejado de las relaciones de Dios con
Israel –y éstas fueron en gracia y en promesa, no ley– pero sin salirse de
ellas.
María mora tres meses con la mujer a quien
Dios había bendecido, la madre de aquel que había de ser la voz de Dios en el
desierto; y regresa para seguir humilde su propio camino, a fin de que los
propósitos de Dios pudieran realizarse.
Nada más hermoso en su clase que la escena
de la relación entre estas dos fieles mujeres, desconocidas para el mundo, pero
instrumentos de la gracia de Dios para el cumplimiento de Su propósito, glorioso
e infinito en sus resultados. Ellas se ocultan moviéndose en una escena en la
que nada entra, salvo la piedad y la gracia. Pero Dios está ahí, tan poco
conocidas por el mundo como lo eran estas pobres, preparando y realizando
aquello en lo cual los ángeles anhelan sondear en sus profundidades. Esto tiene
lugar en el país montañoso, donde vivían estas fieles parientes. Ellas se
ocultaron, pero sus corazones, visitados por Dios y tocados por Su gracia,
respondieron por su piedad mutua a estas admirables visitas de lo alto. La
gracia de Dios se reflejaba verdaderamente en la quietud de un corazón que
aceptaba Su mano y Su grandeza, confiando en Su bondad y sometiéndose a Su
voluntad. Somos favorecidos al ser admitidos en esta escena, de la cual el mundo
está excluido por su incredulidad y apartamiento de Dios, y en la que Dios así
actuó.
Pero aquello que la piedad reconoció en
secreto, a través de la fe en las visitaciones de Dios, debe finalmente hacerse
público y ser consumado a los ojos de los hombres. El hijo de Zacarías y
Elisabet nace, y Zacarías –obediente a la palabra del ángel, cesa de ser mudo–,
anuncia la venida del Vástago de David, el cuerno de la salvación de Israel, en
la casa del Rey elegido de Dios, para cumplir todas las promesas hechas a los
padres y todas las profecías por las que Dios vaticinó las bendiciones futuras
de Su pueblo. El hijo que Dios dio a Zacarías y a Elisabet, debería ir delante
del rostro del Jehová para preparar Sus caminos; pues el Hijo de David era
Jehová, el cual vino conforme a las promesas y a la Palabra con la que Dios
había proclamado la manifestación de Su gloria.
La visitación de Israel por parte de
Jehová, celebrada por boca de Zacarías, incluye toda la bendición del milenio.
Esto está relacionado con la presencia de Jesús, quien introduce en Su propia
Persona toda esta bendición. Todas las promesas son Sí y Amén en Él. Todas ellas
le circunscriben con la gloria para ser cumplida entonces, y le hacen la fuente
de la que todo tiene su origen. Abraham se gozó de ver los tiempos gloriosos de
Cristo.
El Espíritu Santo siempre lo hace así,
cuando Su sujeto es la consumación de la promesa en poder. Sigue así hasta el
pleno efecto que Dios llevará a cabo a su final. La diferencia aquí es que no se
trata ya de la proclamación de los gozos en un futuro distante, cuando un Cristo
naciera y fuera presentado para introducir sus alegrías en días aún velados por
la distancia desde la cual eran vistos. El Cristo estaba ahora a la puerta, y es
el efecto de Su presencia el que se celebra aquí. Sabemos que, habiendo sido
rechazado, y estando ahora ausente, el cumplimiento de estas cosas queda
forzosamente aplazado hasta que Él regrese; pero Su presencia producirá su
cumplimiento, y ello es anunciado como teniendo que ver con esta presencia.
Podemos resaltar aquí que este capítulo queda circunscrito a las estrechas promesas hechas a Israel, es decir, a los padres. Tenemos los sacerdotes, al Mesías, Su precursor, las promesas hechas a Abraham, el pacto de la promesa, el juramento de Dios. No es la ley, sino la esperanza de Israel viendo su cumplimiento en el nacimiento de Jesús –fundado en la promesa, el pacto, el juramento de Dios, y confirmado por los profetas. No se trata, y lo vuelvo a repetir, de la ley. Es Israel bajo bendición, no cumplida aún, pero Israel en la relación de fe con Dios, el cual iba a cumplirla. Solamente son Dios e Israel los que se tienen en vista, y lo que había sucedido en gracia entre Él y Su solo pueblo.
Capítulo 2
En este próximo capítulo cambia la escena.
En lugar de las relaciones de Dios con Israel conforme a la gracia, vemos
primero al emperador pagano del mundo –la cabeza del último imperio en Daniel–
ejerciendo su poder en tierra de Emanuel, y sobre todo el pueblo de Dios, como
si Dios los hubiera olvidado. No obstante, continuamos en presencia del
nacimiento del Hijo de David, de Emanuel mismo. Aparentemente, Él prevalece bajo
el poder de la cabeza de la bestia, bajo un imperio pagano. ¡Qué extraño estado
de cosas ha producido el pecado! Prestemos atención a que todavía tenemos la
gracia aquí: es la intervención de Dios lo que hace que todo sea manifestado. En
relación con ello, existen otras circunstancias en que haremos bien en fijarnos.
Cuando los intereses y la gloria de Jesús están en juego, todo este poder –el
cual gobierna sin el temor de Dios, y reina en el lugar de Cristo buscando su
propia gloria– toda la gloria imperial no es sino un instrumento en las manos de
Dios para el cumplimiento de Sus consejos. En cuanto al hecho público, vemos al
emperador romano ejercer autoridad despótica y pagana en el lugar donde el trono
de Dios debería estar, si el pecado del pueblo no lo hubiera impedido.
El emperador quiere tener a todo el mundo
censado, y cada uno se dirige a su ciudad. El poder del mundo se pone en
movimiento por un acto que demuestra su superioridad sobre aquellos que, como
pueblo de Dios, deberían haberse visto libres de todo excepto del inmediato
gobierno de su Dios, el cual era su gloria –un hecho que prueba la degradación
total y el servilismo del pueblo. Eran esclavos, en sus cuerpos y en sus
posesiones, de los paganos, a causa de sus pecados4.
Pero este acto sólo hace que cumplir el maravilloso propósito de Dios, haciendo
que el Salvador-Rey nazca en el pueblo donde, según el testimonio de Dios, tenía
que tener lugar este acontecimiento. Y aún más, la Persona divina que tenía que
estimular el gozo y las alabanzas del cielo, nace entre los hombres, como Hijo
en este mundo.
El estado de cosas en Israel y en el
mundo, es la supremacía de los gentiles y la ausencia del trono de Dios. El Hijo
del Hombre, el Salvador, Dios manifestado en la carne, viene a tomar Su lugar
–un lugar que la sola gracia podía hallar o tomar en un mundo que no le conoció.
El censo es tanto más extraordinario en
que tan pronto como el propósito de Dios fue cumplido, no se llevó más a cabo,
sino hasta más tarde, bajo el gobierno de Cirenio5.
El Hijo de Dios nace en este mundo, pero
en él no encuentra lugar. El mundo vive a sus anchas, o al menos por sus propios
recursos halla fácilmente un lugar, en la posada, la cual deviene una especie de
medida para el lugar del hombre en, y de recepción por, el mundo. El Hijo de
Dios no halla ninguno, excepto en el pesebre. ¿Es en vano que el Espíritu Santo
registre aquí esta circunstancia? No. No hay sitio para Dios y para lo que es de
Él, en este mundo. Tanto más perfecto entonces es el amor que le hizo descender
a esta Tierra. Pero comenzó en un pesebre y terminó en la cruz, y en su cruzar
por este mundo no tuvo dónde recostar Su cabeza.
El Hijo de Dios –un Hijo participando de
todas las debilidades y circunstancias de la vida humana, así manifestadas–
aparece en el mundo6.
Pero si Dios viene a este mundo, y un
pesebre es su cobijo, en la naturaleza que Él ha tomado en gracia, los ángeles
se ocupan del suceso del cual depende el destino de todo el universo, y el
cumplimiento de todos los consejos de Dios; pues Él ha escogido las cosas
débiles para confundir las que son fuertes. Este pobre infante es el Objeto de
todos los consejos de Dios, el Sustentador y Heredero de toda la creación, el
Salvador de todos los que heredarán la gloria y la vida eterna.
Unos pobres hombres, quienes fielmente
realizaban sus arduas tareas lejos de la actividad incesante de un mundo
ambicioso y pecador, son los que reciben las primeras noticias de la presencia
del Señor sobre la Tierra. El Dios de Israel no buscaba a los grandes de entre
Su pueblo, sino que mostró respeto por los menesterosos del rebaño. Dos cosas
destacan aquí por sí solas: el ángel que acude a los pastores de Judea para
anunciarles la consumación de las promesas de Dios a Israel, y el coro de
ángeles celebran en coro de alabanza celestial toda la verdadera sustancia de
este fabuloso suceso.
«Os ha nacido hoy», les dice el mensajero
celestial a los pobres pastores visitados «en la ciudad de David, un Salvador,
que es Cristo el Señor». Esto fue la proclamación a ellos de las buenas nuevas,
y a todo el pueblo.
Pero en el nacimiento del Hijo del Hombre,
Dios manifestado en la carne, el cumplimiento de la encarnación tenía una
importancia más destacada que todo aquello. El hecho de que este pobre infante
estuviera allí, desposeído y abandonado –humanamente hablando– a su suerte por
el mundo, era –como lo entendían las inteligencias celestiales, la multitud de
las huestes celestes cuyas alabanzas resonaban en el mensaje del ángel a los
pastores– «gloria a Dios en lo más alto, y sobre la tierra paz; buena voluntad
para con los hombres». Estas pocas palabras incluyen tales elevados pensamientos
que es difícil hablar debidamente de ellos en una obra como ésta, pero son
necesarias algunas consideraciones. Primeramente, es profundamente bendito ver
que el pensamiento de Jesús excluye todo lo que pudiera oprimir el corazón en la
escena que rodeaba Su presencia sobre la Tierra. ¡Ay!, el pecado estaba allí.
Fue manifestado por la posición en la cual este magnífico infante fue hallado.
Pero si el pecado le había situado allí, la gracia también. La gracia
sobreabunda, y al pensar en Él, la bendición, la gracia, la mente de Dios
respecto al pecado, aquello que Dios es, tal como lo manifiesta la presencia de
Cristo, absorben la mente y se hacen con el corazón, y son el verdadero alivio
del corazón en un mundo como éste. Vemos la sola gracia, y el pecado no
engrandece sino la plenitud, la soberanía, la perfección de esta gracia. Dios,
en Sus tratos gloriosos, borra el pecado con respecto a Su actuación, el cual Él
exhibe con toda su deformidad. Existe aquello que «es mucho más abundante».
Jesús, venido en gracia, llena el corazón. Es lo mismo en todos los detalles de
la vida cristiana. Es la verdadera fuente del poder moral, de la santificación,
y del gozo.
A continuación vemos que hay tres cosas
manifestadas por la presencia de Jesús nacido como un Hijo sobre la Tierra. En
primer lugar, gloria a Dios en lo más alto. El amor de Dios –Su sabiduría– Su
poder (no al crear un universo de la nada, sino al sobreponerse al mal, y
convirtiendo el efecto del poder del enemigo en una ocasión para demostrar que
este poder fue sólo impotente y necio en presencia de aquello que podemos llamar
«lo débil de Dios»)– el cumplimiento de Sus consejos eternos –la perfección de
Sus caminos donde el mal se había introducido– la manifestación de Sí mismo en
medio del mal de tal modo que se glorificaba delante de los ángeles: en una
palabra, Dios se ha manifestado tanto por el nacimiento de Jesús que las huestes
celestiales, conocedoras largo tiempo de Su poder, podían elevar sus voces
corales: «¡Gloria a Dios en lo más alto!» ¡Qué pensamiento más divino el que
Dios deviniera Hombre! ¡Qué supremacía del bien sobre el mal! ¡Qué sabiduría al
acercarse al corazón del hombre y traerle de vuelta a Él! ¡Qué capacidad para
dirigirse al hombre! ¡Qué fuerza manteniendo la santidad de Dios! ¡Qué
proximidad al corazón humano y qué interés en sus necesidades y experiencias de
su condición! ¡Pero sobre todo, Dios por encima del mal en gracia, y en esa
gracia visitando este mundo mancillado para darse a conocer como nunca antes Él
se había dado a conocer!
El segundo efecto de la presencia de Aquel
que reveló a Dios sobre la Tierra es que la paz debía estar allí. Rechazado, Su
nombre debía ser un motivo de lucha, pero el coro celestial se ocupa del hecho
de Su presencia, con el resultado, cuando es totalmente producido por las
consecuencias, envuelto en la Persona de Aquel que estaba allí –contempladas en
sus mismos frutos–, y ellos celebrándolas. El mal manifiesto debía desaparecer.
Su norma santa debía desvanecer toda enemistad y violencia. Jesús, fuerte en
amor, debía reinar y trasmitir el carácter en el cual Él había venido a toda la
escena que debería rodearle en el mundo al cual acudió, para que fuera conforme
a Su corazón que Él se deleitó en aquél (Prov. 8:31)7.
Véase, en menor escala, el Salmo 85:10,11.
El medio de esto –la redención, la
destrucción del poder de Satanás, la reconciliación del hombre por la fe, y de
todas las cosas en el cielo y en la Tierra con Dios– no son aquí señaladas. Todo
dependía de la Persona y presencia de Aquel que nació. Todo estaba envuelto en
Él. El estado de bendición nació en el nacimiento de ese Hijo.
Presentado a la responsabilidad del
hombre, éste es incapaz de beneficiarse de ello, y fracasa. Su posición a
consecuencia de ello deviene en lo peor.
Pero estando la gracia y la bendición
unidas a la Persona de Aquel que acababa de nacer, se ven fluir todas sus
consecuencias. Después de todo, fue la intervención de Dios cumpliendo el
consejo de Su amor, el propósito firme de Su beneplácito. Y Jesús, una vez allí,
las consecuencias no podían ser otras: cualquier interrupción que pudiera haber
a su cumplimiento, Jesús era su seguridad. Él había venido al mundo. Las
contenía en Su Persona, y era la expresión de todas estas consecuencias. La
presencia del Hijo de Dios en medio de los pecadores decía a toda inteligencia
espiritual: «Paz en la tierra».
La tercera cosa era la buena voluntad8 –el afecto de Dios– en los hombres. Nada más sencillo, desde que Jesús fue un Hombre. Él nunca fue como los ángeles.
Fue un testimonio glorioso que el efecto,
la buena voluntad de Dios estuvieran fijados en esta pobre raza, ahora alejada
de Él, pero en la cual Él tuvo complacencia para llevar a cabo todos Sus
gloriosos consejos. Así en Juan 1, la vida era la luz de los hombres.
En una palabra, fue el poder de Dios
presente en gracia en la Persona del Hijo de Dios participando de la naturaleza,
e interesándose en la suerte de un ser que se había alejado de Él, deviniendo la
esfera del cumplimiento de todos Sus consejos y de la manifestación de Su gracia
y Su naturaleza a todas Sus criaturas. ¡Qué posición para el hombre! Porque es
precisamente en el Hombre que todo esto es cumplido. El universo entero tenía
que aprender en el hombre, y en lo que Dios tenía dentro de él para el hombre,
aquello que Dios mismo era, el fruto de todos Sus gloriosos consejos, así como
su completo descanso en Su presencia, conforme a la naturaleza de amor. Todo
esto estaba implícito en el nacimiento de Cristo, a quien el mundo no prestó
atención. ¡Maravilloso y natural sujeto de alabanza para los santos habitantes
del cielo, a quienes Dios les había dado a conocer! Era la gloria a Dios en lo
alto.
La fe estaba ejercitándose en aquellos
sencillos israelitas, a quienes fue enviado el ángel del Señor. Y ellos se
gozaron de la bendición consumada ante sus ojos, y la cual verificaba la gracia
que Dios había mostrado al anunciársela a ellos. La palabra «como les fue
dicho», añade su testimonio de gracia a todo lo que disfrutamos a través de la
misericordia de Dios.
El Hijo recibe el nombre de Jesús el día
en que es circuncidado, de acuerdo a la costumbre hebrea (véase cap. 1:59), pero
conforme a los conejos y revelaciones de Dios, comunicado por los ángeles de Su
poder. Además, todo era realizado conforme a la ley, pues históricamente nos
hallamos aún en relación con Israel. Aquel que nacía de una mujer, nacía bajo la
ley.
La condición de pobreza en la que Jesús
nació, también es mostrada por el sacrificio ofrecido para la purificación de Su
madre.
Otro punto es resaltado aquí por el
Espíritu Santo, aunque pueda parecer insignificante Aquel que lo dio comienzo.
Jesús es reconocido por el remanente fiel
de Israel, mientras dura la acción del Espíritu Santo en ellos. Deviene una
piedra de toque para cada alma en Israel. La condición del reino enseñada por el
Espíritu Santo –es decir, de aquellos que habían tomado la posición del
remanente– era ésta: ellos eran conscientes de la miseria y ruina de Israel,
pero esperaban en el Dios de Israel confiando en Su fidelidad inmutable para el
consuelo de Su pueblo. Decían: ¿Hasta cuándo? Y Dios estaba con este remanente.
Él había dado a conocer a aquellos que confiaban en Su misericordia la venida
del Prometido, quien había de ser la consumación de esta misericordia hacia
Israel.
Así, en presencia de la opresión de los
gentiles, y de la iniquidad de un pueblo que estaba madurando, o que ya era
maduro para el mal, el remanente que confiaba en Dios no perdió aquello que,
como vimos en el capítulo precedente, pertenecía a Israel. En medio de la
miseria de Israel, ellos tenía para consuelo suyo lo que la promesa y la
profecía habían declarado para la gloria de Israel.
El Espíritu Santo había revelado a Simeón que no debería morir hasta que no hubiera visto al Señor Jesucristo. Éste fue el consuelo, y no pequeño. Estaba contenido en la Persona de Jesús el Salvador, sin entrar mucho en detalles de la manera o el momento del cumplimiento de la liberación de Israel.
Simeón amaba a Israel; podía marcharse en
paz, puesto que Dios le había bendecido conforme a los deseos de la fe. El gozo
de la fe habita siempre sobre el Señor y sobre Su pueblo, pero ve, en la
relación que existe entre ellos, el alcance de aquello que provoca este gozo. La
salvación y la liberación de Dios, vinieron en Cristo. Fue para la revelación de
los gentiles, hasta entonces oculta en las tinieblas de la ignorancia sin serles
revelado nada; y para la gloria de Israel, el pueblo de Dios. Éste es en
realidad el fruto del gobierno de Dios en Cristo, es decir, el milenio. Pero si
el Espíritu reveló a este fiel y bondadoso siervo del Dios de Israel el futuro
que dependía de la presencia del Hijo de Dios, también le reveló que sostenía en
sus brazos al Salvador mismo, dándole en el momento paz y un sentido del favor
de Dios, de modo que la muerte perdió sus terrores. No fue un conocimiento de la
obra de Jesús actuando sobre una conciencia iluminada y persuadida, sino el
cumplimiento de las promesas a Israel, la posesión del Salvador y la prueba del
favor de Dios, así que la paz que brotaba de allí llenaba su alma. Había las
tres cosas: la profecía que anunció la venida de Cristo, la posesión de Cristo,
y el efecto de Su presencia en todo el mundo. Estamos aquí en relación con el
remanente de Israel, y consecuentemente no hallamos nada de la Iglesia y de las
cosas puramente celestiales. El rechazo ocurre después. Aquí se trata de todo lo
concerniente al remanente, a modo de bendición, mediante la presencia de Jesús.
Su obra no es el asunto que estamos viendo.
¡Qué hermosa figura
y qué testimonio rendido a este Hijo, por la manera en que a través del poder
del Espíritu Santo Él llenó el corazón de este hombre santo al término de su
carrera terrenal! Observemos también qué comunicaciones se le hace a este
endeble remanente, desconocido en medio de las tinieblas que cubrían al pueblo.
¡Cuán dulce es pensar cúantas de esas almas, llenas de gracia y de la comunión
con el Señor, han prosperado a la sombra de los hombres, desconocidas para ellos
pero bien conocidas y amadas por Dios; unas almas que, cuando salgan de su
recogimiento, conforme a Su voluntad, en testimonio hacia Cristo, llevarán el
tan bendito testimonio de una obra de Dios que sigue realizándose a pesar de
todo lo que el hombre hace, tras la escena dolorosa y amarga que está
sucediéndose sobre la Tierra! Pero el testimonio de este hombre santo de Dios
fue más que la expresión de los pensamientos sumamente interesantes que llenaron
su corazón en comunión entre él y Dios. Este conocimiento de Cristo y de los
pensamientos de Dios respecto a Él, que se está realizando en secreto entre Dios
y el alma, da conocimiento del efecto producido por la manifestación al mundo de
Aquel que es su objeto. El Espíritu habla de ello por boca de Simeón. En sus
anteriores palabras, recibimos la declaración del firme cumplimiento de los
consejos de Dios en el Mesías, el gozo de su propio corazón. Ahora es el efecto
de la presentación de Jesús como Mesías a Israel sobre la Tierra, lo que es
descrito. Cualquiera que haya sido el poder de Dios en Cristo para bendecir, Él
sometió el corazón del hombre a prueba. Así debía ser Él, al revelar los
pensamientos de muchos corazones –pues Él era luz– y tanto más cuando Él era
humilde en medio de un mundo orgulloso, una ocasión de tropiezo para muchos, y
el medio de levantar de su condición caída y degradada a otros tantos. María
misma, aunque era la madre del Mesías, debía de tener su propia alma atravesada
por una espada, pues su hijo iba a ser rechazado, la relación natural del Mesías
con el pueblo iba a romperse también y a ser refutada. Esta contradicción de
pecadores contra el Señor, dejaron descubiertos todos los corazones en cuanto a
sus deseos, sus esperanzas y sus ambiciones, fueran cuales fuesen las formas de
piedad que habían asumido.
Tal era el testimonio rendido en Israel
del Mesías, conforme a la acción del Espíritu de Dios sobre el remanente, en
medio de la esclavitud y de la miseria de ese pueblo. La plena consumación de
los consejos de Dios hacia Israel, y hacia el mundo a través de Israel, para el
gozo del corazón de los fieles que habían confiado en estas promesas, pero
también para prueba en ese momento en cada corazón, por medio de un Mesías cuya
señal se criticaba. Los consejos de Dios y el corazón del hombre fueron
revelados en Él.
Malaquías dijo que aquellos que temiesen
al Señor en los tiempos de impiedad, cuando los orgullosos prosperasen felices,
habrían de hablar con frecuencia. Este tiempo había llegado en Israel. Desde
Malaquías hasta el nacimiento de Jesús, sólo hubo la transición de Israel de su
miseria a su orgullo –un orgullo además que amanecía incluso en tiempos del
profeta. Aquello que él dijo del remanente, también se estaba cumpliendo. Ellos
«hablaban juntos». Vemos que se conocían el uno al otro, en este hermoso cuadro
del pueblo oculto de Dios: «Ella habló de Aquel a todos los que esperaban la
redención en Israel». Ana, una viuda santa, la cual no se alejaba del templo y
que sentía profundamente la miseria de Israel, se ocupó con corazón entregado
del trono de Dios para un pueblo del cual Dios no era ya más un esposo, y el
cual era formalmente viudo como ella; ésta da a conocer ahora a todos los que
sopesaban estas cosas juntos, que el Señor había visitado su templo. Habían
estado esperando la redención en Jerusalén, y ahora el Redentor –desconocido
para los hombres– estaba allí. ¡Qué sujeto de gozo para este pobre remanente!
¡Qué respuesta para su fe!
Pero después de todo, Jerusalén no era el
lugar donde Dios visitó al remanente de Su pueblo, sino el asiento del orgullo
de aquellos que decían «el templo del Señor». Y José y María, habiendo llevado a
cabo todo lo que la ley les exigía, regresaron con el Hijo Jesús para tomar su
lugar juntamente con Él en el despreciado lugar que debía darle su nombre, y en
aquellas regiones donde el desdeñado remanente, los menesterosos del rebaño,
tenían su morada, donde el testimonio de Dios había anunciado que aparecería la
luz.
Allí transcurrieron Sus primeros años,
creciendo física y mentalmente en la verdadera humanidad que Él había asumido.
¡Simple y precioso testimonio! Pero no era menos consciente de que llegaría el
momento cuando debía hablar a los hombres de Su verdadera relación con Su Padre.
Las dos cosas están unidas en lo que se dice al final de este capítulo. En el
transcurso de Su humanidad, se manifiesta el Hijo de Dios sobre la Tierra. José
y María, quienes –al tiempo que se maravillaban de todo lo que le había
sucedido– no acababan de conocer por la fe Su gloria, y culpan al Niño de
acuerdo a la posición en la que formalmente permanecía ante ellos. Pero esto
propicia la ocasión para que se manifieste en Jesús otro carácter de perfección.
Si Él era el Hijo de Dios y tenía plena conciencia de ello, también era el Hijo
obediente, esencialmente y siempre perfecto, sin pecado –un Niño obediente, pese
al sentido que tuviera de otra relación, desunida ella misma de un sometimiento
a unos padres humanos. La conciencia de lo uno, no perjudicaba Su perfección en
lo otro. Al ser Él el Hijo de Dios, afirmaba Su perfección como Hombre e Hijo
sobre la Tierra.
Hay otra cosa importante a remarcar aquí:
esta posición no tenía nada que ver con que Él fuese ungido con el Espíritu
Santo. Él cumplió, no hay duda, el ministerio público que más tarde emprendió
conforme al poder y a la perfección de esa unción; pero Su relación con Su Padre
pertenecía a Su misma Persona. El lazo existía entre Él y Su Padre, era
plenamente consciente de ello, cualesquiera fueran los medios o las formas de su
manifestación pública, y también lo era del poder de Su ministerio. Él era todo
lo que debía ser un niño, pero era el Hijo de Dios quien era así. Su relación
con Su Padre le era tan conocida como Su obediencia a José y a Su madre era algo
hermoso, lícito y perfecto.
Concluimos aquí esta emocionante y divina historia del nacimiento y primeros años del Salvador divino, el Hijo del Hombre. Es imposible tener nada más de profundo interés. A partir de ahora, es en Su ministerio, en Su vida pública, que le hallaremos como el rechazado por los hombres, pero cumpliendo los consejos y la obra de Dios; separado de todos a fin de acometer todo ello en el poder del Espíritu Santo, que le fue dado sin medida, para cumplir esa trayectoria con la cual nada puede compararse, con referencia a lo cual degradaría la verdad si lo llamáramos interesante. Es el centro y el medio, incluyendo Su muerte, Su ofrecimiento sin mancha a Dios –y los únicos medios posibles– de toda relación entre nuestras almas y Dios; la perfección de la manifestación de Su gracia, y el fundamento de toda relación entre cualquier criatura y Él.
Capítulo 3
En este capítulo hallamos el ejercicio del
ministerio de la Palabra hacia Israel, y ello para la presentación del Señor a
este mundo. No son las promesas a Israel y los privilegios asegurados a ellos
por Dios, ni el nacimiento de ese Niño, quien era el Heredero de todas las
promesas. El imperio, un testimonio mismo de la cautividad de Israel, era un
instrumento para el cumplimiento de la Palabra con respecto al Señor. Los años
son aquí calculados conforme al reinado de los gentiles. Judea es una provincia
en manos del imperio gentil, y las otras partes de Canaán están divididas bajo
diferentes cabezas subordinadas al imperio.
El sistema judío continúa no obstante. Los
sumos sacerdotes estaban allí para ver pasar los años de su sometimiento a los
gentiles por sus nombres, y al mismo tiempo para asegurar el orden, la doctrina
y las ceremonias de los judíos tanto como les era posible en sus circunstancias
de ese período.
La Palabra de Dios es siempre segura, y es
cuando las relaciones de Dios con Su pueblo fracasan por falta de fidelidad en
ellos que Dios mantiene en soberanía Su relación mediante las comunicaciones de
un profeta. Su Palabra soberana lo asegura cuando no existen otros medios.
Pero en este caso, el mensaje de Jehová a
Su pueblo tenía un carácter peculiar, pues Israel estaba ya arruinado, habiendo
abandonado al Señor. La bondad de Dios había permitido dejar a Su pueblo en la
tierra, pero el trono del mundo fue transferido a los gentiles. Israel era ahora
llamado al arrepentimiento, a ser perdonado, y a tomar un nuevo lugar por medio
de la venida del Mesías.
El testimonio de Dios no está por lo tanto
relacionado con Sus ordenanzas en Jerusalén, aunque los justos se sometieran a
ellas. Ni el profeta los pondera a que regresen a su antigua fidelidad sobre la
base de lo que ellos eran. Es su voz en el desierto, enderezando sus caminos, a
fin de que pudiera venir, desde fuera, a aquellos que se arrepintieran y se
preparasen para Su venida. Como era Jehová mismo quien venía, Su glorias no se
limitarían solamente a Israel, sino que toda carne vería la salvación efectuada
por Dios. La condición de la nación era aquella fuera de la cual Dios los
llamaba, hacia Él por el arrepentimiento, proclamando la ira que estaba a punto
de caer sobre un pueblo rebelde. Además, si Dios venía, Él quería realidades,
los verdaderos frutos de justicia, y no el mero nombre de un pueblo. Él vino en
Su poder soberano, el cual era capaz de hacer salir de la nada aquello que el
deseaba para Sí. Dios viene, y Él va a querer justicia impartida por la
responsabilidad del hombre, porque Él es justo. Podía levantar simiente a
Abraham por Su divino poder de las mismas piedras, si lo creía conveniente. Es
la presencia, la venida de Dios mismo, lo que caracteriza a todo aquí.
Ahora bien, el hacha estaba ya a la
raíz de los árboles, y cada cual debía ser juzgado según sus frutos. Era de
balde alegar que ellos eran judíos; si gozaban de este privilegio ¿dónde estaban
los frutos? Pero Dios no aceptaría ninguno que proviniese de la valoración hecha
por el hombre, acerca de la justicia y el privilegio, ni del hinchado juicio que
los autocomplacientes se formaran de los demás. Él se dirigió a la conciencia de
todo el mundo.
Por consiguiente,
los publicanos, objetos del odio de los judíos como instrumentos de la opresión
fiscal de los gentiles, y los soldados, los cuales ejecutaban arbitrariamente
las órdenes de los reyes, que eran impuestas sobre el pueblo por voluntad de
Roma, o tratándose de los gobernantes paganos, eran exhortados a que actuasen en
conformidad con aquello que producía el verdadero temor de Dios, en contraste
con la iniquidad que se practicaba de costumbre siguiendo la voluntad humana. La
multitud era exhortada a que practicase la caridad, mientras que el pueblo,
considerado como tal, era tratado como una generación de víboras y sobre quienes
venía la ira de Dios. La gracia trató con ellos avisándolos del juicio, pero
este juicio era ya inminente.
Así, desde los versículos 3-14, tenemos
estas dos cosas: en los 3-6, la posición de Juan respecto al pueblo como tal, en
la idea de que Dios mismo pronto aparecería; en los 6-14 su apelación a la
conciencia de cada uno; versículos 7,8,9 les enseñaban que los privilegios
formales del pueblo no proveerían ningún refugio en presencia del Dios santo y
justo, y que el ampararse en el privilegio nacional solamente provocaría la
cólera sobre ellos –pues la nación estaba bajo el juicio, y expuesta a la ira de
Dios. En el versículo 10 entramos en detalles. En los versículos 15-17, queda
solventada la pregunta acerca del Mesías.
El gran asunto no obstante de este pasaje
–la gran verdad que el testimonio de Juan manifestó ante los ojos del pueblo–
era que Dios mismo iba a venir. El hombre tenía que arrepentirse. Los
privilegios, aunque se concedieron como medio de bendición, no podían alegarse
frente a la naturaleza y justicia de Aquel que venía, ni podían destruir el
poder por el cual Él podía formar un pueblo según Su propio corazón. Sin
embargo, la puerta del arrepentimiento estaba abierta de acuerdo a Su fidelidad
hacia un pueblo que Él amaba.
Había una obra especial para el Mesías
según los consejos, la sabiduría y la gracia de Dios. Él bautizaba con el
Espíritu Santo y con fuego. Es decir, introdujo el poder y el juicio que
expulsaba el mal, fuese en santidad o en bendición, o también en destrucción.
Él bautiza con el Espíritu Santo. Esto no
significa meramente una renovación de deseos, sino poder, en gracia, en medio
del mal.
El bautiza con fuego. Éste es el juicio
que consume el mal.
Este juicio también se aplicaba a Israel,
Su suelo trillado. Él recogería Su trigo y lo aseguraría en otro lugar, y la
paja podía ser quemada en el juicio.
Pero finalmente, Juan es arrojado en
prisión por los cabezas legales del pueblo. No significa que este suceso
ocurriera históricamente entonces, sino que el Espíritu de Dios presentaría
moralmente el fin de su testimonio para que comenzara la vida de Jesús, el Hijo
del Hombre, pero nacido Hijo de Dios en este mundo.
Es con el versículo 21 que esta historia
comienza, y de un modo maravilloso, a la vez que lleno de gracia. Dios, por
medio de Juan el Bautista, llamó a Su pueblo a arrepentirse, y aquellos en
quienes Su palabra produjo este resultado acudieron para ser bautizados por
Juan. Era la primera señal de vida y de obediencia. Jesús, perfecto en vida y en
obediencia, descendido en gracia para el remanente de Su pueblo, marcha allá,
tomando Su lugar con ellos, y se bautiza con el bautismo de Juan como ellos.
¡Maravilloso y emocionante testimonio! Él no ama desde una distancia, ni se
contenta con ofrecer el perdón; Él viene por gracia al mismo lugar donde el
pecado de Su pueblo los había llevado, de acuerdo al sentido del pecado que
había producido en ellos el poder vivificante de su Dios. Él conduce a Su pueblo
allí por gracia, pero los acompaña cuando ellos van. Toma Su lugar con ellos en
las dificultades del camino, y no los deja ante los obstáculos que se les
presentan; y verdaderamente, identificándose con el pobre remanente, con
aquellos excelentes de la Tierra en quienes Él se contentaba, llamando a Jehová
Su Señor; desproveyéndose de toda fama, sin mencionar que Su bondad se extendía
a Dios, ni tomando Su eterno lugar con Él, sino el lugar de la humillación; y
por esta misma razón, de la perfección en una posición a la que se había
rebajado, posición tal que reconocía la existencia del pecado, porque de hecho
existía. Era incumbencia del remanente que fuera sensible ante esto cuando
volviera a Dios. Ser sensible de tal cosa era el comienzo del bien. A partir de
aquí, Él podía ir con ellos. Pero en Cristo, por muy humilde que sea la gracia,
el tomar Él este camino con ellos fue la gracia que obró en justicia, pues en Él
todo era amor y obediencia, y el camino en que glorificaba a Su Padre. Él entró
por la puerta.
Por tanto, al tomar Jesús este lugar
humilde, el cual exigía el estado del pueblo amado, y al cual le llevó la
gracia, se halló en el lugar del cumplimiento de la justicia y de toda la buena
voluntad del Padre, de la cual Él devino el objeto, en este lugar.
El Padre podía reconocerle como Aquel que
satisfacía Su corazón en el lugar donde el pecado, y al mismo tiempo, los
objetos de Su gracia, se hallaban, para poder dar libre curso a Su gracia. La
cruz era la total consumación de esto. Diremos algunas palabras sobre la
diferencia cuando hablemos de la tentación del Señor; pero es el mismo principio
en lo que la amada voluntad del Señor y obediencia se refiere. Cristo estaba
aquí con el remanente, en vez de ser el sustituto de ellos situado en su
lugar para expiar el pecado. El objeto del deleite del Padre había tomado, en
gracia, Su lugar con el pueblo, visto confesando sus pecados9
ante la presencia de Dios, saliendo de su interior el hacerlo moralmente, con
corazón renovado para confesarlos, sin lo cual Aquel interesado en este pueblo
no podría haber estado con él si no era como testigo para predicar
proféticamente la gracia.
Jesús, habiendo tomado esta posición, y
orando –apareciendo como el Hombre fiel, dependiente de Dios y elevando Su
corazón a Dios, también así la expresión de la perfección en esa posición–, el
cielo es abierto a Él. Por el bautismo, tomó el lugar con el remanente cuando
oró –estando allí exhibió la perfección en Su propia relación con Dios. La
dependencia y el corazón que sube a Dios, como lo primero y como la expresión,
digamos, de su existencia, es la perfección del hombre visto aquí abajo; en este
caso, del hombre en tales circunstancias como ésas. Aquí los cielos pueden
abrirse. Y observemos que no eran los cielos abriéndose para buscar a alguien
alejado de Dios, ni la gracia descubriendo el corazón ante un sentimiento
determinado, sino que era la gracia y la perfección de Jesús que hicieron que
los cielos se abrieran. Como está escrito: «Así me ama mi Padre, porque yo pongo
mi vida». Así también es la perfección positiva de Jesús10
la cual motivó que los cielos se abriesen. Tengamos en cuenta también aquí que,
una vez es presentado este principio de la reconciliación, los cielos y la
Tierra no están tan lejos el uno del otro. Es cierto que, hasta después de la
muerte de Cristo, esta proximidad había de centrarse en la Persona de Jesús y
efectuada por Él mismo, pero conteniendo todo lo demás. Esta proximidad fue
establecida, aunque el grano de trigo tenía que quedar solo hasta que «cayese en
tierra y fructificara». No obstante, los ángeles, como hemos visto, podían
decir: «Paz en la tierra, buena voluntad [de Dios] para los hombres». Y vemos a
los ángeles con los pastores, y a la hueste celestial a la vista y oídos de la
Tierra que alaba a Dios por lo que había tenido lugar; y aquí, el cielo abierto
sobre el Hombre y el Espíritu Santo descendiendo visiblemente sobre Él.
Examinemos la sustancia de este último
caso. Cristo ha tomado Su lugar con el remanente en su condición humilde y
flaca, pero siempre cumpliendo justicia. Todo el favor del Padre reposa sobre
Él, y el Espíritu Santo desciende para sellarle y ungirle con Su presencia y Su
poder. Hijo de Dios, Hombre sobre la Tierra, el cielo es abierto a Él, y sobre
Él se asocian los suyos11.
El primer paso que hacen estas almas humildes en la senda de la gracia y de la
vida, halla a Jesús con ellos allí, y al estar Él allí, el favor y el deleite
del Padre, así como la presencia del Espíritu Santo. Recordemos siempre que es
sobre Él como Hombre, al tiempo que como Hijo de Dios.
Tal es la posición del hombre aceptado
delante de Dios. Jesús es la medida, la expresión. Tiene estas dos cosas –el
deleite del Padre, y el poder y el sello del Espíritu Santo; y ello en este
mundo, conocido por aquel que lo disfruta. Hay ahora esta diferencia que ya
vimos, que miramos por el Espíritu al cielo donde Jesús está, pero tomamos Su
lugar aquí abajo.
Contemplemos pues así al hombre en Cristo
–los cielos abiertos– el poder del Espíritu Santo sobre Él, y en Él, el
testimonio del Padre y la relación del Hijo con el Padre.
Se verá que la genealogía de Cristo es
recordada aquí, no hasta Abraham y David, para que Él fuera el heredero de las
promesas según la carne, sino hasta Adán, a fin de mostrar al verdadero Hijo de
Dios como Hombre sobre la Tierra, donde el primer Adán perdió su título, tal
como sucedió. El último Adán, el Hijo de Dios, estaba allí, aceptado por el
Padre, y preparándose a hacerse Suyas las dificultades a las cuales la caída del
primer Adán había llevado a aquellos de su raza que se acercaban a Dios bajo la
influencia de Su gracia.
El enemigo, a través del pecado, estaba en posesión del primer Adán; y Jesús debía obtener la victoria sobre Satanás si quería liberar a los que estaban bajo su poder. Debía atar al hombre fuerte. Conquistarle es prácticamente la segunda parte de la vida cristiana. El gozo en Dios, el conflicto con el enemigo, forman la vida del redimido, sellado con el Espíritu Santo y caminando en Su poder. En ambas cosas el creyente está con Jesús, y Jesús está con él.
Capítulo 4
El ignorado Hijo de Dios sobre la Tierra,
Jesús, es conducido al desierto por el Espíritu Santo, con el cual había sido
sellado, para padecer la tentación del enemigo bajo la cual Adán cayó. Pero
Jesús resistió esta tentación en las circunstancias en que nosotros estamos, no
aquellas en las que Adán estaba, es decir, que la sintió en todas las
dificultades de la vida de fe, tentado en todos los puntos como lo somos
nosotros, sin excepción. Tengamos en cuenta aquí que no se trata de la
esclavitud del pecado, sino del conflicto. Cuando se trata de servidumbre, tiene
que ver con una liberación, no con un conflicto. Fue en Canaán donde Israel
peleó. Ellos fueron liberados de Egipto, pero allí no pelearon.
En Lucas, las tentaciones van ordenadas
según un orden moral: primero, aquellas que precisaban las necesidades
corporales, segundo, el mundo; tercero, la sutileza espiritual. En cada una, el
Señor mantiene la posición de obediencia y de dependencia, dando a Dios y Sus
comunicaciones con el hombre –Su Palabra– su verdadero lugar. Simple principio
que nos ampara de cada ataque, pero el cual también, por su misma sencillez, ¡es
la perfección! Sin embargo, recordemos que éste ha de ser el caso, pues si nos
eleváramos a alturas portentosas no sería lo que se requeriría de nosotros, sino
el ir en pos de lo que aplicamos a nuestra condición humana como regla para su
guía. Es la obediencia, la dependencia –no haciendo nada excepto como Dios lo
quiere, y fiándonos de Él. Este caminar incluye a la Palabra. Pero la Palabra es
la expresión de Su voluntad, la bondad y la autoridad de Dios, aplicables a
todas las circunstancias del hombre tal como es él. Ello demuestra que Dios se
interesa en todo lo que le concierne: ¿por qué entonces debería actuar por sí
mismo sin mirar a Dios ni a Su Palabra? ¡Ay!, hablando de los hombres en
general, son muy voluntariosos. Someterse y ser dependientes, es precisamente
aquello que no querrán hacer. Tienen demasiada enemistad con Dios para confiar
en Él. Fue esto, por lo tanto, lo que distinguió al Señor. El poder para
efectuar un milagro podía otorgarlo Dios sobre quien Él quisiera, pero un hombre
obediente que no tenía ningún signo de voluntad con respecto a lo que la
voluntad de Dios no declaraba, un hombre que vivía por la Palabra y en completa
dependencia de Dios con confianza perfecta, la cual no necesitaba más pruebas de
la fidelidad de Dios que Su Palabra ni ningún medio más certero de que Él
intervendría que Su promesa de hacerlo, quien esperaba la intervención en el
camino de Su voluntad, tenía algo más que poder. Ésta fue la perfección del
hombre en el lugar donde éste estaba –no simplemente la inocencia, pues ésta no
necesita confiar en Dios en medio de las dificultades y de las penas, ni las
dudas originadas por el pecado, ni del conocimiento del bien y del mal–, sino
una perfección que refugiaba a uno que la poseyera de cada ataque que Satanás
pudiera lanzarle. Pues ¿qué podía hacer contra uno que no traspasaba nunca la
voluntad de Dios, y para quien esta voluntad era solamente el motivo para la
acción? Además, el poder del Espíritu de Dios estaba allí. Por consiguiente,
vemos que la obediencia sencilla guiada por la Palabra es la única arma empleada
por Jesús. Esta obediencia requiere dependencia de Dios, confianza en Él para
llevarla a cabo.
Él vive por la Palabra: esto es
dependencia. No intentará, esto es, poner a prueba a Dios, para ver si Él era
fiel: esto es confianza.
Actúa cuando Dios lo quiere, porque lo
quiere, y hace aquello que Dios quiere. Deja todo lo demás en manos de Dios.
Esto es obediencia; y, observemos aquí la obediencia no como señal de sumisión a
la voluntad de Dios, donde se hallaba una de contraria, sino donde la voluntad
de Dios era el único motivo para la acción. Somos santificados por la obediencia
a Cristo.
Satanás es vencido y carece de poder ante
este último Adán, el cual actúa conforme al poder del Espíritu en el lugar donde
se halla el hombre, por los medios que Dios ha dado al hombre, y en las
circunstancias en que Satanás ejerce su poder. Pecado no había ninguno, pues
entonces hubiera significado rendirse ante él, y no conquistarlo. El pecado fue
dejado fuera por la obediencia. Satanás es vencido en las circunstancias
tentadoras en las que es hallado el hombre. La necesidad corporal, que habría
devenido codicia si hubiera surgido la propia voluntad, en lugar de dependencia
de la voluntad divina; el mundo y toda su gloria, el cual, en lo que concierne a
la codicia del hombre, aquél es su objeto, y de hecho el reino de Satanás –y fue
a este terreno que Satanás intentó llevar a Jesús, poniéndose en evidencia al
hacer así–; y por último, la propia exaltación efectuada religiosamente a través
de las cosas que Dios nos ha dado –éstos fueron los puntos de ataque del
enemigo. Pero nunca hubo en Jesús la búsqueda de Su exaltación.
Hemos hallado, en estas cosas que hemos
visto, a un Hombre lleno del Espíritu Santo y nacido de Él sobre la Tierra,
perfectamente complaciente a Dios y el objeto de Su deleite, Su Hijo amado, en
la posición de dependencia. Un Hombre, el conquistador de Satanás en medio de
aquellas tentaciones por las cuales éste normalmente gana ventaja sobre el
hombre –conquistador en el poder del Espíritu, y utilizando la Palabra en
dependencia, obediente y confiando en Dios en las circunstancias ordinarias del
hombre. En la primera posición, Jesús permaneció con el remanente; en la
segunda, estuvo solo –como en Gethsemaní y en la cruz. No obstante, fue para
nosotros; y aceptados como Jesús, tenemos en cierto sentido al enemigo para
vencerle. Es un enemigo conquistado al que resistimos en la fuerza del Espíritu
Santo, la cual nos es dada en virtud de la redención. Si le resistimos, él
huirá, pues se ha topado con su conquistador. La carne no le resiste. Él halla a
Cristo en nosotros. La resistencia en la carne no conduce a la victoria.
Jesús conquistó al hombre fuerte y luego
despojó sus bienes; pero fue en tentación, obediencia, careciendo de voluntad
excepto de la de Dios, dependencia, el uso de la Palabra, viviendo en sujeción a
Dios, que Jesús obtuvo la victoria sobre él. En todo esto falló el primer Adán.
Después de la victoria de Cristo, nosotros también como siervos de Cristo
obtenemos victorias reales, o más bien los frutos de la victoria ya ganados en
la presencia de Dios.
El Señor ha tomado ahora Su lugar, por así
decirlo, para la obra del último Adán –el Hombre en quien está el Espíritu sin
medida, el Hijo de Dios en este mundo por Su nacimiento, que ha adquirido el
lugar en forma de la simiente de la mujer –concebido no obstante por el Espíritu
Santo. Él lo ha tomado como el Hijo de Dios, perfectamente satisfaciente para
Dios en Su Persona como Hombre aquí abajo; y también como el Conquistador de
Satanás. Reconocido el Hijo de Dios, y sellado por el Espíritu Santo por el
Padre, siendo abierto a Él el cielo como Hombre, Su genealogía es, sin embargo,
reseguida hasta Adán; y, el descendiente de Adán, sin pecado, lleno del Espíritu
Santo, conquista a Satanás –como el hombre obediente, careciendo de otros
motivos que la voluntad de Dios–, y resuelve acometer la obra que Dios Su Padre
le encomendó en este mundo, como Hombre, por el poder del Espíritu Santo.
Él regresa en el poder del Espíritu a
Galilea12,
y su fama se expande por toda la región alrededor.
Él se presenta en este carácter: «El
Espíritu de Jehová está sobre mí, porque él me ha ungido para predicar el
evangelio a los pobres, me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón... a
predicar el año aceptable de Jehová». Aquí se detiene. Lo que sigue diciendo el
profeta, respecto a la liberación de Israel por el juicio que los resarce de sus
enemigos, es omitido por el Señor.
Ahora Jesús no anuncia las promesas, sino
su consumación en gracia por Su propia presencia. El Espíritu está sobre este
Hombre, lleno de gracia; y el Dios de gracia en Él manifiesta Su bondad. El
tiempo de la liberación ha llegado. El objeto de Su favor a Israel está allí en
medio de ellos.
El examen de la profecía hace que este
testimonio sea mucho más notable en que el Espíritu, habiendo declarado el
pecado del pueblo y su juicio en los capítulos que preceden estas palabras,
habla –al presentar al Cristo, al Ungido– solamente de la gracia y la bendición
a Israel: si esto es la venganza, debería ser ejecutada sobre sus enemigos para
la liberación de Israel.
Pero aquí es la gracia en Su Persona, este
Hombre, el Hijo de Dios, lleno del Espíritu Santo a fin de proclamar la
misericordia de Dios, quien es fiel a Sus promesas, y confortar y levantar a los
decaídos y pobres de espíritu. La bendición estaba allí, presentándose delante
de ellos. No podían ignorarla, pero no reconocen al Hijo de Dios. «¿No es éste
el hijo de José?» Tenemos aquí toda la historia de Cristo –la manifestación
perfecta de la gracia en medio de Israel, Su tierra y Su pueblo; y ellos no le
conocieron. Ningún profeta es aceptado en su propio país.
Pero este rechazo abrió las puertas para
una gracia que traspasaba los límites que un pueblo rebelde establecería. La
mujer de Sarepta, y Naamán, fueron testimonios de esta gracia.
La cólera llena los corazones de aquellos
que rechazan la gracia. Descreídos, e incapaces de discernir la bendición que
los visitaba, no iban a dejar que publicara sus efectos. La soberbia que los
hacía incapaces de apreciar la gracia no escucharía sus comunicaciones para los
demás.
Intentan destruir a Jesús, pero Él sigue
en Su camino. Aquí es toda la historia de Jesús entre el pueblo, reseguida de
antemano.
Él siguió Su camino, y el Espíritu nos
reserva los actos y las curaciones que caracterizan a Su ministerio bajo la
mirada de la gracia eficaz, y de la inclusión de otros aparte de Israel.
El poder estaba en Él, cuya gracia fue
rechazada. Reconocido por los demonios, si no por Israel, Él los expulsa con una
palabra. Sana a los enfermos. Todo el poder del enemigo, todos los tristes
resultados exteriores del pecado desaparecen ante Él. Cura, echa fuera; y cuando
le suplican que se quede –el efecto de Sus palabras que le procuraron ese honor
del pueblo que Él no buscaba– se marcha para continuar la labor en otra parte
con el testimonio que le fue encomendado. Él procuraba cumplir esta obra, y no
buscaba honores.
Predica en todas partes en medio del pueblo. Echa fuera al enemigo, quita el sufrimiento y anuncia la bondad de Dios a los pobres.
Siendo Hombre, vino para los hombres. Se
asociará con otros en este capítulo en esta obra gloriosa. Tenía derecho a
hacerlo. Si Él era en gracia un Siervo, también lo era conforme al pleno poder
del Espíritu Santo. Efectuó un milagro que tocaría a aquellos que Él llamaría, y
que les hacía sentir que todo se hallaba a Su disposición, que todo dependía de
Él, que donde el hombre no podía hacer nada Él podía hacerlo todo. Pedro, tocado
en la conciencia por la presencia del Señor, confiesa su inferioridad, pero
atraído por la gracia se dirige a Cristo. La gracia le levanta, y le establece
como el portavoz de este acontecimiento a los demás –el ser pescador de hombres.
Ya no se trataba de un predicador de justicia entre el pueblo de Dios, sino de
uno que capturó con Su red a aquellos que estaban apartados. Él atraía para Sí,
como resultado de la manifestación sobre la Tierra del poder y el carácter de
Dios. Era la gracia que obraba allí.
Él estaba allí con la voluntad y el poder
para curar aquello que era figura del pecado, incurable a menos que Dios
interviniera. Pero Dios intervino; y en gracia puede Él decir, y de hecho lo
dice, a uno que reconoció Su poder pero dudaba de Su voluntad: «Quiero, sé
limpio13».
Él se sometió a las ordenanzas judías como alguien obediente a la ley. Jesús
oró, como Hombre dependiente de Dios. Ésta era Su perfección como Hombre nacido
bajo la ley. Además, necesitaba reconocer estas ordenanzas de Dios, todavía no
abrogadas por Su rechazo. Esta obediencia como Hombre devino un testimonio, pues
el poder de Jehová podía curar la lepra y la curó, y los sacerdotes tuvieron que
reconocer aquello que se había hecho.
Él trae perdón así como purificación,
dando prueba de ello quitando toda enfermedad y transmitiendo fortaleza a
los que no tenían ninguna. Esta prueba no era la doctrina de que Dios
sabía perdonar. Ellos lo creyeron, pero Dios intervino y el perdón estaba
presente. Ya no tendrían que esperar largo tiempo el último día, ni el día del
juicio, para conocer su condición. No era necesario que se presentara un Natán
que anunciase este perdón de parte de un Dios que estaba en el cielo, mientras
Su pueblo estaba sobre la Tierra. El perdón había venido en la Persona del Hijo
del Hombre hasta la Tierra. En todo esto, Jesús dio pruebas del poder y de los
derechos de Jehová. En este ejemplo, fue el cumplimiento del Salmo 103:3; pero,
a la vez, Él da estas pruebas por cumplidas de parte del poder del Espíritu
Santo, sin medida en el hombre, en Su propia Persona de Hijo de Dios. El Hijo
del Hombre tiene poder sobre la Tierra para perdonar los pecados: de hecho,
Jehová había venido Hombre sobre la Tierra. El Hijo del Hombre estaba allí ante
sus ojos, en gracia, para ejercer este poder –una prueba de que Dios los había
visitado.
En ambos ejemplos14,
el Señor, mientras manifestaba un poder apto para extenderse, y de hecho lo
hizo, hasta cruzar esta esfera, lo muestra en relación con Israel. La
purificación era una prueba del poder de Jehová en medio del pueblo, y el perdón
estaba relacionado con Su gobierno en Israel. Por lo tanto, esto quedó
demostrado a través de la curación perfecta del hombre enfermo, conforme al
Salmo ya citado15.
Sin lugar a dudas, estos derechos no sólo estaban limitados a Israel, sino que
en ese momento eran ejercidos en relación con esta nación. Él lavó, en gracia,
aquello que Jehová sólo podía lavar. Perdonó aquello que Jehová sólo podía
perdonar, llevándose todas las consecuencias de su pecado. Era, en este sentido,
un perdón gubernamental; el poder de Jehová presente, para restaurar totalmente
y restablecer a Israel –dondequiera que la fe obtuviera beneficio de ello. Más
tarde, veremos el perdón para la paz en el alma.
El llamamiento de Leví, y aquello que vino
después, demuestra que este poder no sólo había de extenderse fuera de Israel,
sino que los odres viejos no eran capaces de contenerlo. Debía formarse de ello
mismo un vaso nuevo.
Podemos destacar aquí también, por otro
lado, que la fe está caracterizada por la perseverancia. Conociendo el mal, un
mal imposible de remediar, y sabiendo que hay Uno allí que puede curarlo, la fe
no se deja enfervorizar –no abandona el alivio de su necesidad. Ahora bien, el
poder de Dios estaba allí para satisfacer esta necesidad.
Esto termina esa parte de la narración que
revela, de manera positiva, el poder divino que visita la Tierra en gracia, en
la Persona del Hijo de Dios, y ejercido en Israel en la condición en que fueron
hallados por ella.
Lo que viene a continuación caracteriza al
ejercicio de la misma, en contraposición al judaísmo. Pero aquello que ya hemos
estudiado se divide en dos partes, conteniendo distintos caracteres dignos de
mención. En primer lugar, partiendo del capítulo 4:31-41, es el poder del Señor
manifestándose de Su parte, triunfante sobre el poder del enemigo –sin ninguna
relación especial con la mente del individuo–, ya sea en enfermedad o en
posesión. El poder del enemigo se halla allí: Jesús le echa fuera, y sana a
aquellos que lo padecían. Pero seguidamente, Su ocupación pasa a ser la de
predicar. Y el reino no era solamente la manifestación de un poder que echaba
fuera todo lo del enemigo, sino un poder que llevaba a las almas también en
relación con Dios. Vemos esto en el capítulo 5:1-26. Aquí, su condición delante
de Dios, el pecado, y la fe son contemplados –en una palabra, todo lo
concerniente a la relación de ellos con Dios.
Consecuentemente, vemos la autoridad de la
Palabra de Cristo sobre el corazón, la manifestación de Su gloria –es reconocido
como Señor–, la convicción del pecado, el justo celo por Su gloria, en el
sentido de Su santidad, la cual debía ser guardada inviolada; el alma que se
pone del lado de Dios contra sí misma, a razón del amor por la santidad y del
respeto por la gloria de Dios aun cuando siente la atracción de Su gracia. De
modo que, debido a ello, todo es olvidado –los peces, la red, el bote y el
peligro: «una cosa» es algo que el alma ya posee. La respuesta del Señor que
difumina todo temor, asociándose Él con el alma liberada en la gracia que había
ejercido para con ella, y en la obra que efectuó a causa de los hombres. Fue ya
moralmente liberada de todo lo que le rodeaba; ahora, en el gozo pleno de la
gracia, el alma es puesta en libertad por el poder de esta gracia, dándose
totalmente a Jesús. El Señor –la manifestación perfecta de Dios al crear nuevos
afectos por su revelación de Dios, separa el corazón de todo lo que le ata a
este mundo y al orden del viejo hombre, a fin de ponerlo aparte para Sí mismo
–para Dios. Él se rodea de todo lo que es liberado, deviniendo su centro; y,
verdaderamente, también da libertad en este sentido.
Él, pues, lava al leproso, algo que nadie
excepto Jehová podía hacer. Pero no obstante, Él no se sale de Su posición bajo
la ley; y por muy grande que sea Su fama, mantiene Su lugar de perfecta
dependencia como hombre ante Dios. El leproso, el inmundo, puede volver a Dios.
Seguidamente, Él perdona. Los culpables ya
no lo son en presencia de Dios: son perdonados. A la vez, reciben fortaleza. Es
el Hijo del Hombre, el cual, pese a todo, está allí. En ambos casos, la fe
busca al Señor, presentando su necesidad ante Él.
El Señor ahora exhibe el carácter de esta
gracia en relación con sus objetos. Siendo superior, siendo de Dios, esta gracia
actúa en virtud de sus derechos. Las circunstancias humanas no son obstáculo,
pues se adapta por su misma naturaleza a la necesidad humana, y no a los
privilegios del hombre. No está sujeta a ordenanzas16
y no se atiene a ellas. El poder de Dios por el Espíritu estaba allí, y actuaba
por sí mismo, produciendo sus propios efectos y separando aquello que era
antiguo –aquello a lo que el hombre estaba ligado17
y en lo que el poder del Espíritu no podía quedar preso.
Los escribas y los fariseos no querían que
el Señor se asociara con los impíos e irreputados. Dios busca a aquellos que le
necesitan –a los pecadores– en gracia.
Cuando le preguntan por qué Sus discípulos
no observan las costumbres y las ordenanzas de Juan y los fariseos, por las
cuales ellos dirigían la piedad legal de sus discípulos, se debía a que la cosa
nueva no podía someterse a las formas propias de lo antiguo, las cuales no
podían sostener la fuerza y la energía de aquello que venía de Dios. Lo antiguo
eran las formas del hombre según la carne; lo nuevo, la energía de Dios, según
el Espíritu Santo. Además, no era momento de mostrar una piedad añadida, que se
mortificaba a sí misma. ¿Qué más podía hacer el hombre? El Esposo estaba allí.
Sin embargo, el hombre prefería lo antiguo, porque era del hombre, y no la energía de Dios.
Las circunstancias explicadas en el
capítulo 6:1-10 hacen referencia a la misma verdad, y a un aspecto importante de
la misma. El sábado era la señal del pacto entre Israel y Dios –el descanso
después de las obras acabadas. Los fariseos culpan a los discípulos de Cristo
porque frotaban las semillas de trigo en sus manos. Ahora bien, un David
rechazado se sobrepuso a la barrera de la ley cuando más lo necesitó. Pues
cuando el Ungido de Jehová fue rechazado y expulsado, todo pasó a ser de una
común manera. El Hijo del Hombre –Hijo de David, rechazado como el hijo de Isaí,
el rey escogido y ungido– era Señor del sábado; Dios, quien dispuso esta
ordenanza, estaba por encima de todas ellas, y presente en gracia, la obligación
del hombre cedió a la soberanía de Dios; el Hijo del Hombre estaba allí con los
derechos y el poder de Dios. ¡Maravilloso hecho! Además, el poder de Dios
presente en gracia no permitió que existiera miseria, porque era el día de
gracia. Esto era poner de lado al judaísmo. Ésa fue la obligación del hombre
para con Dios, y Cristo era la manifestación de Dios en gracia para con los
hombres18.
Valiéndose de los derechos que le autorizaban afirmarlos como tales, Él cura,
estando la sinagoga llena, al hombre de la mano seca. Todos se llenan de asombro
ante esta manifestación de poder, la cual inunda y se lleva por delante los
diques de su orgullo y autojusticia. Podemos observar que todas estas
circunstancias están reunidas bajo un orden y relación mutuos que son perfectos19.
El Señor ha mostrado que esta gracia –que
visitó a Israel según todo lo que podía esperarse del Dios Todopoderoso, fiel a
Sus promesas– no podía, no obstante, quedar limitada a las estrechas ligazones
de ese pueblo, ni adaptarse a las ordenanzas de la ley; que los hombres desearan
las cosas viejas, pero que el poder de Dios actuara de acuerdo a su propia
naturaleza. Había mostrado que cualquier señal del viejo pacto, la más sagrada
siquiera u obligatoria, debía doblegarse a Su título que era superior a toda
ordenanza, y dar lugar a los derechos de Su amor divino, el cual estaba en
acción. Pero las cosas viejas fueron de este modo juzgadas, y pasaron. Él se
declaró en todo –en el llamamiento de Pedro– ser el nuevo centro en torno al
cual todos los que buscan a Dios, y las bendiciones, deben reunirse. Él era la
manifestación viva de Dios y de la bendición en los hombres. Así fue Dios
manifestado, el viejo orden de cosas estaba obsoleto y era incapaz de contener
esta gracia, y el remanente fue separado –en torno al Señor– de un mundo que no
vio ninguna belleza en Él, para que pudieran desearle. Él actuaba ahora sobre
esta base; y si la fe le buscaba en Israel, el poder de la gracia se manifestaba
de un modo nuevo. Dios se rodea de los hombres como el centro de bendición en
Cristo como hombre. Pero Él es amor, y en la actividad de este amor Él busca a
los perdidos. Nadie excepto Uno, y Uno que era Dios y que le reveló, podía
rodearse de Sus seguidores. Ningún profeta jamás lo hizo (véase Juan 1). Ninguno
podía avanzar con la autoridad y el poder de un mensaje divino, sino Dios.
Cristo había sido enviado; y ahora Él es quien envía. El nombre de «apóstol»
(enviado), pues así los llama Él, contiene esta profunda y maravillosa verdad
–Dios está actuando en gracia. Él se rodea de los benditos. Busca a miserables
pecadores. Si Cristo, el verdadero centro de la gracia y la felicidad, se rodea
de seguidores, no obstante envía también a Sus escogidos para dar testimonio del
amor que Él vino a manifestar. Dios se manifestó en el Hombre. En este Hombre,
Él busca a los pecadores. El Hombre participa de la manifestación más inmediata
de la naturaleza divina en ambas maneras. Él está con Cristo como hombre; y es
enviado por Cristo. Cristo mismo hace esto como Hombre; es el Hombre lleno del
Espíritu Santo. Así, le vemos nuevamente manifestándose en dependencia de Su
Padre antes de escoger a los discípulos. Se retira a orar, y pasa toda la noche
en oración.
Ahora va más allá de Su propia manifestación, lleno en Su Persona del Espíritu Santo, para introducir el conocimiento de Dios entre los hombres. Él deviene el centro, alrededor del cual deben venir todos los que le buscan, y una fuente de misión para la consumación de Su amor –el centro de la manifestación del poder divino en gracia. Y, por lo tanto, Él llamó en torno Suyo al remanente que había de ser salvo. Su posición, en cada sentido, es resumida en aquello que es dicho después de que descendiera del monte. Desciende con los discípulos de Su comunión con Dios. En la llanura20 se rodea de la compañía de Sus discípulos, y después por una gran multitud atraída por Su Palabra y obras. Había la atracción de la Palabra de Dios, y Él curó las enfermedades de los hombres y anuló el poder de Satanás. Este poder habitaba en Su Persona; la virtud que salía de Él dio estos testimonios exteriores del poder de Dios presente en gracia. La atención del pueblo estaba puesta en Él por estos medios. No obstante, hemos visto que las cosas viejas, a las que era afín la multitud, pasaban. Él se rodeaba de corazones fieles a Dios, de los llamados por gracia. Aquí por tanto, no anuncia estrictamente, como en Mateo, el carácter del reino para mostrar aquello de la dispensación que estaba cerca, al decir: «Bienaventurados los pobres en el espíritu», etc., sino que, distinguiendo al remanente, por su apego a Él, declara a los discípulos que le seguían que ellos eran los bienaventurados. Ellos iban a poseer el reino. Esto es importante porque separa el remanente, situándolo en relación con Él para recibir la bendición. Él describe, de manera notoria, el carácter de aquellos que fueron de este modo bendecidos por Dios.
El discurso del Señor se divide en
diversas ramas:
Versículos 20-26. El contraste entre el
remanente, manifestado como Sus discípulos, y la multitud que estaba satisfecha
con el mundo, añadiendo el aviso a aquellos que permanecían en el lugar de
discípulos y en el que se ganaban el favor del mundo. ¡Ay de estos! Observemos
asimismo que no se trata de una cuestión de ser perseguidos por causa de la
justicia, como en Mateo, sino solamente por causa de Su nombre. Todo estaba
matizado por el apego a Su Persona.
Versículos 27-36: El carácter de Dios su
Padre en la manifestación de gracia en Cristo, el cual ellos debían imitar.
Revela, fijémonos, el nombre del Padre y los coloca en el lugar de hijos.
Versículos 37, 38: Este carácter se
desarrolló especialmente en la posición de Cristo, mientras Él estaba sobre la
Tierra en ese tiempo, cumpliendo Cristo Su servicio sobre la Tierra. Ello
implicaba gobierno y recompensa de parte de Dios, como fue el caso con respecto
a Cristo mismo.
Versículo 39: La condición de los líderes
de Israel, y la relación entre ellos y la multitud.
Versículo 40: La condición de los
discípulos en relación a Cristo.
Versículo 41, 42: El modo de llegar a
ella, y de ver claramente en medio del mal, es quitando el mal de uno mismo.
Después, en general, su propio fruto
caracterizó a cada árbol. Acercándose a Cristo para escucharle no era la
cuestión, sino que Él fuera apreciado de manera tal en sus corazones para que
franqueasen todo obstáculo y le obedecieran en la práctica.
Resumamos estas cosas que hemos estado
considerando. Él actúa en un poder que expulsa el mal, porque lo halla allí, y
Él es bueno; y Dios sólo es bueno. Él llega a la conciencia y llama para Sí a
las almas. Procede en relación con la esperanza de Israel y el poder de Dios
para lavar, el perdón para darles fortaleza. Pero es una gracia que todos
necesitamos; y la bondad de Dios, la energía de Su amor, no se limitaba a ese
pueblo. Su ejercicio no aprobaba las formas en que vivían los judíos –o más bien
en las que no podían vivir–; y el vino nuevo debía meterse en odres nuevos. El
asunto del sábado solventó la cuestión acerca de la introducción de este poder,
la señal del pacto que dio paso a ello: Aquel que lo ejercía era el Señor del
sábado. La misericordia del Dios del sábado no era estática, como si tuviera las
manos atadas por lo que Él había establecido en relación con el pacto. Jesús
congrega entonces los vasos de Su gracia y poder de acuerdo a la voluntad de
Dios, en torno Suyo. Ellos eran los bienaventurados, los herederos del reino. El
Señor describe el carácter de los tales. No eran la indiferencia ni el orgullo
los que surgieron de una ignorancia de Dios, alienado justamente de Israel, el
cual había pecado contra Él y menospreció la manifestación gloriosa de Su gracia
en Cristo. Ellos comparten la angustia y el dolor que una condición tal del
pueblo de Dios debía causar en aquellos que poseían la mente de Dios. Odiados,
proscritos, avergonzados por causa del Hijo del Hombre, que había venido para
llevar sus sufrimientos, fue su gloria. Ellos debía compartir Su gloria cuando
la naturaleza de Dios era glorificada al hacerse todas las cosas según era Su
voluntad. No serían avergonzados en el cielo, sino que recibirían allí su
galardón, no en Israel. «De la misma manera hacían sus padres con los profetas».
¡Ay de aquellos que vivían tranquilos en Sión durante la condición pecaminosa de
Israel, y su rechazo y maltrato de su Mesías! Es la diferencia entre el carácter
del verdadero remanente y el de los orgullosos de entre el pueblo.
Entonces hallamos la conducta adecuada
para los primeros –una conducta que, para expresarlo así, comprende los
elementos esenciales, el carácter de Dios en gracia, manifestado en Jesús sobre
la Tierra. Pero Jesús tenía Su propio carácter de servicio como Hijo del Hombre;
la aplicación de esto a sus circunstancias personales viene dado en los
versículos 37 y 38. En el 39, los líderes de Israel son presentados a nosotros,
y en el versículo 40 la porción de los discípulos. Rechazados como Él mismo,
deberían tener Su misma parte, pero asumiendo que le siguiesen a la perfección,
la obtendrían en bendición, en gracia, en carácter y también en posición. ¡Qué
favor!21
Además, el juicio del yo, y no el de un hermano, era el medio de obtener una
visión moral clara. Si el árbol era bueno, el fruto también. El propio juicio se
aplica a los árboles. Esto es siempre cierto. En el juicio de uno mismo, no es
solamente el fruto lo que es correcto; es uno mismo. Y el árbol es conocido por
su fruto –no sólo por el fruto bueno, sino por el propio. El cristiano lleva el
fruto de la naturaleza de Cristo. También es el corazón mismo, y la verdadera
obediencia práctica, los que son contemplados.
Aquí, entonces, los grandes principios de
la nueva vida, en su plena manifestación práctica en Cristo, son presentados a
nosotros. Es la cosa nueva moralmente, el sabor y el carácter del vino nuevo –el
remanente hecho semejante a Cristo, a quien seguían, a Cristo el nuevo centro
del movimiento del Espíritu de Dios, y del llamamiento de Su gracia. Cristo ha
salido del recinto amurallado del judaísmo en el poder de una nueva vida, y por
la autoridad del Altísimo, el cual había introducido la bendición en este
ámbito, el cual era incapaz de apreciar. Había salido de él, conforme a los
principios de la vida misma que Él anunciaba; históricamente, estaba todavía en
él.
Capítulo 7
A partir de aquí, hallamos al Espíritu
actuando en el corazón de un gentil. El corazón manifestó más fe que cualquier
otro de entre los hijos de Israel. De corazón humilde, y amando al pueblo de
Dios como tal, por causa de Dios, porque eran Su pueblo, y elevándose así en sus
afectos sobre el verdadero estado caído de ellos, él puede ver en Jesús a Uno
que tenía autoridad sobre todo, como la que él tenía sobre sus soldados y
sirvientes. No sabía nada acerca del Mesías, pero reconoció en Jesús22
el poder de Dios. Esto no era una mera idea. Era fe. Y una fe como ésta no
existía en Israel.
El Señor entonces actúa con un poder que
había de ser la fuente de aquello que es nuevo para el hombre. Él resucita a
los muertos. Esto escapaba realmente de lo prescrito en las ordenanzas de la
ley. Mostró compasión por la aflicción y la miseria humanas. La muerte era para
el hombre una carga: Jesús le libra de ella. No se trataba solamente de lavar a
un israelita leproso, ni de perdonar y curar a los que creían entre Su pueblo;
Él restaura la vida a uno que la había perdido. Israel, claro está, se
beneficiará de ello, pero el poder necesario para el cumplimiento de esta obra
es aquel que hace todas las cosas nuevas dondequiera que se encuentra.
El cambio del cual estamos hablando, y que
ilustra tan pictóricamente estos dos ejemplos, es presentado al considerar la
relación entre Cristo y Juan el Bautista, el cual manda a indagar acerca del
Señor y a aprender de Sus labios acerca de Su identidad. Juan había oído de Sus
milagros, y manda a sus discípulos a que indagasen sobre el que los hacía.
Naturalmente, el Mesías, en el ejercicio de Su poder, le habría librado de la
prisión. ¿Era Él el Mesías? ¿O tenía Juan que esperar a otro? Tenía fe sobrada
para depender de esta respuesta dada por Aquel que hacía estos milagros; pero
encerrado en prisión, su mente deseaba algo más positivo. Esta circunstancia,
ocasionada por Dios, da lugar a que se detalle una explicación respecto a la
posición de dependencia de Juan y de Jesús. El Señor no recibe aquí testimonio
de Juan. Éste tenía que recibir a Cristo sobre el testimonio que Él daba de Sí
mismo; y ello habiendo tomado una posición que ofendería a aquellos que juzgaban
según ideas carnales judías –una posición que requería fe en un testimonio
divino, y consecuentemente, rodeada de aquellos en los cuales un cambio moral
les capacitaba para apreciar este testimonio. El Señor, en respuesta a los
mensajeros de Juan, realiza milagros que demuestran el poder de Dios presente en
gracia, y el servicio rendido a los pobres, declarando cuán bienaventurado es
aquel que no se avergüenza ante la humilde posición que Él había tomado a fin de
poder cumplirlos. Pero Él da testimonio a Juan aunque no vaya a recibir ninguno
de él. Juan había atraído la atención del pueblo, y con razón. Él era más que un
profeta –había preparado el camino del mismo Señor. No obstante, si él preparó
el camino, el completo e inmenso cambio que sería hecho no había sido aún
cumplido. El ministerio de Juan, por su misma naturaleza, le situó fuera del
resultado de este cambio. Lo precedió para anunciar a Aquel que iba a cumplirlo,
cuya presencia introduciría su poder sobre la Tierra. El último, por tanto,
en el reino era mayor que él.
El pueblo, el cual había recibido con
humildad la palabra enviada por Juan el Bautista, testificó en sus corazones de
los caminos y sabiduría de Dios. Aquellos que confiaron en sí mismos, rechazaron
los consejos de Dios consumados en Cristo. El Señor, como consecuencia, declara
llanamente cuál era su condición. Rechazaron por igual las advertencias y la
gracia de Dios. Los hijos de la sabiduría –aquellos en los que obraba la
sabiduría de Dios– las reconocieron y dieron gloria a ello. Ésta es la historia
del recibimiento, tanto de Juan como de Jesús. La ciencia del hombre denunciaba
los caminos de Dios. La calibrada severidad de Su testimonio contra el mal, y
contra la condición de Su pueblo, mostró a los ojos del hombre la influencia de
un demonio. La perfección de Su gracia, condescendiendo para con los pobres
pecadores, y que se presentaba a ellos donde estuvieran, fue la intromisión en
el pecado y el darse a conocer por sus adeptos. La justicia autoexcluyente no
podía soportar ninguno de los dos. La sabiduría de Dios sería reconocida de
aquellos que eran enseñados por ella, y solamente aquellos.
Acerca de estos caminos de Dios hacia el
más abyecto de los pecadores, y su resultado, en contraste con este espíritu
farisaico, queda demostrado en la historia de la mujer pecadora en la casa del
fariseo. Es revelado un perdón que no hace referencia al gobierno de Dios en la
Tierra de parte de Su pueblo –un gobierno con el cual estaba relacionada la
curación de un israelita bajo la disciplina de Dios–, sino un perdón absoluto,
que conlleva paz para el alma, es ofrecido al más despreciable pecador. No se
trata aquí meramente de si era profeta. La justicia propia del fariseo no podía
siquiera discernir esto.
Tenemos a un alma
que ama a Dios, y mucho, porque Dios es amor –un alma que ha aprendido a amar
con respecto a, y por medio de, sus propios pecados, aunque no conociese todavía
el perdón, cuando vio a Jesús. Esto es la gracia. Nada más emotivo que la manera
en que Jesús muestra la presencia de aquellas cualidades que hicieron a esta
mujer mucho más dichosa sin duda –unas cualidades relacionadas con el
discernimiento de Su Persona por fe. En esta mujer se hallaba un entendimiento
divino de la Persona de Cristo, no razonado mediante doctrina, sino sentido en
su resultado dentro de su corazón, con un profundo pesar de su pecado, humildad
y amor por aquello que era bueno, devoción por Aquel quien era bueno. Todo ello
reveló un corazón donde reinaban sentimientos propios de una relación con Dios
–que manaban de Su presencia revelada en el corazón, porque Él se le había dado
a conocer. Éste, sin embargo, no es lugar para detenerse en ellos, ya que es
importante remarcar aquello que tiene un valor moral mayor, cuando hay que
manifestar lo que es realmente el perdón gratuito, que el ejercicio de la gracia
de parte de Dios produce –cuando se recibe en el corazón– sentimientos
correspondientes a ello mismo, y que nada más puede producir; y que estos
sentimientos van vinculados con esa gracia y con el sentido del pecado que ésta
produce. Despierta una plena conciencia del pecado, pero siempre en relación con
el sentido de la bondad de Dios, creciendo los dos sentimientos
proporcionalmente. La cosa nueva, la gracia soberana, sólo puede producir estas
cualidades, las cuales responden a la naturaleza misma de Dios, cuyo carácter ha
aprendido a conocer el corazón, y con quien está en comunión; y todo ello
mientras juzga el pecado como conviene en la presencia de un Dios así.
Se verá que ello
está relacionado con el conocimiento mismo de Cristo, quien es la manifestación
de este carácter; la verdadera fuente por gracia del sentimiento de este corazón
quebrantado; y también que el conocimiento de su perdón viene después23.
Es la gracia –es Jesús mismo, Su Persona– la que atrae a esta mujer y produce el
efecto moral. Ella se marcha en paz al comprender el significado de la gracia en
el perdón que Él pronunció. Y el perdón mismo fortaleció su mente en que Jesús
era todo para ella. Si Él la perdonó, ella estuvo satisfecha. Sin que ella lo
tomase como medida justificadora, fue Dios quien se reveló a su corazón. No fue
la aprobación ni el juicio que otros podrían formarse acerca del cambio
producido en ella. La gracia había tomado esta posesión de su corazón –la gracia
personificada en Jesús–, Dios fue manifestado a ella, de manera que Su
beneplácito en gracia, Su perdón, conllevaban todo. Si Él estaba satisfecho,
ella también. Ella lo tenía todo al atribuir esta importancia a Cristo. La
gracia se satisface en bendecir, y el alma que concede la suficiente importancia
a Cristo se conforma con la bendición que es otorgada. ¡Qué sorprendente es la
solidez con la que la gracia se reafirma, sin amedrentarse frente al juicio
humano que la rehuye! Toma sin vacilar la parte del pobre pecador a quien ha
tocado. El juicio del hombre sólo demuestra que ni conoce ni aprecia a Dios en
la más perfecta manifestación de Su naturaleza. Para el hombre, con toda su
ciencia, no es más que un pobre platicador que se engaña al hacerse pasar por un
profeta, y por quien no merece la pena derrochar un vaso de agua para sus pies.
Para el creyente, es el amor perfecto y divino, una paz perfecta si es que tiene
fe en Cristo. Sus frutos no están todavía ante el hombre, sino ante Dios, si es
que Cristo es apreciado. Y aquel que le aprecia no piensa en sí mismo ni en sus
frutos –excepto en los malos–, sino en Aquel que fue el testimonio de la gracia
a su corazón cuando no era más que un pecador.
Ésta es la cosa nueva –la gracia, y sus frutos en su perfección: el corazón de Dios manifestado en gracia y el corazón del hombre pecador respondiendo a ello por gracia, habiendo asimilado, o mejor dicho, habiendo sido asimilado por la perfecta manifestación de aquella gracia en Cristo.
Capítulo 8
El Señor define la sustancia y el efecto
de Su ministerio; y especialmente, no lo dudo, su efecto entre los judíos.
Grande como fuese
la incredulidad, Jesús continuaba Su obra hasta el final, y aparecían los frutos
de la misma. Predicaba las buenas nuevas del reino. Sus discípulos –el fruto, y
los testigos por gracia, en su medida, de igual modo que Él mismo, de Su
poderosa Palabra– le acompañaban; y otros frutos de esta misma Palabra, testigos
también por su propia liberación del poder del enemigo, y por el afecto y
devoción que fluían de ahí por gracia –una gracia que actuó también en ellos,
conforme al amor y dedicación vinculados a Jesús. Aquí las mujeres tienen un
buen lugar. La obra prosperó y se consolidó, la cual es caracterizada por sus
resultados.
El Señor explica su
verdadera naturaleza. No tomó posesión del reino, no buscó ningún fruto, sino
que sembró el testimonio de Dios a fin de producir fruto. Esto, de manera
sorprendente, es aquella cosa completamente nueva. La Palabra fue su semilla.
Además, fueron solamente los discípulos –quienes seguían y se vinculaban a Su
Persona, por gracia y en virtud de la manifestación del poder y la gracia de
Dios en Su Persona– a quienes les fue dado comprender los misterios, los
pensamientos de Dios, revelados en Cristo, de este reino que no se establecía
manifiestamente por poder. Aquí el remanente está claramente diferenciado de la
nación. A los «otros», era en parábolas, para que no pudieran entender. Para lo
contrario, el Señor debía ser recibido moralmente. Esta parábola aquí no va
acompañada de otras. Ella sola marca la posición. La advertencia, la cual ya
consideramos en Marcos, es añadida. Finalmente, la luz de Dios no se manifestó,
a fin de quedarse oculta. Asimismo, todo debería ser manifiesto. Entonces, ellos
tenían que mirar cómo escuchaban, puesto que si poseían aquello que escuchaban,
recibirían más: de otro modo, incluso lo que tenían les iba a ser quitado.
El Señor pone un
sello sobre este testimonio, esto es, que la cosa en cuestión era la Palabra, la
cual atraía a Él y a Dios a aquellos que tenían que disfrutar la bendición; y
que la Palabra era la base de toda relación con Él mismo, declarando, cuando le
hablaban de Su madre y hermanos sobre con quienes estaba emparentado en Israel
según la carne, que no reconocía a otros sino a aquellos que oían y obedecían la
Palabra de Dios.
Además del evidente
poder manifestado en Sus milagros, los relatos que vienen a continuación –hasta
el final del capítulo 8– presentan diferentes aspectos de la obra de Cristo, y
de Su recibimiento, así como de sus consecuencias.
Primeramente, el
Señor –aunque parece ser que no se da por aludido– está asociado con Sus
discípulos en las dificultades y tormentas que les rodean, pues se hallan
embarcados a Su servicio. Vimos que Él reunió a los discípulos alrededor Suyo; y
ellos están dedicados a Su servicio. Por lo que hace al poder humano que
intentaba denigrarlo, estaban ante peligros inminentes. Las olas parecían
prestas a engullirlos. Jesús, a los ojos de ellos, no se inmuta en lo más
mínimo, pues Dios había permitido ese ejercicio para la fe. Se hallaban allí por
causa de Cristo, y con Él. Cristo está con ellos, y Su poder, por causa del cual
también están ellos en la tormenta, está allí para protegerlos. Están unidos a
Él en la misma embarcación. Si el perecer dependía de ellos, estaban asociados
en los consejos de Dios con Jesús, y Su presencia era su salvaguarda. Él
permitió la tormenta, pero estaba en Persona dentro de la barca. Cuando se
despertara y se manifestase a ellos, todo sería solaz.
En la curación del
demoníaco, en la región de los gadarenos, tenemos una escena animada de lo que
sucedía.
En cuanto a Israel,
el remanente –pese al poder del enemigo– es liberado. El mundo suplicó a Jesús
que se fuera, deseando la tranquilidad, el cual estaba más en desazón en
presencia del poder de Dios que ante una legión de demonios. El hombre que fue
curado –el remanente– estuvo dispuesto a quedarse con Él, pero el Señor le manda
marcharse –al mundo del que había salido Él mismo–, para testificar de la gracia
y del poder de que había sido objeto.
El hato de cerdos,
sin lugar a dudas, nos presenta la carrera de Israel hacia su destrucción, tras
el rechazo del Señor. El mundo se acostumbra al poder de Satanás –por doloroso
que sea verlo actuar en ciertos casos–, pero nunca al poder de Dios.
Las dos historias
siguientes presentan el resultado de la fe, y la necesidad real con la que tiene
que ver la gracia al suplirla. La fe del remanente busca a Jesús para conservar
la vida de aquello que estaba presto a morir. El Señor le responde presentándose
Él mismo para tal fin. En el camino –era allí donde Él estaba, y, para la
liberación final, todavía continuaría allí–, en medio de la muchedumbre que le
rodeaba, la fe le toca. La pobre mujer tenía una enfermedad que ningún medio
humano a su disposición podía sanar. Pero el poder se halla en el Hombre,
Cristo, saliendo de Él para la curación del hombre allí donde existía la fe,
mientras esperaba el cumplimiento final de Su misión sobre la Tierra. Tras ser
curada, confiesa a Cristo su condición y todo lo que le había sucedido: y de
esta manera, mediante el resultado de la fe, se rinde un testimonio de Cristo.
Es manifestado el remanente, la fe los distingue de la multitud, pues su
condición era el fruto del poder divino en Cristo.
Este principio se
aplica a la curación de cada creyente, y, consecuentemente, a la de los
gentiles, como arguye el apóstol. El poder curativo está en la Persona de
Cristo; la fe –por gracia y por la atracción de Cristo– se beneficia de ella. No
depende de la relación del judío, aunque, en cuanto a ella, él fue el primero en
beneficiarse. Era una cuestión de lo que había en la Persona de Cristo, y de la
fe en el individuo. Si hay fe en el individuo, este poder actúa; se marcha en
paz, curado por el poder de Dios mismo.
Pero de hecho, si
consideramos de pleno la condición humana, no era la enfermedad solamente el
problema, sino la muerte. Cristo, antes de la plena manifestación del estado del
hombre, suplió ambas, por así decirlo, en el camino. Pero, como en el caso de
Lázaro, esta manifestación fue consentida; y para la fe, tuvo lugar en la muerte
de Jesús. Así, aquí se permite que la hija de Jairo muera antes de la llegada
del Cristo; pero la gracia vino para resucitarla de los muertos con el poder
divino que podía sólo hacer así; y Jesús, al consolar al pobre padre, le ordena
no temer, sino sólo creer, para que su hija se restableciera. Es la fe en Su
Persona, en el poder divino que está en Él, en la gracia que viene a ejercerlo,
y la cual obtiene gozo y libertad. Jesús no busca a la multitud; la revelación
de este poder es sólo para el consuelo de aquellos que sienten la necesidad del
mismo, y para la fe de los que están verdaderamente vinculados a Él. La multitud
sabe, como es natural, que la chica está muerta; la lloran, y no comprenden el
poder de Dios que puede resucitarla. Jesús devuelve a sus padres a la niña cuya
vida restableció. De la misma manera sucederá con los judíos al final, en medio
de la incredulidad de la mayoría. Entretanto, por la fe podemos adelantarnos a
este gozo, convencidos de que es nuestro estado por gracia; nosotros vivimos, de
modo que para nosotros solamente es en relación con Cristo en el cielo, las
primicias de una nueva creación.
Con respecto a Su
ministerio, Jesús permanece callado. Debía ser recibido conforme al testimonio
que Él dio a la conciencia y al corazón. Aquí abajo, este testimonio no se había
terminado totalmente. Veremos Sus últimos esfuerzos con el corazón incrédulo del
hombre en la sucesivos capítulos.
Capítulo 9
El Señor encomienda
a los discípulos la misma misión en Israel que Él cumplió. Predican el reino,
sanan a los enfermos y echan fuera a los demonios. Pero esto es dicho de más
para que su obra tome el carácter de una misión final, no que el Señor hubiera
cesado de obrar, pues Él también envió a los setenta, sino final en el sentido
en que devenía un testimonio definido contra el pueblo si éste lo rechazaba. Los
doce tenían que sacudirse el polvo de su calzado tras dejar las ciudades que los
rechazarían. Esto es obvio en el punto que hemos llegado en el Evangelio. Se
repite, con una fuerza aún mayor, en el caso de los setenta. Hablaremos de ello
en el capítulo donde se narra su cometido. La misión de ellos viene después de
la manifestación de Su gloria a los tres discípulos. Pero mientras el Señor
estuviera allí, continuaba Su ejercicio de poder en misericordia, pues fue lo
que personalmente Él era aquí, y una bondad soberana en Él que estaba por encima
de todo el mal con que se hallaba.
Siguiendo con
nuestro capítulo, lo que viene a continuación del versículo 7 muestra que la
reputación de Sus maravillosas obras había llegado a oídos del rey. Israel se
quedaba sin excusa. La conciencia, por pequeña que fuera, sintió el efecto de Su
poder. El pueblo también le siguió. Apartado con los discípulos, quienes habían
regresado de su misión, pronto se ve rodeado por la multitud; de nuevo su siervo
en gracia en medio de su acusada incredulidad, les predica y cura a todo el que
lo necesitaba.
Pero les iba a dar
una prueba palpable del poder divino y de la presencia que se hallaba entre
ellos. Se dijo que en el tiempo de la bendición de Israel de parte del Señor,
cuando hicieran florecer el cuerno de David, Él satisfaría a los pobres con pan.
Jesús lo hace ahora. Pero aún hay más que eso aquí. Hemos visto en todo este
Evangelio que Él ejerce este poder en Su humanidad, por la inconmensurable
energía del Espíritu Santo. De ello se desprende una bendición maravillosa para
nosotros, otorgada conforme a los consejos soberanos de Dios mediante la
perfecta sabiduría de Jesús al escoger Sus instrumentos. Aquí tenemos a los
discípulos como instrumentos. No obstante el poder que lo realiza, todo es de
Él. Los discípulos no ven más allá de lo que sus ojos saben apreciar. Pero si
Aquel que los alimenta es Jehová, siempre toma el lugar en dependencia de la
naturaleza que ha asumido. Se retira con Sus discípulos, y allí, apartado del
mundo, ora. Igual que en los dos extraordinarios casos24
del descenso del Espíritu Santo, y la selección de los doce, aquí también Su
oración es la ocasión de que se manifestara Su gloria –una gloria que era
propiamente de Él, pero que el Padre le dio como Hombre, en relación con los
sufrimientos y la humillación, la cual, en Su amor, padeció voluntariamente.
La atención del
pueblo estaba exacerbada, pero no tanto como para sobreponerse a las humanas
especulaciones formadas en la mente con respecto al Salvador. La fe de los
discípulos reconoció sin vacilar al Cristo en Jesús. Pronto dejaría de ser
proclamado como tal, pues el Hijo del Hombre tenía que sufrir. Había consejos
más importantes y una gloria más excelente que la del Mesías, y que se habían de
cumplir, pero no sin el sufrimiento que a través de las pruebas humanas tenían
que compartir con Él los discípulos. Si perdían su vida por Él, la ganarían,
pues el seguir a Jesús comportaba la salvación eterna del alma, y no meramente
el reino. Además, Aquel que ahora era rechazado volvería en Su propia gloria,
esto es, como Hijo del Hombre –el carácter que Él toma en este Evangelio– en la
gloria del Padre, pues Él era el Hijo de Dios, y en la de los ángeles como
Jehová el Salvador, tomando el lugar sobre ellos, pero como Hombre. Era digno de
todo esto, porque Él los creó. La salvación del alma, la gloria de Jesús
reconocida conforme a Sus derechos, todo era para advertencia de que le
confesaran mientras era rechazado y menospreciado. Ahora bien, para fortalecer
la fe de aquellos a quienes Él haría columnas, y a través de ellos la fe de
todos, Él anunció que algunos, antes de gustar la muerte –no tendrían que
esperar la muerte, en la que se iba a sentir el valor de la vida eterna, ni el
regreso de Cristo–, verían el reino de Dios.
En consecuencia a
esta declaración, ocho días después tomó a los tres que más tarde fueron
columnas, y subió a una montaña para orar. Allí se transfiguró, apareciendo en
gloria y viéndolo los discípulos. Moisés y Elías participaron con Él de esta
gloria. Los santos del Antiguo Testamento tienen parte con Él en la gloria del
reino fundamentado sobre Su muerte. Hablan con Él de Su fallecimiento, pues
hasta aquí sólo les había hablado de otras cosas. Habían visto establecerse la
ley e intentado hacer volver al pueblo hacia ella, para introducir bendición;
pero ahora que se trata de esta nueva gloria, todo depende de la muerte de
Cristo, y sólo ella. Todo lo demás se desvanece. La gloria celestial del reino y
de la muerte están próximas en relación. Pedro ve solamente la introducción de
Cristo en una gloria igual a la de ellos, relacionando mentalmente esta última
con la que sostenían ellos respecto a un judío, y asociando a Jesús con ella. Es
entonces que los dos profetas desaparecen completamente, quedándose Jesús solo.
Era Él a quien tenían que oír nada más. La relación de Moisés y Elías con Jesús
en la gloria dependía del rechazo de su testimonio por parte del pueblo, al cual
ellos se dirigieron.
Pero esto no es
todo. La Iglesia, propiamente dicha, no es contemplada aquí. No obstante, la
señal de la gloria excelente y de la presencia de Dios se muestran –la nube en
la que Jehová habitaba en Israel. Jesús atrae hacia ella a los discípulos como
testigos. Moisés y Elías se van, y habiéndoles Jesús acercado más a la gloria,
el Dios de Israel se revela como el Padre, reconociendo a Jesús como el Hijo en
quien tenía complacencia. Los discípulos le conocen así por el testimonio del
Padre, y son asociados con Él, y, por decirlo así, llevados a la relación con la
gloria en la cual están el Padre y el Hijo. Jehová se da a conocer como Padre
revelando al Hijo. Los discípulos se hallan asociados sobre la Tierra con la
morada de gloria, desde la cual, en todo momento, Jehová mismo había guardado a
Israel. Jesús estaba allí con ellos, y era el Hijo de Dios. ¡Qué posición! ¡Qué
cambio para ellos! Es, de hecho, un cambio de lo excelentísimo del judaísmo
hacia la relación con la gloria celestial, obrado en ese momento a fin de hacer
nuevas todas las cosas25.
El provecho
personal de este pasaje es grande en cuanto que nos revela, de manera
extraordinaria, el estado celestial y de gloria. Los santos están en la misma
gloria que Jesús, están con Él, conversan familiarmente con Él, de lo que es más
querido a Su corazón –de Sus sufrimientos y muerte. Hablan con el sentimiento
que emana de las circunstancias que afectan al corazón. Él tenía que morir en la
Jerusalén amada, en lugar de recibir el reino. Ellos hablan como si entendieran
los consejos de Dios; pues aquella cosa no había tenido aún lugar. Tales son las
relaciones de los santos con Jesús en el reino, pues hasta este momento se trata
de la manifestación de la gloria como el mundo la verá, con el añadido de que
habrá la comunión entre los glorificados y Jesús. Los tres estuvieron en la
montaña. Pero los tres discípulos van más lejos, al ser enseñados por el Padre.
Les son dados a conocer Sus propios afectos por Su Hijo. Moisés y Elías han dado
testimonio de Cristo, y serán glorificados con Él, pero Jesús permanece ahora
solo para la Iglesia. Esto es más que el reino, es la comunión con el Padre y
con Su Hijo Jesús –no comprendida, seguramente, en ese momento, pero lo es ahora
por el poder del Espíritu Santo. Es maravillosa esta entrada de los santos en la
gloria excelente, en la Shekinah, la morada de Dios, y a estas
revelaciones de parte de Dios por el afecto mostrado a Su Hijo. Esto es más que
la gloria. Jesús, sin embargo, es siempre el objeto que llena la escena por
nosotros. Observemos asimismo nuestra posición aquí abajo, donde el Señor habla
íntimamente de Su muerte a los discípulos, tanto como con Moisés y Elías. Éstos
no son más queridos por Él que lo eran Pedro, Santiago y Juan. ¡Dulce y preciosa
verdad! Notemos también qué delgado velo existe entre nosotros y lo que es
celestial26.
Lo que viene a
continuación, es la aplicación de esta revelación al estado de cosas abajo. Los
discípulos son incapaces de beneficiarse del poder de Jesús, que ya fue
manifestado, para echar fuera a los demonios. Esto hacía justicia a Dios en
aquello que se reveló en la montaña sobre Sus consejos, y conduce a la
separación del sistema judío para presentar su cumplimiento. Pero esto no es
impedimento para la acción de la gracia de Cristo al liberar a los hombres
mientras permanecía con ellos, y hasta que el hombre le hubiera rechazado
plenamente. Sin fijarse en el vano desconcierto del pueblo, insiste con Sus
discípulos sobre Su rechazo y Su crucifixión, llevando este principio a la
renunciación del yo y a la humildad que iba a ser depositaria de lo más poco.
El resto del
capítulo, desde el versículo 46, el Evangelio nos ofrece los distintos matices
de egoísmo y de la carne que están en contraste con la gracia y la devoción
manifestadas en Cristo, y que tienden a que el creyente se desvíe de sus propios
caminos y se guíe en los Suyos. Los versículos 46 al 48; 49, 50; 51 al 62,
respectivamente, presentan ejemplos27
de esto; y, desde el 57 al 62, el contraste entre la voluntad ilusoria del
hombre y la eficaz llamada de la gracia; el descubrimiento de que la carne es
detestable cuando hay una llamada real, y la negación absoluta de todas las
cosas a fin de obedecerla, son las que se presentan a nosotros por el Espíritu
de Dios28.
El Señor –respondiendo al espíritu que procuraba engrandecerse con su propia compañía, olvidándose de la cruz–, expresa a los discípulos lo que no ocultaba de Sí mismo, la verdad de Dios, que todos estaban contra ellos, pero que si hallaban alguno que no manifestaba esa postura, estaba definitivamente de su parte. Así de analizadora era la presencia de Cristo para el corazón. La otra razón, presentada en otro lugar, no se repite aquí. El Espíritu, en esta relación, le oculta del punto de vista que estamos considerando. Así rechazado, el Señor no juzga a nadie. No busca venganza, había venido a salvar las vidas de los hombres. Se sometió a los insultos, y se fue a otro lugar. Había quienes desearon servirle aquí abajo, pero no tenía ningún hogar al que llevarlos. Entre tanto, por este mismo motivo, la predicación del reino era lo único en vista para su amor inagotable. Los muertos (para Dios) podían enterrar a sus muertos. Aquellos que eran llamados, los vivos, debían ocuparse con una cosa, con el reino, para dar testimonio de él, y sin mirar atrás, quitándole la urgencia de la tarea la consideración de otros pensamientos. Aquel que había puesto su mano en el arado no debía mirar atrás. El reino, en presencia de la enemistad –la ruina– del hombre, de todo lo que se le oponía, requería del alma que se imbuyera de sus intereses por el poder de Dios. La obra de Dios, en presencia del rechazo de Cristo, demandaba una completa consagración.
Capítulo 10
La misión de los
setenta viene en seguida. Una misión importante en su carácter para la
continuación de los caminos de Dios.
Este carácter es,
de hecho, diferente en algunos aspectos de aquel del principio del capítulo 9.
La misión se basa en la gloria de Cristo manifestada en el capítulo 9. Esto,
forzosamente, zanja la cuestión de las relaciones de Dios con los judíos de
manera más decisiva, pues Su gloria vino después y, en cuanto a Su posición
humana, fue el resultado de Su rechazo por la nación.
Este rechazo no se
cumplió todavía: esta gloria fue solamente revelada a tres de Sus discípulos, de
modo que el Señor aún ejerció Su ministerio entre el pueblo. Pero vemos algunas
alteraciones. Él insistía en lo que era moral y eterno, la posición a la cual
llevaría a Sus discípulos, el verdadero efecto de Su testimonio en el mundo, y
el juicio presto a derramarse sobre los judíos. No obstante, la siega era mucha.
Porque el amor, no enfriado por el pecado, veía la necesidad a través de la
oposición exterior, pero fueron pocos los que se dejaban tocar por este amor. El
Señor de la cosecha solo podía enviar a los verdaderos obreros.
Les anuncia ya el
Señor que ellos eran como corderos en medio de lobos. ¡Qué cambio desde la
presentación del reino al pueblo de Dios! Tenían que confiar –como los doce– en
el cuidado del Mesías presente sobre la Tierra, el que guiaba el corazón con
poder divino. Habían de marchar como los obreros del Señor, confesando
abiertamente su objeto, no sufriendo por lo que habían de comer, sino poseyendo
de Su parte todos los derechos. Plenamente entregados a su obra, no debían
saludar a nadie. El tiempo apremiaba. El juicio se acercaba. El remanente se
distinguiría por el efecto de su misión, no todavía en juicio, en el corazón.
Pero la paz estaría con los hijos de paz. Estos mensajeros ejercían el poder
obtenido por Jesús sobre el enemigo, y que Él así podía conferir (y esto era
mucho más que un milagro). Tenían que declarar a aquellos a quienes visitaban
que el reino de Dios se había acercado a ellos. ¡Importante testimonio! Cuando
no se ejecutaba juicio, se precisaba fe para reconocerlo en un testimonio. Si no
eran recibidos, debían denunciar a la ciudad, asegurándoles que, tanto si fueron
recibidos como no, el reino de Dios se había acercado. ¡Qué testimonio más
solemne ahora que Jesús iba a ser rechazado –un rechazo que llenaba la medida de
la maldad del hombre! Sería más tolerable para la infame Sodoma en el día que el
juicio se ejecutase, que para esa ciudad.
Esto manifiesta
claramente el carácter del testimonio. El Señor denuncia29
las ciudades en las que había obrado, y asegura a Sus discípulos que rechazarlos
en su misión era lo mismo que rechazarle a Él, y que si le rechazaban a Él, el
que le había enviado también era rechazado –el Dios de Israel– el Padre. A su
regreso, anunciaron el poder que les había acompañado en su misión. Los demonios
se sujetaron a su palabra. El Señor les contesta que, efectivamente, esas
señales de poder habían hecho patente a Su mente el completo establecimiento del
reino, Satanás lanzado fuera del cielo –un establecimiento del cual esos
milagros eran sólo una muestra–; pero que había algo más excelente que ello, en
lo que podían gozarse: sus nombres estaban escritos en el cielo. El poder
manifestado era real, sus resultados seguros, en el establecimiento del reino;
pero algo más empezaba a formarse – amanecía un pueblo celestial que tendría su
parte con Él, y el cual la incredulidad de los judíos y del mundo conducía hasta
el cielo.
Esto desvela muy
claramente la posición que se tomó. Ofrecido el testimonio del reino en poder,
dejando a Israel sin excusa, Jesús pasó a otra posición: la celestial. Éste fue
el verdadero asunto de regocijo. Los discípulos, no obstante, todavía no lo
comprendían. Pero la Persona y el poder de Aquel que tenía que introducirlos a
la gloria celestial del reino, Sus derechos al reino glorioso de Dios, habían
sido revelados a ellos por el Padre. La ceguera de la soberbia humana, y la
gracia del Padre hacia los niños, fueron propicios a Aquel que cumplió los
consejos de Su soberana gracia a través de la humillación de Jesús, y que
estaban en conformidad con el corazón de quien vino a consumarlos. Además,
todas las cosas fueron dadas a Jesús. El Hijo poseía demasiada gloria para
ser conocido, salvo por el Padre, que era asimismo conocido sólo por la
revelación del Hijo. A Él debían ir los hombres. La raíz de la dificultad al
recibirle estribaba en la gloria de Su Persona, la cual era conocida sólo por el
Padre, y esta gloria y acción del Padre necesitaban al Hijo mismo para ser
reveladas. Todo esto se hallaba en Jesús aquí en la Tierra. Podía explicar a Sus
discípulos en privado que, habiendo visto en Él al Mesías y Su gloria, habían
visto aquello que los reyes y los profetas desearon en vano ver. El Padre les
había sido anunciado, pero no entendieron sino poco. En la mente de Dios, era su
porción, comprendida más tarde por la presencia del Espíritu Santo, el Espíritu
de adopción.
Podemos destacar
aquí el poder del reino otorgado a los discípulos; su gozo en ese momento –por
la presencia del mismo Mesías, trayendo consigo el poder del reino que derrocó
el del enemigo– de la vista de las cosas de las que hablaron los profetas. Al
mismo tiempo, el rechazo de su testimonio y el juicio de Israel entre quienes
era dado este testimonio; y, finalmente, la llamada del Señor –mientras se
reconocía en la obra de ellos todo el poder que establecerá el reino– para
regocijarse, no en el reino así establecido sobre la Tierra, sino en esa gracia
soberana de Dios que, en Sus consejos eternos, les había garantizado un lugar y
un nombre en el cielo, relacionado todo con el rechazo de ellos sobre la Tierra.
La importancia de este capítulo es evidente en este punto de vista. Lucas
introduce constantemente la mejor parte, e invisible, de un mundo celestial.
La extensión del
dominio de Jesús en relación con este cambio, y la revelación de los consejos de
Dios que lo acompañaban, nos son dados en el versículo 22, así como el
descubrimiento de las relaciones y la gloria del Padre y del Hijo; y al mismo
tiempo también la gracia mostrada a los humildes conforme al carácter y los
derechos de Dios el Padre mismo. Más tarde hallamos la continuación del cambio
en cuanto al carácter moral. El maestro de la ley deseaba saber las condiciones
de la vida eterna. Esto no es el reino, ni el cielo, sino una parte de la manera
judía de comprender acerca de las relaciones del hombre con Dios. La posesión de
la vida fue propuesta por los judíos por medio de la ley. Se había descubierto,
por progresos escriturales subsiguientes a la ley, que se trataba de la vida
eterna, la cual ellos, al menos los fariseos, vinculaban a la observancia de la
ley –una cosa que poseían los glorificados en el cielo, los bienaventurados en
la Tierra durante el milenio, la cual nosotros poseemos ahora en vasijas de
barro; la cual cosa la ley, interpretada por conclusiones extraídas de los
libros proféticos, proponía como el resultado de la obediencia30.
«El hombre que haga estas cosas vivirá por ellas».
El intérprete
pregunta, pues, lo que debía hacer. La respuesta era sencilla: la ley (con todas
sus ordenanzas, ceremoniales, las condiciones todas del gobierno de Dios, y que
el pueblo entero había quebrantado, cuya violación condujo al juicio anunciado
por los profetas –y que los seguiría el establecimiento, de parte de Dios, del
reino en gracia)– la ley, como digo, contenía el germen de la verdad en este
sentido, expresando con distinción las condiciones de vida, si el hombre tenía
que gozarla conforme a la justicia humana –justicia obrada por él, por la cual
viviría. Estas condiciones se resumían en pocas palabras: amar a Dios
perfectamente, y al prójimo como a uno mismo. Después de dar el intérprete este
sumario, el Señor lo acepta y repite las palabras del Legislador: «Haz esto, y
vivirás». Pero el hombre no lo hizo, y es consciente de ello. En cuanto a Dios,
aquél está alejado, pues el hombre se aparta de Él con facilidad. Le rendirá
unos cuantos servicios en apariencia, y se jactará de ellos. Pero acercándose el
hombre, su egoísmo le hace comportarse conforme a la interpretación de esta
norma, la cual, si se observara, haría su felicidad –convertir este mundo en una
clase de paraíso. La desobediencia a ella se repite constantemente en las
circunstancias de cada día, lo cual precipita este egoísmo. Todo lo que le rodea
–sus vínculos sociales– hacen al hombre consciente de las violaciones de estos
preceptos, aunque el alma misma no se sienta turbada por ello. Aquí el corazón
del intérprete se delata a sí mismo. ¿Quién, pregunta, es mi prójimo?
La contestación del
Señor exhibe el cambio moral que ha tenido lugar por la introducción de la
gracia –mediante la manifestación de esta gracia en el hombre, en Su propia
Persona. Nuestras relaciones los unos con los otros, son ahora medidas por la
naturaleza divina en nosotros, y esta naturaleza es amor. El hombre bajo la ley
se medía por la importancia que se daba a sí mismo, lo contrario siempre del
amor. La carne se jactaba de una proximidad a Dios que no era real, que no
pertenecía a Su naturaleza. El sacerdote y el levita pasan de largo por el otro
lateral. El samaritano, pese a serlo, no preguntó quién era su prójimo. El amor
que había en su corazón le decía que el prójimo eran todos los que tenían
necesidad. Esto es lo que Dios mismo hizo en Cristo; pero después, las
diferencias legales y carnales desaparecieron ante este principio. El amor que
actuaba según sus propios impulsos halló la ocasión de ejercitarse frente a la
necesidad presentada delante de él.
Aquí termina esta
parte de los discursos del Señor. Un nuevo tema comienza en el versículo 38.
A partir de aquí,
hasta el final del versículo 13 en el capítulo 11, el Señor desvela a Sus
discípulos los dos grandes conductos de bendición: la Palabra y la oración. En
relación con la Palabra, hallamos la energía que se sujeta al Señor a fin de
recibirla de Él mismo, y que deja todo para escuchar Su Palabra, porque el alma
queda prendada de las comunicaciones de Dios en gracia. Podemos señalar que
estas circunstancias están relacionadas con el cambio que se obró en aquel
momento solemne. La recepción de la Palabra se apoderó de las atenciones debidas
al Mesías, solicitadas por la presencia de un Mesías sobre la Tierra. Pero
viendo la condición en que estaba el hombre –pues éste rechazó al Salvador–
necesitaba la Palabra, y Jesús, en Su amor perfecto, no prefiere nada más. Para
el hombre y para la gloria de Dios sólo era necesaria una cosa, y esta es la que
Jesús desea. En cuanto a Él, se hubiera marchado sin ninguna de estas cosas.
Pero Marta, aunque afectuosa con el Señor, sin duda correctamente, muestra no
obstante cuánto individualismo hay inherente en esta clase de cuidados, pues no
le gustaba tener que ocuparse de todo.
Capítulo 11
La oración que
enseñó a Sus discípulos se refiere también a la posición en la que entraron
antes del don del Espíritu Santo31.
Jesús mismo oró como el Hombre obediente sobre la Tierra. Todavía no recibió la
promesa del Padre a fin de derramarla sobre Sus discípulos, y no pudo hacerlo
hasta ascender al cielo. Éstos, sin embargo, están en relación con Dios como
Padre de ellos. La gloria de Su nombre, la venida de Su reino tenían que
mantener ocupados sus primeros pensamientos. Dependían de Él para su pan diario.
Necesitaban ser perdonados, y guardados de la tentación. La oración contenía el
deseo de un corazón sincero ante Dios, la necesidad corporal depositada al
cuidado de su Padre; la gracia requerida para su camino cuando pecasen, y a fin
de que no se manifestase su carne y fueran salvados del poder del enemigo.
El Señor insiste
luego sobre la perseverancia, sobre aquellas peticiones que no fuesen las de un
corazón indiferente a los resultados. Les asegura que sus oraciones no serían en
vano, y que su Padre celestial les daría el Espíritu Santo a aquellos que lo
pidieran. Les sitúa en Su propia relación sobre la Tierra con Dios.
Escuchándole, solicitándole como Padre, es el todo en la práctica de la vida
cristiana.
Más tarde, las dos
grandes armas de Su testimonio son puestas de manifiesto, esto es, la expulsión
de los demonios y la autoridad de Su Palabra. Él manifestó el poder que echaba a
los demonios, pero ellos lo atribuyeron al príncipe de los demonios. Sin
embargo, Él ató al hombre fuerte y despojó sus bienes, probando con ello que el
reino de Dios había evidentemente venido. En un caso como éste, habiendo venido
Dios para liberar al hombre, todo tomaba su verdadero lugar: o bien todo era del
diablo, o del Señor. Además, si el espíritu inmundo saliese y Dios no estuviese
allí, volvería con otros más impíos que él; y el postrer estado sería peor que
el primero.
Estas cosas tenían
lugar en aquel momento. Pero no así los milagros. Él proclamó la Palabra. Una
mujer, sensiblemente gozosa de tener un hijo como Jesús, declara ante todos el
valor de poseer tal relación de madre con Él en la carne. El Señor traslada esta
bendición, como hizo en el caso de María, a aquellos que oían y guardaban Su
palabra. Los ninivitas habían oído a Jonás, la reina de Saba a Salomón, sin
siquiera haberse obrado un milagro, y uno mayor que Jonás estaba ahora entre
ellos. Había dos cosas ahí –el testimonio llanamente exhibido (vers. 33) y los
motivos que gobernaban a aquellos que lo escuchaban. Si fue presentada la verdad
perfecta conforme a la ciencia de Dios, fue el corazón el que la rechazó. El ojo
era malo. Las nociones y motivos de un corazón alejado de Dios sólo hacían que
oscurecerlo. Uno que tuviera nada más un objeto, Dios y Su gloria, estaría lleno
de luz. Además, la luz no se manifiesta sin más, sino que ilumina todo
alrededor. Si la luz de Dios estuviera en el alma, estaría llena de ella y sin
una sombra.
Versículos 37-52. Invitado a la casa del fariseo, juzga la condición de la nación y la hipocresía de su pretendida justicia, metiendo Su dedo en la paredes blanqueadas y en su codicia interior y egoísmo, en la opresividad de la ley causada sobre otros mientras olvidaban ellos cumplirla los primeros, anunciando la misión de los apóstoles y profetas del Nuevo Testamento, el rechazo de los cuales comportaría el colmo de la medida de la iniquidad de Israel y pondría bajo prueba final a aquellos que hipócritamente construyeron las tumbas de los profetas cuyos padres habían matado. Y entonces toda la sangre, con respecto a la cual Dios ejercitaba Su paciencia enviando testimonios a iluminar al pueblo, vertida a causa de aquellos testimonios, sería demandada finalmente de manos de los rebeldes. Las palabras del Señor no hicieron más que despertar la malicia de los fariseos, quienes procuraban cogerle en lo que decía. En una palabra, tenemos por una parte la palabra del testimonio puesta de relieve, en lugar del Mesías cumpliendo las promesas; y por otra, el juicio de una nación que había rechazado ambas cosas, y que rechazaría también aquello que les sería enviado para hacerles regresar.
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Referencias
1 Es decir, en cuanto al contenido del Evangelio. En el capítulo noveno, comienza Su último viaje a Jerusalén; y a partir de entonces hasta la última parte del decimoctavo, donde (vers. 31) es contemplada Su subida a esa ciudad, el evangelista ofrece principalmente una serie de instrucciones morales, y los caminos de Dios en gracia que ahora se introducían. En el versículo 35 del capítulo 18, tenemos al ciego de Jericó ya visto como el comienzo de Su última visita a Jericó. Volver a nota 1
2 La unión de la motivación y la inspiración, las cuales los paganos han intentado velar como razón de choque, es hallada en casi cada página de la Palabra. Además, las dos cosas son sólo incompatibles para la mente cerrada de aquellos que no conocen los caminos de Dios. ¿No puede Dios dar motivación, y con ella ocupar al hombre en alguna tarea para guiarle, absoluta y perfectamente, en todo lo que haga? Incluso si se tratara de un pensamiento humano –lo cual no creo que sea en absoluto– si Dios lo aprobara, ¿no podría velar Él sobre su ejecución para que los resultados fueran totalmente conforme a Su voluntad? Volver a nota 2
3 Las expresiones «halló favor» (eures charin) y «muy favorecida» (kecharitomene) no tienen en absoluto el mismo significado. Personalmente, ella halló favor, así que no debía mostrar temor; pero Dios había otorgado esta gracia sobre ella soberanamente, este inmenso favor, de ser la madre del Señor. En esto, ella fue el objeto del favor soberano de Dios. Volver a nota 3
4 Nehemías 9:36, 37. Volver a nota 4
5 No dudo de que la única traducción correcta de este pasaje sea «el censo fue primeramente hecho cuando Cirene era gobernador de Siria». El Espíritu Santo toma cuenta de esta circunstancia para mostrar que, cuando el propósito divino fue llevado a cabo, el decreto no fue llevado a cabo históricamente sino más tarde. Demasiado tiempo de estudio ha sido invertido en lo que creo que es simple y claro en el texto. Volver a nota 5
6 Es decir, como un infante. Él no apareció, como el primer Adán, saliendo en su perfección de las manos de Dios. Él nace de una mujer, el Hijo del Hombre, lo cual no hizo Adán. Volver a nota 6
7 Esta cita conduce a un glorioso conocimiento, tanto de lo que estaba antes haciendo, como de nuestra bendición. El interés especial de Dios está en los hijos de los hombres; la sabiduría (Cristo es la sabiduría de Dios) era el deleite diario de Jehová, gozándose de las partes habitables de Su Tierra, antes de la creación, de manera que era el consejo, y Su delicia en los hijos de los hombres. Su encarnación es la plena prueba de ello. En Mateo tenemos a nuestro Señor tomando Su lugar con el remanente cuando esto es totalmente revelado, y es tomando el Hijo este lugar como Hombre y siendo ungido por el Espíritu Santo que toda la Trinidad es plenamente revelada. Ésta es una gloriosa manifestación de los caminos de Dios. Volver a nota 7
8 Ésta es la misma palabra que la que se dice de Cristo «en quien tengo complacencia». Es hermoso ver la inrrivalidada celebración de estos santos seres, del anticipo de otra raza a este exaltado lugar por la encarnación del Verbo. Era la gloria de Dios, y ello les bastaba. Esto es muy hermoso. Volver a nota 8
9 Él tomó este lugar con el remanente fiel en un acto que los distinguía de los impenitentes, pero que era el verdadero lugar del pueblo, el primer acto de la vida espiritual. El remanente con Juan, es el judío veraz tomando su verdadero lugar con Dios. Éste es en el que Cristo entra con ellos. Volver a nota 9
10 Obsérvese aquí que Cristo no tiene ningún objeto en el cielo donde fijar Su atención, como Esteban; pues Él es el objeto del cielo. Así lo fue para Esteban por el Espíritu Santo, cuando los cielos le fueron abiertos al santo. Su Persona siempre es claramente evidente, incluso cuando sitúa a Su pueblo en el mismo lugar que Él, o se relaciona con ellos. Para más detalles, véase Mateo. Volver a nota 10
11 No estoy hablando aquí de la unión de la Iglesia con Cristo en el cielo, sino que Él tomara Su lugar con el remanente, el cual acude a Dios por medio de la gracia, conducido por la eficacia de Su Palabra y por el poder del Espíritu. Ésta es la razón por la que entiendo que hallamos a toda la gente bautizada, y después a Jesús que viene y es asociado con ellos. Volver a nota 11
12 Véase aquí que, como ungido por el Espíritu Santo y conducido por Él, se va para ser tentado, y regresa en su poder. Ninguno se perdió, y este poder se mostró igual en el aparente resultado negativo de vencer, como en la manifestación milagrosa de poder más tarde sobre los hombres. Volver a nota 12
13 Si alguien tocaba a un leproso, era impuro. Pero aquí la gracia de Dios obra, y el Jesús inmaculado toca al leproso –Dios en gracia, no mancillado, pero como Hombre que tocó a los mancillados para limpiarlos. Volver a nota 13
14 El llamamiento de Pedro es más general en este sentido, en que está más relacionado con la Persona de Cristo. No obstante, aunque era un pescador de hombres –una palabra utilizada evidentemente en contraste con la pesca que le mantenía ocupado–, él ejerció su ministerio más particularmente con respecto a Israel. Pero era el poder en la Persona de Cristo que gobernaba su corazón; de manera que era fundamentalmente la nueva cosa, pero hasta ahora en su relación con Israel, al tiempo que continuaba más allá. Es al final del capítulo 7 y en el capítulo 8 donde entramos en el terreno más lejano de los estrechos límites de Israel. Volver a nota 14
15 Comparar Job 33, 36 y Santiago 5:14, 15 –el primero, fuera de las dispensaciones, y Santiago, bajo la cristiandad. En Israel, es el Señor mismo en gracia soberana. Volver a nota 15
16 Cristo, nacido bajo la ley, estaba sujeto a ellas. Pero esto es algo diferente. Aquí se trata de un poder divino que actúa en gracia. Volver a nota 16
17 Aquí también el Señor, al presentar las razones por las que los discípulos no debían obedecer las ordenanzas y las instituciones de Juan y de los fariseos, era algo que los relacionaba con los dos principios ya señalados –Su posición en medio de Israel, y el poder de la gracia que traspasaba sus límites. El Mesías, Jehová mismo, estaba entre ellos, en esta gracia –pese a su fracaso bajo la ley y a su sometimiento a los gentiles–, conforme a aquello que Jehová llamaba por Su nombre: «Yo soy el Señor que te ha curado». Cuando menos, Él estaba allí en la supremacía de la gracia por causa de la fe. Aquellos que entonces le reconocieran como el Mesías, el esposo de Israel, ¿podían ayunar mientras Él estuviese con ellos? Él los dejaría, y entonces no habría duda de que era el tiempo indicado para ayunar. Volver a nota 17
18 Éste es un aspecto importante. Una parte en el descanso de Dios es el privilegio único de los santos –del pueblo de Dios. El hombre no lo poseía en la caída, aun así el reposo de Dios siguió siendo la porción especial del Su pueblo. Tampoco lo poseía bajo la ley. Pero cada diferente institución, en la ley, va acompañada de una intensificación del sábado, la expresión formal del reposo del primer Adán, y esto Israel lo va a disfrutar al final de la historia del mundo. Hasta entonces, como el Señor dijo de manera bendita: «Mi Padre trabaja hasta ahora, y yo trabajo». Para nosotros, el día de reposo no es el séptimo día, el final de la semana de este mundo; sino el primer día, el día después del sábado, el principio de una nueva semana, una nueva creación, el día de la resurrección de Cristo, el comienzo de un nuevo estado para el hombre, para cuya consumación espera toda la creación que nos rodea; sólo estamos ante Dios en Espíritu como Cristo lo está. De ahí que el sábado, el séptimo día, el descanso de la primera creación sobre el terreno humano y legal, es siempre tratado con rechazo en el Nuevo Testamento, aunque no dejado aparte hasta que no acontezca el juicio, pero como una ordenanza que murió con Cristo en la tumba, en donde Él la sufrió –sólo fue hecha para el hombre como un favor. El día del Señor es nuestro día, y el bendito entusiasmo externo del reposo celestial. Volver a nota 18
19 Quizá deba destacar aquí que, donde se sigue un orden cronológico en Lucas, es el mismo que en Marcos y en el de los sucesos, no como en Mateo, donde están puestos correlativamente para presentar el objeto del Evangelio. Sólo ocasionalmente introduce él una circunstancia que puede haber sucedido en otro tiempo para ilustrar el asunto históricamente relatado. Pero en el capítulo 9, Lucas llega al último viaje a Jerusalén (vers. 51), y a partir de entonces, continúan una serie de instrucciones morales hasta el capítulo 18:31, principalmente, si no todo, durante el período de este viaje, pero en la mayoría de las partes tiene poco que decir respecto a las fechas. Volver a nota 19
20 Propiamente «un lugar plano» sobre el monte, topou pedinou. Volver a nota 20
21 Esto, no obstante, no se refiere intrínsecamente a la naturaleza, pues en Cristo no había pecado. Ni la palabra que se emplea para perfecto tiene este sentido. Es uno completamente instruido a fondo, formado por la enseñanza de su maestro, omnibus numeris absolutus. Él será como él, como su maestro, en todo lo que él fue formado por él. Cristo era la perfección; y nosotros crecemos a Él en todas las cosas hasta la medida de la estatura de la plenitud de Cristo (Col. 1:28). Volver a nota 21
22 Hemos visto que éste es precisamente el asunto del Espíritu Santo en nuestro Evangelio. Volver a nota 22
23 Para explicar
la expresión «Quedan perdonados sus muchos pecados, por eso muestra mucho amor»,
debemos distinguir entre la gracia revelada en la Persona de Jesús, y el perdón
que anunció a aquellos a los cuales había alcanzado la gracia. El Señor es capaz
de dar a conocer este perdón, y se lo revela a la pobre mujer. Pero fue aquello
que ella vio en Jesús mismo lo cual, en gracia, hizo que sintiera su corazón
deshecho y que éste produjera el amor que ella tenía para Él –el ver lo que Él
era para los pecadores como ella. Sólo piensa en Él: se ha apoderado de su
corazón como para dificultar la entrada a otras influencias. Al oír que Él
estaba allí, entra en la casa de este hombre orgulloso sin pensar en otra cosa
sino en que Jesús está ahí. Su presencia contestaba a, o evitaba, toda pregunta.
Ella vio lo que Él era para cada pecador, y que el más miserable y desgraciado
hallaba un recurso en Él. Ella sintió sus pecados de la manera en que esta
gracia perfecta, la cual abre el corazón y gana su confianza, hace sentirlos; y
ella amó mucho. La gracia en Cristo ha producido este resultado. Ella amó a
razón de Su amor. Ésta es la razón por la que el Señor dice: «Quedan perdonados
sus muchos pecados, que son muchos, por eso muestra mucho amor». No fue porque
su amor lo mereciera, sino porque el Señor reveló el glorioso hecho de que los
pecados –fueran éstos numerosos y abominables– de una cuyo corazón se volvió a
Dios, fueron perdonados totalmente. Existen muchos cuyos corazones están vueltos
a Dios y que aman a Jesús, y que no conocen esto. Jesús se pronuncia sobre el
caso de ellos con autoridad –los despide en paz. Es una revelación –una
respuesta– a las necesidades y afectos producidos en el corazón penitente por la
gracia manifestada en la Persona de Cristo.
Si Dios se revela en este mundo, y con tal
amor, debe necesariamente poner a un lado en el corazón cualquier otra
consideración. Y así, sin ser consciente de ello, esta pobre mujer fue la única
que actuó en consecuencia en esas circunstancias, pues apreció toda la
importancia de Aquel que estaba allí. Estando presente un Dios Salvador, ¿qué
importancia tenían Simón y su casa? Jesús hizo que todo lo demás quedara
olvidado. Recordemos esto.
El principio de la caída del hombre fue la
pérdida de confianza en Dios, a través de la sugerencia seductora de Satanás de
que Dios se privaba de otorgar al hombre aquello que lo haría semejante a Él.
Perdida esta confianza, el hombre intenta, ejercitando su propia voluntad,
hacerse él mismo feliz: la codicia y el pecado vienen en consecuencia, y Cristo
es Dios en amor infinito, que se gana nuevamente la confianza del corazón
humano. La eliminación de la culpa, y el poder de vivir para Dios, son otra cosa
que hallan su lugar propio a través de Cristo, mientras que aquí se produce el
perdón en otro lugar distinto. Pero la pobre mujer, por gracia, sintió que había
un corazón en el que poder confiar, aparte de cualquier otro; pero éste era el
de Dios.
«Dios es amor» y «Dios es luz». Éstos son
los dos nombres esenciales de Dios, y en cada caso verdadero de conversión, se
hallan ambos. En la cruz se encuentran; el pecado es presentado totalmente a la
luz, pero en aquella luz por la que se conoce plenamente el pecado. Así que en
el corazón, la luz manifiesta el pecado, esto es Dios como la luz lo revela,
pero la luz esta ahí por el amor perfecto. El Dios que manifiesta los pecados
está ahí en amor perfecto para revelarlos. Cristo fue esto en este mundo.
Revelándose, debía ser las dos cosas: Cristo fue amor en el mundo, pero la luz
de éste. Lo mismo sucede con el corazón. El amor mediante la gracia otorga
confianza, y así la luz penetra felizmente, y en la confianza en el amor, y
desnudándose el yo en la luz, el corazón ha hallado plenamente el corazón de
Cristo: lo mismo pasa con esta pobre mujer. Esto es donde el corazón del hombre
y Dios siempre y solamente se encuentran. El fariseo no tenía ninguno de los
dos. Poseído por tinieblas, no se encontraban en él el amor ni la luz. Tenía a
Dios manifestado en carne y en su casa, pero no vio nada –sólo comprobó que Él
no era un profeta. Es una escena maravillosa en la que vemos estos tres
corazones. El del hombre como tal, descansando en la pretendida justicia humana,
el de Dios, y el del pobre pecador –que es satisfecho completamente como lo fue
el de la mujer. ¿Quién era el hijo de la sabiduría? Para responder a ello, haré
un comentario.
Y adviértase que aunque Cristo no dijo nada al respecto, sino que pasó por alto este desliz, no fue por ello insensible al descuido que hizo que se olvidaran para con Él las formas de cortesía más comunes. Para Simón, Él era nada más que un pobre predicador con pretensiones susceptibles de juicio, y ciertamente no un profeta. Para la pobre mujer, era Dios en amor, que llevó su corazón al unísono con el Suyo en cuanto a los pecados de ella y respecto a sí misma, pues el amor fue confiado. Véase también que, en este apego a Jesús es donde se halla la verdadera luz; aquí, la verdadera revelación del evangelio; a María Magdalena, en referencia al privilegio más alto de los santos. Volver a nota 23
24 Obsérvese también aquí que, no es solamente en el caso de los actos milagrosos o en aquel del testimonio de la gloria de Su Persona en respuesta a Su oración, que se ofrecen estas oraciones. Su conversación con los discípulos con referencia al cambio en las dispensaciones de Dios –en las que Él habla de Sus sufrimientos, y les prohíbe delatarle como el Cristo–, es introducida por Su oración cuando estaba en un lugar desierto con ellos. Que Su pueblo fuese abandonado por un momento, era lo que tenía su corazón en vilo, así como la gloria. Además, derrama Su corazón ante Dios, cualquiera que fuese el asunto que le ocupa conforme a los caminos de Dios. Volver a nota 24
25 Es la manifestación del reino, no de la Iglesia en los lugares celestiales. Supongo que las palabras «entraron» deben de referirse a Moisés y Elías. Pero la nube cubrió a los discípulos. Aun así, nos vamos más lejos de esta manifestación. La palabra «cubrió» es la misma que la utilizada en la LXX para la nube que venía y cubría el tabernáculo. Leemos en Mateo que era una nube esplendorosa. Era la Shekinah de gloria que había estado con Israel en el desierto –me permito decir la casa del Padre. Su voz salió de dentro, y en ella entraron ellos. Es en Lucas donde vemos que esta nube espanta a los discípulos. Dios hablaba con Moisés desde ella; pero aquí ellos entran en ella. Así, además del reino, está el propio lugar de habitación de los santos. Esto lo hallamos en Lucas solamente. Tenemos el reino, Moisés y Elías en la misma gloria con el Hijo, y otros en la carne sobre la Tierra, pero también la habitación celestial de los santos. Volver a nota 25
26 Si Jesús toma a los discípulos para que vieran la gloria del reino, y la entrada de los santos a la gloria excelente donde el Padre estaba, Él descendió también y se encaró a la muchedumbre de este mundo y al poder de Satanás, donde nosotros tenemos que caminar. Volver a nota 26
27 Estos tres pasajes señalan, sucesivamente, un egoísmo sutil cada vez menos detectable por el hombre: egoísmo personal abiertamente manifestado, y el que se viste de la apariencia de celo por el Señor, pero que no se asemeja a Él. Volver a nota 27
28 Obsérvese que, cuando actúa la voluntad del hombre, éste no siente las dificultades, con lo cual no está cualificado para la obra. Cuando hay una llamada real, es entonces que se sienten los obstáculos. Volver a nota 28
29 En el versículo 25 de este capítulo, como en el capítulo 13:34, tenemos ejemplos del orden moral en Lucas, del que hemos hablado. Los testimonios del Señor están perfectamente en orden. Son de una ayuda infinita al comprender toda la relación del pasaje, y su posición aquí arroja gran luz sobre su significado. No se trata aquí del orden histórico. La posición tomada por Israel –por los discípulos–, y por todos, a través del rechazo de Cristo, es el tema que toca el Espíritu Santo. Estos pasajes se refieren a este rechazo, mostrando claramente la condición del pueblo que fue visitado por Jesús, su verdadero carácter, los consejos de Dios al introducir las cosas celestiales mediante la caída de Israel, y la relación entre el rechazo de Cristo y la introducción de estas cosas celestiales, de la vida eterna y del alma.
No obstante, la ley no fue quebrantada. De hecho, su lugar fue ocupado por la gracia, la cual, fuera de la ley, hizo aquello que no podía acometerse a través de aquélla. Veremos esto a medida que avancemos en nuestro capítulo. Volver a nota 29
30 Hay que destacar aquí que el Señor nunca utilizó la palabra vida eterna al hablar del efecto de la obediencia. «El don de Dios es vida eterna». Si hubieran obedecido, esa vida habría sido infinita, pero de hecho y en verdad, ahora que el pecado había entrado, la obediencia no era la vía para la posesión de vida eterna, y el Señor no lo manifiesta. Volver a nota 30
31 El deseo de tener una forma de oración dada por el Señor, ha llevado a corromper el texto aquí, reconocido por todos quienes han investigado en serio tocante a él –siendo el objeto conformar la oración aquí a aquella presentada en Mateo. Es así: «Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos el pan de cada día y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores, y no nos dejes caer en la tentación.» Volver a nota 31