— EL EVANGELIO SEGÚN JUAN — (Capítulos 12-21)
capítulo 12
Su lugar ahora es con el remanente, donde
Su corazón halló descanso –la casa de Betania. Tenemos, en esta familia, un
modelo del verdadero remanente de Israel, tres casos diferentes con respecto a
su posición ante Dios. Marta tenía fe, la cual, sin lugar a dudas, la aferró a
Cristo, pero no alcanzó lo que se necesitaba para el reino. Aquellos que serán
guardados para la tierra en los últimos tiempos, tendrán lo mismo. Su fe
reconocerá finalmente a Cristo el Hijo de Dios. Lázaro estaba allí, viviendo por
ese poder que podría haber resucitado también a todos los santos muertos del
mismo modo48,
los cuales, por gracia, en el último día, llamarán a Israel, moralmente, de su
estado de muerte. En una palabra, hallamos al remanente, el cual no morirá,
salvaguardado por la verdadera fe –fe en un Salvador vivo, que liberaría a
Israel– y aquellos que serán traídos de regreso de entre los muertos, para
disfrutar del reino. Marta servía; Jesús estaba en compañía de ellos; Lázaro se
sentaba a la mesa con Él.
Pero había también el representante de
otra clase. María, quien había bebido en la fuente de la verdad, recibiendo esa
agua viva en su corazón, comprendió que existía algo más que la esperanza y la
bendición de Israel –esto es, Jesús mismo. Ella hace lo que es adecuado para
Jesús en Su rechazo –para Aquel que es la resurrección, antes de serlo nuestra
vida. Su corazón asocia a María con aquel acto de Él, y ella le unge para Su
entierro. Para ella es Jesús mismo de quien se trataba –un Jesús rechazado,
tomando la fe su lugar en aquello que era la simiente de la asamblea, todavía
oculta en el suelo de Israel y de este mundo, pero la cual, en la resurrección,
saldría con toda la belleza de la vida de Dios –de la vida eterna. Es una fe que
se solaza en Él, en Su cuerpo, en el que estaba a punto de experimentar el
castigo del pecado para nuestra salvación. El egoísmo de la incredulidad,
traicionando su pecado en su desprecio hacia Cristo, y en su indiferencia,
propicia al Señor la ocasión para conferir su verdadero valor a esta acción de
Su querida discípula. El ungimiento de Sus pies es lo que se destaca aquí, como
mostrando que todo lo que era de Cristo tenía para ella un valor que no le hacía
mirar otra cosa. Ésta es una apreciación verdadera de Cristo. La fe que conoce
Su amor, el cual sobrepasa el conocimiento –esta clase de fe es de olor grato en
toda la casa. Y Dios lo recuerda conforme a Su gracia. Jesús la comprendió; esto
era todo cuanto ella quería. Él la justifica: ¿quién resolvería levantarse
contra ella? Concluye la escena, y se reanuda el curso de los acontecimientos.
La enemistad de los judíos (¡ay!, y la del
corazón del hombre, abandonado a sí mismo, y consecuentemente al enemigo que es
un homicida por naturaleza, y el enemigo de Dios –un enemigo que nada meramente
humano puede subyugar) estaría dispuesto a matar a Lázaro también. El hombre es
realmente capaz de esto, pero ¿capaz de qué? Todo cede ante el odio –a esta
clase de odio de Dios, quien se manifiesta a Sí mismo. Pero para esto sería de
hecho inconcebible. Ellos debían ahora creer en Jesús o rechazarle, pues Su
poder era tan evidente que debían hacer lo uno o lo otro –un hombre públicamente
resucitado de entre los muertos después de cuatro días, y vivo entre el pueblo,
no dejaba posibilidad de indecisión. Jesús lo sabía por conocimiento divino. Se
presenta como Rey de Israel para afirmar Sus derechos, y para ofrecer la
salvación y la gloria prometida al pueblo, y a Jerusalén49.
El pueblo comprendió esto. Debía ser un rechazo deliberado, como los fariseos
eran bien conscientes. Pero la hora había llegado; aunque no podían hacer nada,
pues el mundo fue a por Él, Jesús fue dado muerte, pues «Él se dio a Sí mismo».
El segundo testimonio de Dios acerca de
Cristo le ha sido ahora rendido como el verdadero Hijo de David. Él ha recibido
el testimonio de Hijo de David al resucitar a Lázaro (cap. 11:4), y de Hijo de
David al montar hacia Jerusalén sobre lomos de un asno. Había aún otro título
para ser reconocido. Como Hijo del Hombre, Él tenía que poseer todos los reinos
de la tierra. Los griegos50
acuden –pues Su fama se había expandido–, deseándole ver. Jesús dice «La hora ha
llegado para que el Hijo del Hombre sea glorificado». Pero ahora regresa a los
pensamientos para los que el ungüento de María era la expresión de Su corazón.
Él debería haber sido recibido como Hijo de David; pero al tomar Su lugar como
Hijo del Hombre, algo nuevo emerge forzosamente ante Él. ¿Cómo podía ser Él el
Hijo del Hombre, viniendo en las nubes del cielo para tomar posesión de todas
las cosas conforme a los consejos de Dios, si no moría antes? Si Su servicio
humano sobre la tierra había concluido, y Él se hubiera marchado libre,
llamando, si es necesario, a doce legiones de ángeles, nadie habría tenido parte
con Él. Él habría permanecido solo. «Excepto que el grano de trigo caiga a la
tierra y muera, queda solo; y si muere, produce mucho fruto». Si Cristo toma Su
gloria celestial, y no está solo en ella, Él muere para obtenerla, para traer
con Él las almas que Dios le ha dado. De hecho, la hora había llegado. No podía
demorarse más. Todo estaba ahora listo para el proceso final a este mundo, al
hombre y a Israel; y, sobre todo, los consejos de Dios estaban siendo cumplidos.
Exteriormente, todo era un testimonio de
Su gloria. Entró en Jerusalén triunfante –proclamándole Rey la multitud. ¿Y qué
había de los romanos? Estaban en silencio delante de Dios. Los griegos vinieron
a buscarle. Todo estaba preparado para la gloria del Hijo del Hombre. Pero el
corazón de Jesús conocía bien que para esta gloria –para la consumación de la
obra de Dios, para poseer a un ser humano en la gloria con Él, para que el
granero de Dios se llenara conforme a los consejos de Su gracia– Él debía morir.
Ningún otro camino para que las almas culpables viniesen a Dios. Aquello que
previó el afecto de María, Jesús lo conoce conforme a la verdad, y conforme a la
mente de Dios Él lo siente y se somete a ello. El Padre responde en este solemne
momento dando testimonio del efecto glorioso de aquello que Su soberana majestad
requería a la vez –majestad que Jesús glorificó plenamente por Su obediencia: y
¿quién podía hacer esto, excepto Aquel que, por esta obediencia, introdujo el
amor y el poder de Dios capaz de cumplirlo?
En lo que viene a continuación, el Señor
despliega un gran principio relacionado con la verdad contenida en Su
sacrificio. No había vínculo entre la vida natural del hombre y Dios. Si en el
Hombre Cristo Jesús había una vida en completa armonía con Dios, Él debía
ponerla con motivo de esta condición de hombre. Siendo de Dios, no podía
permanecer en relación con el hombre. Éste no la querría. Jesús moriría antes
que no cumplir Su servicio glorificando a Dios –de no ser obediente hasta el
fin. Pero si alguien amaba su vida de este mundo, la perdería; pues no estaba en
relación con Dios. Si alguien, por gracia, la odiaba –separándose de corazón de
este principio de enajenación de Dios, y entregaba su vida a Él, la poseería en
el nuevo y eterno estado. Servir a Jesús era por lo tanto seguirle; y a donde Él
iba, allí estaría Su siervo. El resultado de la asociación del corazón con Jesús
aquí, manifestado al seguirle, pasa de largo en este mundo, como Él realmente lo
hizo, y las bendiciones del Mesías, a la gloria eterna y celestial de Cristo. Si
alguien le servía, el Padre lo recordaría, y le honraría. Todo esto se dice en
vista de Su muerte, cuyo pensamiento acude a Su mente y turba Su alma. Y en el
justo temor de esa hora del juicio de Dios, y el fin del hombre como Dios lo
había creado aquí sobre la Tierra, Él pide a Dios que le liberara de ese
momento. Ciertamente, Él había venido –no para ser entonces, aunque lo era– el
Mesías, y no para tomar el reino entonces –aunque estaba en Su derecho–, sino
que vino para aquella misma hora: a morir para glorificar a Su Padre. Esto es lo
que Él deseaba, cualesquiera fueran las consecuencias. «Padre, glorifica tu
nombre», es Su única respuesta. Esto es perfección –siente lo que la muerte es:
no habría habido sacrificio si Él no lo hubiera sentido. Pero mientras lo
sentía, Su único deseo fue glorificar a Su Padre. Si esto le costaba a Él todo,
la obra era proporcionalmente perfecta.
Perfecto en este deseo, y hasta la muerte,
el Padre no podía por menos que responderle. En Su respuesta, según me parece,
el Padre anuncia la resurrección. ¡Pero qué gracia, qué maravilla ser admitido
en tales comunicaciones! El corazón queda abstraído, mientras que es inundado de
adoración y de gracia al contemplar la perfección de Jesús, el Hijo de Dios,
hasta la muerte; es decir, absolutamente; y al verle, con el sentido pleno de lo
que era la muerte, buscando la sola gloria del Padre; el Padre respondió –una
respuesta moralmente necesaria para este sacrificio del Hijo, y para Su propia
gloria. Así Él dijo: «Lo he glorificado, y lo volveré a glorificar». Creo que le
glorificó en la resurrección de Lázaro51.
Él iba a hacer lo mismo en la resurrección de Cristo –una resurrección gloriosa
la cual implicaba la nuestra; incluso como dijo el Señor, sin mencionar a los
Suyos.
Observemos ahora la relación de las
verdades referidas en este asombroso pasaje. La hora había llegado para la
gloria del Hijo del Hombre. Pero para ellos, se necesitaba que el grano precioso
de trigo cayera al suelo y muriera; de lo contrario habría permanecido solo.
Éste era el principio universal. La vida natural de este mundo en nosotros no
tenía parte con Dios. Jesús debía ser seguido. Así deberíamos nosotros
estar con Él. Esto era el servicio hacia Él. Así también debería ser honrado el
Padre. Cristo, por Sí mismo, contempla la muerte en el rostro, y siente toda su
sustancia. No obstante, Él se entrega a una única cosa –la gloria de Su Padre.
El Padre le respondió en esto. Su deseo debía cumplirse. Su perfección no iba a
quedar sin una respuesta. El pueblo le oye como la voz del Señor Dios, como es
descrita en los Salmos. Cristo –quien, en todo esto, se abnegó completamente–
declara que esta voz vino a causa del pueblo, a fin de que pudieran entender lo
que Él era para salvación de ellos. Luego allí se manifiesta ante Él, quien se
había puesto enteramente de lado, no la gloria futura, sino el valor, la
sustancia, la gloria de la obra que Él estaba a punto de realizar. Los
principios de los que hablamos son aquí llevados al punto central de su
desarrollo. En Su muerte, el mundo fue juzgado: Satanás fue su príncipe,
y es echado fuera. En apariencia, es Cristo quien era así. Por la muerte, Él
destruyó moral y judicialmente aquel que tenía el imperio de la muerte. Fue la
total y entera aniquilación de todos los derechos del enemigo, sobre quienes
estuvieran siendo ejercidos y sobre cualquier cosa que ejercieran su influencia,
cuando el Hijo de Dios y el Hijo del Hombre llevó el juicio de Dios como Hombre
en obediencia hasta la muerte. Todos los derechos de Satanás poseídos a través
de la desobediencia del hombre y el juicio de Dios sobre ello, eran sólo los
derechos en virtud de las reivindicaciones de Dios sobre el hombre, y retornados
nuevamente sólo a Cristo. Y siendo levantado entre Dios y el mundo, en
obediencia, sobre la cruz, llevando aquello que era debido al pecado, Cristo
devino el punto de atracción para todos los hombres vivos, para que mediante Él
todos pudieran acercarse a Dios. Mientras estaba vivo, Jesús debió haber sido
reconocido como el Mesías de la promesa. Levantado de la tierra como una víctima
ante Dios, no estando ya en la Tierra como vivo sobre ella, Él fue el punto de
atracción hacia Dios para todos aquellos que, vivos sobre la Tierra, estaban
alienados de Dios, como hemos visto, a fin de que pudieran venir a Él allí –por
gracia–, y tener la vida a través de la muerte del Salvador. Jesús previene al
pueblo que era sólo por un poco de tiempo que Él, la luz del mundo, permanecería
con ellos. Ellos debían creer mientras hubiera tiempo. Pronto vendrían las
tinieblas, y no sabrían ellos adónde ir. Vemos que, cualesquiera fuesen los
pensamientos que ocupaban Su corazón, el amor de Jesús nunca se enfriaba. Él
piensa en aquellos alrededor de Él –en los hombres conforme a su necesidad.
Sin embargo, ellos no creyeron de acuerdo
al testimonio del profeta, dado en vistas de Su humillación hasta la muerte, y
ofrecido teniendo en cuenta la visión de Su gloria divina, la cual no podía por
menos que traer juicio sobre un pueblo rebelde (Isa. 53 y 6).
Tal es la gracia, que Su humillación debía
ser su salvación; y, en la gloria que los juzgaba, Dios recordaría los consejos
de Su gracia, como fruto seguro de aquella gloria como lo fue el juicio que el
tres veces Santo, Jehová de los ejércitos debía pronunciar contra el mal –un
juicio suspendido por Su paciencia, durante siglos, pero cumplido ahora cuando
estos últimos intentos de Su misericordia eran menospreciados y rechazados.
Ellos prefirieron la alabanza de los hombres.
Por último, Jesús declara aquello que era
realmente Su venida –para que, de hecho, aquellos que creían en Él, en el Jesús
que ellos vieron sobre la Tierra, creyeran en Su Padre, y vieran a Su Padre. Él
vino como la luz, y aquellos que creyeran no andarían en tinieblas. Él no juzgó,
había venido a salvar, pero la Palabra que Él habló juzgaría a aquellos que la
oyeran, pues era la Palabra del Padre, y la vida eterna.
capítulo 13
Así pues, el Señor ha tomado Su lugar
yendo al Padre. Llegó el tiempo para ello. Él toma Su lugar en lo alto, conforme
a los consejos de Dios, y no se halla más en relación con un mundo que le había
rechazado; pero Él ama a los Suyos hasta la muerte. Hay dos cosas que tiene
presentes: por una parte, el pecado tomando la forma más dolorosa para Su
corazón; y por otra, el sentido de toda la gloria que le es dada a Él como
Hombre, y de donde Él vino y a donde se estaba dirigiendo; es decir, Su gloria y
Su carácter personal en relación con Dios, y la gloria que le fue dada. Él vino
de Dios e iba a Dios; y el Padre puso todas las cosas en Sus manos.
Pero ni Su entrada en la gloria, ni la
conciencia de pecado del corazón humano, apartan Su corazón de Sus discípulos, o
incluso de sus necesidades. Solamente ejerce Él Su amor para vincularlos consigo
mismo en la nueva posición que estaba creando para ellos, entrando así en ella.
No podía permanecer ya con ellos sobre la Tierra; y si los dejaba, y debía
hacerlo, no los abandonaría, sino que los haría aptos para que estuvieran donde
Él estaría. Los amaba con un amor que nada pudo detener. Siguió hasta
perfeccionar los resultados de ellos; y Él debía adaptarlos para estar con Él.
¡Bendito cambio que el amor realizó estando Él aquí con ellos! Tenían que tener
una parte con Aquel que vino de Dios e iba a Dios, y en aquellas manos el Padre
había depositado todas las cosas; pero entonces ellos tenían que ser adaptados
para estar con Él allí. Para este fin, Él es todavía siervo de ellos en amor, y
aún más que nunca. Sin duda que Él había sido esto en Su perfecta gracia, pero
lo fue mientras estuvo con ellos. Ellos fueron así, en cierto sentido,
compañeros. Cenaron todos juntos en la misma mesa. Pero Él abandona esta
posición, como hiciera con Su asociación personal con Sus discípulos ascendiendo
al cielo, al ir a Dios. Pero si lo hace, Él todavía se ciñe para su servicio, y
toma el agua52
para lavar sus pies. Aunque en el cielo, Él todavía nos sirve53.
El resultado de este servicio es que el Espíritu Santo se lleva prácticamente
por la Palabra toda la suciedad que recogemos cuando caminamos por este mundo de
pecado. En nuestro camino, tenemos contacto con este mundo que rechazó a Cristo.
Nuestro abogado en lo alto –comparar 1 Juan 2– nos purifica de esta suciedad en
vista de las relaciones con Dios Su Padre, a las cuales Él nos ha llevado
entrando en ellas Él mismo como Hombre en lo alto.
Se requería una pureza que conviniera a la
presencia de Dios, pues Él iba allí. Sin embargo, son solamente los pies los que
se tienen en cuenta. Los sacerdotes que servían a Dios en el tabernáculo eran
lavados cuando eran consagrados. Su lavamiento no fue repetido. Así, una vez
renovados espiritualmente por la Palabra, esto no se repite para nosotros. En
«aquel que está lavado» es una palabra diferente de «excepto para lavar sus
pies». Lo primero es bañar todo el cuerpo, lo último es el lavar las manos o los
pies. Nosotros necesitamos esto último constantemente, pero no somos, una vez
nacidos por la Palabra, lavados otra vez del todo, más que se repitiera con los
sacerdotes en su primera consagración. Los sacerdotes lavaban sus manos y sus
pies cada vez que acometían su servicio –cada vez que se acercaban a Dios.
Nuestro Jesús restaura la comunión y el poder para servir a Dios, cuando la
hemos perdido. Lo hace, y con vistas a la comunicación y el servicio, pues ante
Dios estamos totalmente limpios a modo personal. El servicio era el servicio de
Cristo –el de Su amor. Él secó sus pies con el paño con el que se ceñía –una
circunstancia expresiva del servicio. Los medios de la purificación eran agua
–la Palabra, aplicada por el Espíritu Santo. Pedro se encoge ante la idea de que
Cristo se humillara de esta manera; pues debemos someternos a este pensamiento,
que nuestro pecado es tal que nada menos que la humillación de Cristo para
lavarnos de él. Nada más nos hará conocer realmente la perfecta y deslumbrante
pureza de Dios, o el amor y la devoción de Jesús; y en la comprensión de éstos
consiste el tener un corazón santificado por la presencia de Dios. Pedro,
entonces, quería que el Señor le lavara también la cabeza y las manos. Pero esto
ya fue efectuado. Si somos de Él, somos nacidos de nuevo y purificados por la
Palabra que Él ha aplicado a nuestras almas. Sólo nos ensuciamos los pies al
caminar. Es según el modelo de este servicio de Cristo en gracia que tenemos que
actuar con respecto a nuestros hermanos.
Judas no era limpio; no había nacido de
nuevo, no estaba lavado por medio de la Palabra que Jesús habló. No obstante,
siendo enviado por el Señor, aquellos que le recibían también recibían a Cristo.
Y esto es cierto además acerca de aquellos a quienes Él envía por Su Espíritu.
Este pensamiento retrotrae la traición de Judas a la mente del Señor; Su alma
está afligida por esta idea, y desahoga el corazón declarándolo a Sus
discípulos. Con lo que Su corazón está ocupado aquí es, no Su conocimiento del
individuo, sino del hecho que uno de ellos iba a hacerlo, uno de aquellos
que habían sido Sus compañeros.
Por consiguiente, fue a razón de que él
dijera esto que los discípulos se miraron unos a otros. Ahora había otro cerca
de Él, el discípulo que amaba Jesús; pues tenemos, en toda esta parte del
Evangelio de Juan, el testimonio de la gracia que responde a las diversas formas
de malicia e impiedad en el hombre. Este amor de Jesús había formado el corazón
de Juan –le había dado confianza y constancia de afecto; y consecuentemente, sin
ningún otro motivo que éste, él estuvo lo suficiente cerca de Jesús para recibir
comunicaciones de Él. No era a fin de recibirlas que se puso cerca de Jesús; él
se puso allí porque amaba al Señor, cuyo amor le había ligado tanto a Sí mismo;
pero, estando allí él, era capaz de recibir estas comunicaciones. Así podemos
todavía aprender de Él.
Pedro le amaba; pero había demasiado de
inadecuado en Pedro para el servicio, si Dios le llamaba a él –y Él lo hizo en
gracia cuando le hubo humillado lo bastante para conocerse a sí mismo, pero en
intimidad. ¿Quién, entre los doce, dio testimonio como Pedro, en quien Dios fue
poderoso hacia la circuncisión? Pero no hallamos en sus epístolas aquello que
hallamos en las de Juan54.
Además, cada uno tiene su lugar ofrecido en la soberanía de Dios. Pedro amaba a
Cristo; y vemos que, ligado también a Juan con este vínculo de afecto común,
están constantemente juntos como vemos al final de este Evangelio, siendo que él
está ansioso por conocer la suerte de Juan. Él utiliza entonces a Juan para
preguntar al Señor cuál de entre ellos le traicionaría. Recordemos que estar
cerca de Jesús por causa de Él, es la manera de poseer Su mente cuando surgen
pensamientos ávidos.
Jesús señala a Judas cuando moja en el
plato, lo cual significaba que podría haber delatado a cualquier otro, pero que
para aquél sólo significó el sello de su ruina. Es realmente así en la medida de
cada favor de Dios vertido dentro de un corazón que lo rechaza. Después de mojar
el pan, Satanás entra en Judas. Impío desde el principio al ser codicioso, y
cediendo de costumbre a las tentaciones ordinarias, aunque estaba con Jesús,
endureció el corazón contra el efecto de esa gracia que siempre estaba ante sus
ojos, cedió a la sugerencia del enemigo y se hizo el instrumento de los sumos
sacerdotes para entregar al Señor. Él sabía lo que ellos querían, y fue a
ofrecérselo. Cuando a causa de su larga familiaridad con la gracia y la
presencia de Jesús, al tiempo que se deleitaba en el pecado, para Judas
perdieron totalmente su influencia la gracia y el pensamiento de la Persona de
Cristo, quedando en un estado de insensibilidad al entregarle. El conocimiento
que tenía del poder del Señor le ayudó a entregarse al diablo, y ello fortaleció
la tentación de Satanás, pues evidentemente estaba seguro de que Jesús tendría
nuevamente éxito escapándose de las manos de Sus enemigos; y por lo que hacía al
poder, Judas tenía razón al pensar que podía haber hecho así. Pero ¿qué sabía él
de los pensamientos de Dios? Todo era oscuridad, moralmente, en su alma.
Y ahora, después de este último
testimonio, que fue tanto una señal de la gracia como un testimonio del
verdadero estado de su corazón, insensible a este testimonio –como queda
expresado en el Salmo que aquí se cumple–, Satanás entra en él, tomando posesión
de su ser hasta el punto de volverlo insensible hacia todo lo que podría haberle
hecho sentir, aun como hombre, la horrenda naturaleza de lo que iba a hacer; y
le enflaqueció así al llevar a cabo este mal, de modo que ni su conciencia ni su
corazón fueran despertados en el acto de cometerlo. ¡Terrible condición! Satanás
le poseyó, hasta que se vio obligado a dejarle al juicio del cual no podía
ocultarse, y el cual será suyo en el momento indicado por Dios –un juicio que se
manifestó a la conciencia de Judas cuando el mal fue hecho, demasiado tarde –y
el sentimiento que se muestra mediante una desesperación que su relación con
Satanás sólo hacía aumentar–, pero el cual es obligado a dar testimonio de Jesús
ante aquellos que sacaron rendimiento de su pecado y se burlaron de su angustia.
Pues la desesperación va en pos de la verdad; el velo es rasgado; deja de
existir el autoengaño; la conciencia queda descubierta ante Dios, pero es
delante de Su juicio. Satanás no engañará allí; y no la gracia, sino la
perfección de Cristo, será la que se revelará. Judas rindió testimonio de la
inocencia de Jesús, como hizo el ladrón en la cruz. Es así que la muerte y la
destrucción oyeron la fama de Su sabiduría: sólo Dios lo sabe (Job 28:22, 23).
Jesús conocía su condición. No fue sino el
cumplimiento de aquello que Él iba a hacer, por medio de uno para quien no había
ya esperanza. «Lo que haces», dijo Jesús, «hazlo rápido». ¡Pero qué palabras
cuando las oímos de labios de Aquel que era el mismo amor! Sin embargo, los ojos
de Jesús no se fijaban en Su propia muerte. Él está solo. Nadie, ni siquiera Sus
discípulos, tuvieron ninguna parte con Él. Ellos no podían seguirle adonde Él
iba, más que los propios judíos. ¡Solemne pero gloriosa hora! Un Hombre que iba
a encontrarse con Dios en donde el hombre quedaba separado de Dios –iba a
encontrarlo en el juicio. Esto, de hecho, es lo que Él dice, tan pronto como
Judas sale fuera. La puerta que Judas cerró tras de sí separó a Cristo de este
mundo.
«Ahora», dice Él, «es glorificado el Hijo
del Hombre». Esto lo dijo cuando llegaron los griegos, pero cuando se trataba de
la gloria venidera –Su gloria como cabeza de todos los hombres, y, de hecho, de
todas las cosas. Pero esto aún estaba por llegar, y Él dijo «Padre, glorifica tu
nombre». Jesús debía morir. Era aquello lo que glorificaba el nombre de
Dios en un mundo de pecado. Era la gloria del Hijo del Hombre para llevarla a
cabo allí, donde todo el poder del enemigo, y el juicio de Dios sobre el pecado,
se manifestaron. Donde la cuestión quedó moralmente zanjada, donde Satanás –en
su poder sobre el hombre pecador, el hombre bajo el pecado, plenamente
desarrollado en odio abierto contra Dios– y Dios se encontraron, no como en el
caso de Job, instrumento en las manos de Dios para la disciplina, sino para
justicia, aquello en lo que Dios estaba contra el pecado, pero aquello en lo
que, en virtud del ofrecimiento de Cristo, todos Sus atributos serían
ejercitados y glorificados, y por los cuales, de hecho, a través de lo que tuvo
lugar, siendo glorificadas todas las perfecciones de Dios al manifestarse por
medio de Jesús, o por medio de aquello que Jesús hizo y padeció.
Estas perfecciones fueron directamente
desplegadas en Él, hasta donde alcanzó la gracia. Pero ahora que la oportunidad
del ejercicio de todas ellas había sido provisto, al tomar Él un lugar que le
sometió a la prueba conforme a los atributos de Dios, Su perfección divina podía
manifestarse a través del hombre en Jesús allí donde Él permanecía en el sitio
del hombre; y –hecho pecado, gracias sean dadas a Dios, para el pecador–, Dios
fue glorificado en Él. Démonos cuenta de lo que hallamos en la cruz: el poder
entero de Satanás sobre los hombres; Jesús solitario y excluido; el hombre en
declarada enemistad hacia Dios en el rechazo de Su Hijo; Dios manifestado en
gracia: luego en Cristo, como Hombre, el amor perfecto hacia Su Padre y
obediencia perfecta, y ello en el lugar del pecado –pues la perfección del amor
a Su Padre y la obediencia fueron cuando Él estaba como pecado ante Dios en la
cruz. Entonces la majestad de Dios fue mejorada, glorificada (Heb. 2:10). Su
justicia perfecta contra el pecado como el Santo; pero en ella Su amor perfecto
a los pecadores al dar a Su Hijo unigénito. Pues por ello conocemos nosotros el
amor. Resumiendo: en la cruz hallamos al hombre en la maldad absoluta –el odio
de lo que era bueno; el pleno poder de Satanás sobre el mundo –el príncipe de
este mundo; el hombre en la perfecta bondad, obediencia, y el amor al Padre a
todo coste para Él mismo; Dios en justicia absoluta, infinita contra el pecado,
y en amor infinito y divino para el pecador. El bien y el mal fueron plenamente
zanjados para siempre, y la salvación efectuada, el fundamento de los nuevos
cielos y tierra nueva puesto. Bien podemos decir «Ahora es el Hijo del Hombre
glorificado en Él.» Completamente deshonrado en el primero, Él es infinitamente
más glorificado en el Segundo, y por tanto pone al Hombre (Cristo) en la gloria,
e inmediatamente, no espera al reino. Pero éste requiere algunas palabras más
concretas, pues la cruz es el centro del universo, según Dios, la base de
nuestra salvación y nuestra gloria, y la brillante manifestación de la propia
gloria de Dios, el centro de la historia de la eternidad.
El Señor dijo, cuando los griegos desearon
verle, que la hora había llegado para que el Hijo del Hombre fuese glorificado.
Él habló a la sazón de Su gloria como Hijo del Hombre, la gloria que tomaría
bajo ese título. Él sintió realmente que a fin de introducir a los hombres en
esa gloria, debía pasar por la muerte. Pero Él quedó absorto por algo que
separaba Sus pensamientos de la gloria y del sufrimiento –el deseo que poseía Su
corazón de que Su Padre fuese glorificado. Todo había llegado ahora al punto en
que esto tenía que consumarse; y el momento llegó cuando Judas –sobrepasando los
límites de la justa y perfecta paciencia de Dios– salió, dando rienda suelta a
su iniquidad, para consumar el crimen que conduciría al maravilloso cumplimiento
de los consejos de Dios.
En Jesús sobre la cruz, el Hijo del Hombre
ha sido glorificado de una manera más admirable que lo será incluso para la
gloria positiva que pertenece a Él bajo este título. Sabemos que será vestido
con esa gloria, pero en la cruz, el Hijo del Hombre llevó todo lo que fue
necesario para la perfecta manifestación de toda la gloria de Dios. Todo el peso
de esa gloria fue presentado para que Él lo llevara sobre Sí, para someterle
bajo la prueba, para que se evidenciara si podía Él soportarlo, verificarlo y
exaltarlo; y ello presentándolo en el lugar donde, salvo por esto, el pecado
ocultaba esa gloria, y, por decirlo así, le dio impíamente la mentira. ¿Era
capaz el Hijo del Hombre de entrar en tal lugar, de acometer una tarea así,
llevarla a cabo y mantener Su lugar sin fracasar hasta el final? Esto es lo que
Jesús hizo. La majestad de Dios tenía que vindicarse contra la rebelión
insolente de Su criatura; Su verdad, la cual le amenazó con la muerte, había de
ser mantenida; Su justicia establecida contra el pecado –¿quién podía
soportarla?, y al mismo tiempo, Su amor plenamente demostrado. Teniendo aquí
Satanás todos sus malogrados derechos, obtenidos por nuestro pecado, Cristo
–perfecto como Hombre, solo, separado de todos los hombres, en obediencia, y
teniendo como Hombre un objeto únicamente –la gloria de Dios, divina y perfecta–
sacrificándose para este propósito. Su justicia, Su majestad, Su verdad, Su amor
fueron todos verificados en la cruz como lo fueron en Sí mismo, y revelados
solamente allí; y esto con respecto al pecado.
Dios puede ahora actuar libremente,
conforme a aquello que Él es conscientemente a Sí mismo, sin ningún otro
atributo entorpeciendo u oscureciendo el otro. La verdad condenó al hombre a la
muerte, y la justicia condenó para siempre al pecador, demandando la majestad la
ejecución de la sentencia. ¿Dónde, entonces, estaba el amor? Si el amor, tal
como lo concebía el hombre, tenía que pasar todo por alto, ¿dónde estarían Su
majestad y Su justicia? Asimismo, esto no podía ser; ni hubiera sido entonces
amor, sino indiferencia hacia el mal. Por medio de la cruz, Él es justo, y Él
justifica en gracia; Él es amor, y en este amor Él otorga Su justicia al hombre.
La justicia de Dios toma el lugar del pecado del hombre para el creyente. La
justicia, así como el pecado del hombre, desaparecen ante la luz clara de la
gracia, y no oscurece la soberana gloria de una gracia como ésta hacia el
hombre, quien estaba realmente alienado de Dios.
¿Y quién llevó a cabo esto? ¿Quién
estableció así la gloria de Dios –en cuanto a su manifestación, y el mejorarla
donde había estado, en cuanto al estado de cosas, comprometida por el pecado?
Fue el Hijo del Hombre. Por lo tanto, Dios le glorifica con Su propia gloria;
pues fue de hecho esa gloria que Él estableció e hizo digna, cuando ante Sus
criaturas fue borrada por el pecado –no podía ser así en sí misma. Y no sólo fue
restablecida, sino que además fue realizada de modo tal que no hubiera podido
serlo por otros medios. Nunca fue el amor como el don del Hijo de Dios para los
pecadores; nunca la justicia –para la cual el pecado es insoportable– fue como
aquella que no escatimó al Hijo de Dios cuando llevó el pecado sobre Sí mismo; y
nunca la majestad como aquella que sostuvo el Hijo de Dios mismo, responsable
por toda la trascendencia de sus exigencias (comparar Heb. 2). Jamás la verdad
como aquella, que no cedió ante la necesidad de la muerte de Jesús. Ahora
conocemos a Dios. Siendo glorificado en el Hijo del Hombre, se glorifica Él en
Sí mismo. Pero, consecuentemente, no espera el día de Su gloria con el hombre,
conforme al pensamiento del capítulo 12. Dios le llama a Su propia diestra, y le
hace sentarse allá en seguida, y solo. ¿Quién podría estar allí –salvo en
espíritu– sino Él? Aquí Su gloria está relacionada con aquello que Él podía
hacer solo –con aquello que puede haber hecho en solitario; y de lo cual Él
tendrá el fruto solo con Dios, pues Él era Dios.
Otras glorias vendrán a su debido tiempo.
Él las compartirá con nosotros, aunque en todo Él tenga la preeminencia. Aquí Él
está, y debe estarlo siempre, solo –es decir, en aquello que es personal de Sí
mismo. ¿Quién compartió la cruz con Él, sufriendo por el pecado, y cumpliendo la
justicia? Nosotros, en realidad, la compartimos con Él en lo que respecta al
sufrimiento por causa de la justicia, y por el amor de Él y Su pueblo, hasta la
muerte; y así participaremos también de Su gloria. Pero es evidente que no
podíamos glorificar a Dios por el pecado. Aquel que no conoció pecado, podía ser
hecho pecado solo. Solamente El Hijo de Dios pudo soportar esta carga.
En este sentido, el Señor –cuando Su
corazón halló el alivio derramando estos gloriosos pensamientos, estos
maravillosos consejos– se dirigió a Sus discípulos con afecto, contándoles que
su relación con Él aquí abajo pronto terminaría, que Él marchaba adonde ellos no
podían seguirle, más de lo que pudieran hacerlo los judíos incrédulos. El amor
fraternal tenía, en cierto sentido, que tomar Su lugar. Tenían que amarse los
unos a los otros como Él los había amado, con un amor superior a las faltas de
la carne en sus hermanos –amor fraternal de gracia en estos aspectos. Si la
columna principal era tomada de ellos, en la cual todos se reclinaban, ellos
tendrían que soportarse mutuamente, aunque no por sus propios medios. Y así
serían conocidos los discípulos de Cristo.
Simón Pedro deseó penetrar en aquello que nadie, salvo Jesús, podía penetrar –en la presencia de Dios por la senda de la muerte. Esto es una confianza carnal. El Señor le dice, con gracia, que en aquel momento no podía ser. Él debía secar aquel mar insondable para los hombres –la muerte– aquel Jordán desbordante, y luego, cuando no se trataba ya del juicio de Dios, ni era ejercido por el poder de Satanás –pues en ambos caracteres Cristo destruyó completamente su poder para el creyente–,Su pobre discípulo podría pasar por ella por causa de la justicia y de Cristo. Pero Pedro le seguiría con sus propias fuerzas, declarándose capaz de hacer exactamente aquello lo cual Jesús iba a hacer por él. De hecho, aterrado por el primer movimiento del enemigo, él se reprime cuando oye la voz de una mujer, y niega al Maestro que él amaba. En las cosas de Dios, la confianza de la carne sólo nos conduce a una posición en la que aquélla no puede permanecer. La sinceridad sola no puede hacer nada contra el enemigo. Tenemos que poseer la fortaleza de Dios.
capítulo 14
El Señor comienza ahora el discurso con
ellos, en vista de Su partida. Él se marchaba donde ellos no podían ir. Para el
ojo humano, ellos serían dejados solos sobre la Tierra. Es por el sentimiento de
esta aparente condición de soledad que el Señor toma la palabra, mostrando que
Él era un objeto para la fe, igual que Dios lo era. Al hacer esto, Él les
descubre toda la verdad con respecto a su condición. Su obra no es el asunto que
trata, sino la posición de ellos en virtud de esa obra. Su Persona debería haber
sido para ellos la llave a esa posición, y es lo que iba a ser ahora. El
Espíritu Santo, el Consolador, el cual iba a venir, sería el poder por el que
ellos la disfrutarían, y más todavía.
A la pregunta de Pedro «Señor, ¿dónde
habitas?» el Señor le responde. Sólo cuando el deseo de la carne intenta entrar
en la senda en la que Jesús entraba, el Señor no podía por menos que decir que
la fortaleza de la carne para nada aprovecha; pues, de hecho, él se propuso
seguir a Cristo en la muerte. ¡Pobre Pedro!
Cuando el Señor escribió la sentencia de
muerte sobre la carne para nosotros, revelándonos su impotencia, Él puede
entonces (cap. 14) revelar aquello que está más allá por la fe; y aquello que
nos pertenece a través de Su muerte, devuelve su luz, y nos enseña quién era Él,
aun estando sobre la Tierra, y siempre antes de que el mundo fuese. Él regresaba
al lugar del que vino. Pero comienza con Sus discípulos donde éstos estaban, y
cubre la necesidad de sus corazones explicándoles de qué manera –mejor en cierto
sentido, que siguiéndole a Él aquí abajo– ellos estarían con Él cuando se
ausentara. Ellos no vieron a Dios físicamente presente entre ellos: para gozar
de esta presencia, creyeron en Él. Había de ocurrir lo mismo con respecto a
Jesús. Ellos tenían que creer en Él. No los abandonaba al marcharse de ellos,
como si solamente hubiera lugar para Él en la casa del Padre –alude al templo
como figura. Había lugar para todos ellos. El marchar allí, era todavía Su
pensamiento –Él no está allí como el Mesías. Le vemos en las relaciones en las
que permaneció conforme a las verdades eternas de Dios. Él siempre tenía en
mente Su partida. Caso de no haber habido lugar para ellos, Él no se lo habría
contado. Su lugar estaba con Él. Pero se marchaba a prepararles este lugar. Sin
presentar allí la redención, y presentándose Él como el nuevo hombre conforme al
poder de esa redención, no había lugar habilitado en el cielo. Él entra en el
cielo en el poder de esa vida que los introduciría a ellos también. Pero no
marcharían solos para unirse con Él, ni Él se uniría a ellos aquí abajo. El
cielo, no la Tierra, era la cuestión. Ni tampoco mandaría llamarlos por medio de
otros, sino que como aquellos que tanto estimaba, Él mismo vendría a buscarlos,
y los recibiría a Sí mismo, que donde Él estaba pudieran ellos estar también. Él
vendría desde el trono del Padre; allí, por supuesto, no pueden sentarse ellos;
pero Él los recibirá allí, donde permanecerá en gloria delante del Padre. Iban a
estar con Él –una posición mucho más excelente que el permanecer aquí abajo,
incluso siendo el Mesías en gloria sobre la Tierra.
Habiéndoles dicho adónde iba, es decir, a
Su Padre –y hablando conforme al efecto de Su muerte para ellos–, les explica
que ellos sabían a dónde iba, y el camino. Él marchaba al Padre, y ellos vieron
al Padre al haberlo visto a Él. Así, habiendo visto al Padre, conocían el
camino; pues cuando venían a él, venían al Padre, quien estaba en Él así como Él
estaba en el Padre. Él mismo era, entonces, el camino. Por lo tanto, recrimina a
Felipe que le hayan conocido aún. Había estado tiempo con ellos, como la
revelación en Su propia Persona del Padre, y debieron haberle conocido, y ver
que Él estaba en el Padre, y el Padre en Él, y así haber conocido adonde Él
marchaba, pues era al Padre. Les había declarado el nombre del Padre, y si eran
incapaces de ver al Padre en Él, o ser convencidos de ello por Sus palabras,
deberían haberlo sabido por Sus obras, pues el Padre que habitaba en Él era
quien hacía las obras. Esto dependía de Su Persona, estando todavía en el mundo;
pero una prueba sorprendente estaba relacionada con Su partida. Después de que
se fuera, ellos harían obras aún mayores que las que hizo Él, porque actuarían
en relación con Su mayor proximidad al Padre. Esto era un requisito para Su
gloria. Hasta carecía de límites. Él los situó en una relación inmediata con el
Padre por el poder de Su obra y de Su nombre; y cualquier cosa que ellos
pidieran al Padre en Su nombre, Cristo mismo lo haría para ellos. Su petición
sería oída y ofrecida por el Padre –mostrando qué proximidad había conseguido
para ellos; y Él (Cristo) haría todo lo que le pidieran. Pues el poder del Hijo
no era, y no podía ser, limitado para la voluntad del Padre; no había límite a
Su poder.
Pero esto condujo a otro asunto. Si ellos
le amaban, tenían que demostrarlo, no en lamentos, sino en guardar Sus
mandamientos. Tenían que caminar en obediencia. Esto caracteriza al discipulado
hasta el momento presente. El amor desea estar con Él, pero se muestra a sí
mismo obedeciendo Sus mandamientos. Pues Cristo también tiene un derecho a
mandar. Por otra parte, Él procuraría por el bien de ellos desde arriba, y se
les ofrecería otra bendición; esto es, el Espíritu Santo mismo, el cual nunca
los abandonaría, como Cristo tampoco lo haría. El mundo no supo recibirle.
Cristo, el Hijo, fue mostrado a los ojos del mundo, y debió haber sido recibido
por él. El Espíritu Santo actuaría, siendo invisible; pues por el rechazo de
Cristo, todo terminó con el mundo en sus relaciones naturales y creacionales con
Dios. Pero el Espíritu Santo sería dado a conocer por los discípulos. Él no sólo
permanecería con ellos, como Cristo no podía, sino que estaría en ellos, no con
ellos como Él era. El Espíritu Santo no sería visto entonces o conocido por el
mundo.
Hasta ahora, en Su discurso, Él condujo a
los discípulos a seguirle –en espíritu– arriba, a través del conocimiento cuya
familiarización con el mismo les revelaba el lugar adonde Él iba, y este camino.
Él mismo era el camino, como hemos visto. Él mismo era la verdad, en la
revelación –y una revelación perfecta– de Dios y de la relación del alma a Él;
y, realmente, de la condición verdadera y carácter de todas las cosas, al
manifestar la luz perfecta de Dios en Su propia Persona que le reveló. Él era la
vida, en que Dios y la verdad podían así ser conocidos. Los hombres venían a
través de Él. Éstos hallaron al Padre revelado en Él; y ellos poseyeron en Él
aquello que les capacitaba gozar, y en la aceptación a la que ellos de hecho
llegaron, del Padre.
Pero ahora, no es lo objetivo aquello que
Él presenta, ni el Padre en Él –al cual deberían haber conocido ellos– ni Él en
el Padre, cuando estuvo aquí abajo. Él no eleva los pensamientos de ellos al
Padre a través de Sí mismo y en Sí mismo, y Él en el Padre en el cielo. Les
presenta aquello que les sería dado aquí abajo –la corriente de bendición que
manaría para ellos en este mundo, en virtud de aquello que Jesús era, y lo que
era para ellos, en el cielo. Una vez presentado el Espíritu Santo como enviado,
el Señor dice «No os dejaré huérfanos, vendré a vosotros». Su presencia, en
espíritu aquí abajo, es el consuelo de Su pueblo. Ellos le verían, y esto es
mucho más cierto que verle a Él con los ojos de la carne. Sí, más cierto; es
conocerle de un modo mucho más real, aunque por la gracia ellos hubieran creído
en Él como el Cristo, el Hijo de Dios. Y además, esta visión espiritual de
Cristo a través del corazón, y la presencia del Espíritu Santo, está relacionada
con esta vida. «Porque yo vivo, vosotros también viviréis». Le vemos, porque
tenemos vida, y esta vida es en Él, y Él en esta vida. «Esta vida está en el
Hijo». Es igual de certera que su duración. Se deriva de Él. Porque Él
vive, nosotros viviremos. Nuestra vida es, en todo, la manifestación de Aquel
que es nuestra vida. Como el apóstol lo expresa: «Que la vida de Jesús pueda
manifestarse en nuestros cuerpos mortales». ¡Ay!, la carne se resiste, pero ésta
es nuestra vida en Cristo.
Esto no es todo. Habitando el Espíritu
Santo en nosotros, sabemos que estamos en Cristo55.
«Aquel día sabréis que yo soy en mi Padre, y vosotros en mí, y yo en vosotros».
No es «El Padre en mí [lo cual, no obstante, es siempre cierto] y yo en Él»
–palabras, la primera de las cuales, aquí omitida, expresa la realidad de Su
manifestación del Padre sobre la Tierra. El Señor solamente expresa aquello que
pertenece a Su ser real y divino de ser Uno con el Padre «Yo soy en mi Padre».
Es esta última parte de la verdad –implícita, sin duda, en la otra cuando se
comprende bien–, de la que habla el Señor. No podía ser realmente así; pero
podría pensarse tal cosa como una manifestación de Dios en un hombre sin ser
este hombre realmente Dios –verdaderamente Dios en Sí mismo–, que es menester
decir también que Él es en el Padre. La gente sueña en estas cosas; hablan de la
manifestación de Dios en la carne. Hablamos de Dios manifestado en carne. Pero
aquí es obviada toda ambigüedad. Él era en el Padre, y es esta parte de la
verdad la cual se repite aquí; añadiendo que, en virtud de la presencia del
Espíritu Santo, mientras los discípulos debían conocer plenamente a la divina
Persona de Jesús, deberían conocer además que ellos mismos eran en Él. Aquel que
está unido al Señor, es un espíritu. Jesús no dijo que deberían haber conocido
esto mientras estaba Él con ellos sobre la Tierra. Deberían haber sabido que el
Padre era en Él, y Él en el Padre. Pero en eso, Él estaba solo. Los discípulos,
sin embargo, habiendo recibido al Espíritu Santo, debieron conocer que ellos
eran uno con Él –una unión de la que el Espíritu Santo es la fuerza y el
vínculo. La vida de Cristo mana de Él en nosotros. Él es en el Padre, nosotros
en Él, y Él también en nosotros, conforme al poder de la presencia del Espíritu
Santo.
Éste es el sujeto de la fe común, cierta
en todos. Pero existe una guardia constante y un gobierno, y Jesús se manifiesta
a nosotros en relación con, y de una manera dependiente de, nuestro caminar.
Aquel que tiene en cuenta la voluntad del Señor, la posee y la observa. Un
buen hijo no sólo obedece cuando conoce la voluntad de su padre, sino que
adquiere el conocimiento de esa voluntad escuchándola. Éste es el espíritu de
obediencia en amor. Si actuamos así con respecto a Jesús, el Padre, quien toma
nota de todo lo que se refiere a Su Hijo, nos amará. Jesús nos amará también, y
se manifestará a nosotros. Judas (no el Iscariote) no comprendió esto porque no
veía más lejos de una manifestación corporal de Cristo, igual que la podía
percibir el mundo. Jesús añade por tanto, que el discípulo verdaderamente
obediente –y aquí Él habla más espiritualmente y de modo más general de Su
Palabra, no meramente de Sus mandamientos– sería amado por el Padre, y que el
Padre y Él mismo vendrían y harían morada con él. Así que, si hay obediencia
mientras esperamos el momento en que iremos a vivir con Jesús en la presencia
del Padre, Él y el Padre habitan en nosotros. El Padre y el Hijo se manifiestan
en nosotros, en quienes el Espíritu Santo habita, igual que el Padre y el
Espíritu Santo estaban presentes cuando el Hijo estaba aquí abajo –no podía ser
de otra manera, pues Él era el Hijo, y nosotros sólo vivimos por Él –el Espíritu
Santo habitando sólo en nosotros. Pero con respecto a estas Personas gloriosas,
no están desunidas. El Padre hizo las obras en Cristo, y Jesús echó fuera a los
demonios por el Espíritu Santo; sin embargo, el Hijo obró. Si el Espíritu Santo
está en nosotros, el Padre y el Hijo vienen y hacen Su morada en nosotros.
Solamente se observará aquí que hay un gobierno. Somos, conforme a la vida
nueva, santificados para la obediencia. No se trata aquí del amor de Dios en
gracia soberana hacia un pecador, sino de los tratos del Padre con Sus hijos.
Por lo tanto, es en el camino de la obediencia donde se hallan las
manifestaciones del amor del Padre y de Cristo. Amamos, no acariciamos, a
nuestros revoltosos hijos. Si afligimos el Espíritu, Él no será en nosotros el
poder de la manifestación a nuestras almas del Padre y del Hijo en comunión,
sino que más bien actuará en nuestras conciencias en convicción, aunque dándonos
el sentido de la gracia. Dios puede restaurarnos por Su amor, y testificar a
nuestras conciencias cuando nos hayamos desviado; pero la comunión es en la
obediencia. Por último, Jesús tenía que ser obedecido; pero fue la Palabra del
Padre a Jesús, observémoslo bien, como Él fue aquí abajo. Sus palabras eran las
palabras del Padre.
El Espíritu Santo rinde testimonio de
aquello que Cristo era, así como de Su gloria. Es la manifestación de la vida
perfecta de Hombre, y de Dios en Hombre, del Padre en el Hijo –la manifestación
del Padre por el Hijo, que está en Su seno. Tales eran las palabras del Hijo
aquí abajo. Y cuando hablamos de Sus mandamientos, no es solamente la
manifestación de Su gloria por el Espíritu Santo cuando Él está en lo alto, y
sus resultados, sino que Sus mandamientos, cuando Él los dijo aquí y habló las
palabras de Dios. Pues Él no tenía al Espíritu Santo por medida para que Sus
palabras hubieran sido entremezcladas, y en parte imperfectas, o cuando menos no
divinas. Él fue verdaderamente Hombre, y siempre un Hombre; pero fue Dios
manifestado en carne. El antiguo mandamiento del principio es nuevo, puesto que
esta misma vida, que se expresó en Sus mandamientos, ahora nos mueve y nos anima
–cierto de Él y de nosotros (comparar 1 Juan 2). Los mandamientos son aquellos
del Hombre Cristo, pero son los de Dios y las palabras del Padre, de acuerdo a
la vida que se ha manifestado en este mundo en la Persona de Cristo. Éstas
expresan en Él, y forman y dirigen en nosotros, esa vida eterna que estaba con
el Padre, y la cual ha sido manifestada a nosotros en el hombre –en Aquel que
los apóstoles podían ver, escuchar y tocar; y cuya vida poseemos nosotros en Él.
Sin embargo, el Espíritu Santo nos ha sido dado para llevarnos a toda la verdad,
según este mismo capítulo de la epístola de Juan «Tenéis la unción del Santo, y
sabéis todas las cosas».
Dirigir la vida es algo diferente de
conocer todas las cosas. Las dos van relacionadas, porque caminando de acuerdo a
esa vida, no afligimos al Espíritu, y estamos en la luz. Para dirigir la vida,
allí donde existe, no es lo mismo que dar una ley impuesta sobre el hombre en la
carne –de manera justa, no lo dudo–, prometiéndole la vida si guardaba estos
mandamientos. Ésta es la diferencia entre los mandamientos de Cristo y la ley;
no en cuanto a la autoridad –la autoridad divina es siempre igual en sí misma–
sino que la ley ofrece la vida, y es dirigida al hombre responsable en la carne
ofreciéndole esta vida como resultado. Los mandamientos de Cristo expresan y
dirigen la vida de uno que vive por el Espíritu, en relación con su ser en
Cristo, y Cristo en él. El Espíritu Santo –quien, además de esto, enseña todas
las cosas– traía a la memoria los mandamientos de Cristo –todas las cosas que Él
les había dicho. Es la misma cosa detallada, por Su gracia, con los cristianos
individualmente ahora.
Finalmente, el Señor, en medio de este
mundo, dejó la paz a Sus discípulos, dándoles Su propia paz. Es cuando se
marchaba, y en la plena revelación de Dios, que Él podía decirles esto, pues Él
la poseía a pesar del mundo. Había pasado por la muerte y la bebida amarga de
aquella copa quitó los pecados para ellos, destruyó el poder del enemigo en la
muerte, hizo propiciación glorificando absolutamente a Dios. La paz fue hecha,
para ellos ante Dios, y todo en lo cual fueron introducidos –la luz tal como Él
era, a fin de que esta paz fuera perfecta en la luz; y perfecta en el mundo,
porque los llevaba a una relación con Dios que el mundo no podía siquiera tocar,
ni alcanzar su fuente de gozo. Además, Jesús cumplió esto para ellos de manera
que al ofrecérselo, les dio la paz que Él mismo tenía con el Padre, y en la que,
consecuentemente, caminaba Él en este mundo. El mundo da una parte de sus bienes
mientras no renuncia a la masa, pero lo que da, lo deja de poseer. Cristo nos
introduce en el gozo de aquello que es Suyo –Su propia posición delante del
Padre56.
El mundo no da ni puede dar de esta manera. ¡Qué perfecta debe haber sido esta
paz, la cual Él gozó con el Padre –esa paz que Él da a nosotros– a los Suyos!
Resta aún un pensamiento precioso –una
prueba de gracia inefable en Jesús. Él considera nuestro afecto, y ello de
manera personal para Sí mismo, que les dice «Si me amarais, os gozaríais, porque
os dije que voy al Padre». Él nos hace interesarnos en Su propia gloria, en Su
felicidad, y, en ello, para hallar la nuestra.
¡Precioso y buen Salvador, nos alegramos
sinceramente que Tú sufrieras tanto por nosotros, y que hayas llevado a término
todas las cosas, que estés reposando con Tu Padre, cualquiera sea el amor activo
hacia nosotros! ¡Ojalá te conociéramos y te amáramos mejor! Pero todavía podemos
decir de todo corazón: ¡ven pronto, Señor! Deja una vez más el trono de Tu
reposo y de Tu gloria personal, para venir y tomarnos a Ti mismo, que todo pueda
cumplirse también para nosotros, que podamos estar contigo en la luz del
semblante de Tu Padre, y en Su casa. Tu gracia es infinita, pero Tu presencia y
el gozo del Padre será el descanso de nuestros corazones, y nuestro gozo eterno.
Aquí el Señor concluye esta parte de Su
discurso57.
Él les mostró en general todo lo que se desprendía de Su partida y de Su muerte.
La gloria de Su Persona, atención, es siempre aquí el sujeto; pues, aun con
respecto a Su muerte, se dice «Ahora es el Hijo del Hombre glorificado». No
obstante, Él les había prevenido acerca de ello, para que fortaleciera y no
debilitara su fe, pues no hablaría ya mucho con ellos. El mundo estaba bajo el
poder del enemigo, y éste venía: no porque tuviera algo en Cristo –no tenía
nada– por tanto no tenía siquiera el poder de la muerte sobre Él. Su muerte no
fue el resultado del poder de Satanás sobre Él, sino que por ella mostró al
mundo que Él amaba al Padre, y que le era obediente, cualquiera fuese el coste.
Esto fue perfección absoluta en el Hombre. Si Satanás era el príncipe de este
mundo, Jesús no intentó mantener en él Su gloria de Mesías. Pero mostró al
mundo, allí donde estaba el poder de Satanás, la plenitud de la gracia y de la
perfección en Su propia Persona, a fin de que el mundo pudiera olvidarse de sí
(si puedo valerme de tal expresión), al menos aquellos que tenían oídos para
oír.
El Señor luego cesa de hablar, y sigue
adelante. Ya no se encuentra sentado con los Suyos, como si fueran de este
mundo. Se levanta y se va del lugar.
Aquello que dijimos de los mandamientos del Señor, dados durante Su tránsito aquí abajo –un pensamiento que será ampliado en los sucesivos capítulos–, nos ayuda mucho a comprender todo el discurso del Señor aquí hasta el final del capítulo 16. El asunto está dividido en dos partes principales: la acción del Espíritu Santo cuando el Señor se fuera, y la relación de los discípulos para con Él durante Su estancia sobre la Tierra. Por un lado, aquello que derivó de Su exaltación a la diestra de Dios –lo que le elevó sobre la cuestión del judío y el gentil–; y por otra parte, aquello que dependía de Su presencia sobre la Tierra, centrando necesariamente todas las promesas en Su propia Persona, y las relaciones de los Suyos consigo mismo, vistas en relación con la Tierra y ellos mismos en estas relaciones, hasta cuando estuviera Él ausente. Había, en consecuencia, dos clases de testimonio: el del Espíritu Santo, propiamente hablando –es decir, aquello que Él reveló en referencia a Jesús en lo alto–; y el de los discípulos mismos, como testigos oculares de todo lo que vieron y oyeron de Jesús sobre la Tierra (cap. 15:26, 27). No que por este propósito estuviesen ellos desprovistos de la ayuda del Espíritu Santo enviado desde el cielo. Él les trajo el recuerdo de aquello que fue Jesús, y de lo que habló, mientras estuvo sobre la Tierra. Por lo tanto, en el pasaje que estuvimos leyendo, se describe Su obra de la siguiente manera (cap. 14:26): «Él os enseñará todas las cosas, y os recordará todas las cosas que os dije» (comparar vers. 25). Las dos obras del Espíritu Santo son aquí presentadas. Jesús habló de muchas cosas con ellos. El Espíritu Santo les enseñaría todas las cosas; además, Él les evocaría todo lo que había dicho Jesús. En el capítulo 16:12, 13, Jesús les explica que Él tenía muchas cosas que decir, pero que no podían llevarlas. Más tarde, el Espíritu de verdad los conduciría a toda la verdad. Él no hablaría de Sí, sino que todo lo que escuchara, aquello es lo que Él hablaría. Él no era como un espíritu personal, que hablase por su propia cuenta. Uno con el Padre y el Hijo, y descendido para revelar la gloria y los consejos de Dios, todas Sus comunicaciones serían relacionadas con ellos, revelando la gloria de Cristo ascendido en lo alto –de Cristo, a quien pertenecía todo lo que el Padre poseía. Aquí no se trata de recordar todo lo que Jesús dijo sobre la Tierra, y con la plena gloria de Jesús, de lo contrario se referiría a los propósitos venideros de Dios. Volveremos a este asunto más tarde. He dicho estas cuantas palabras para marcar las distinciones que he señalado.
El comienzo de este capítulo, y de aquello
que se refiere a la vid, concierne a la porción terrenal –a aquello que Jesús
fue sobre la Tierra–, a Su relación con Sus discípulos sobre la Tierra, y no
rebasa esta posición.
«Yo soy la vid verdadera». Jesús había
plantado una viña sacada fuera de Egipto (Salmo 80:8). Ésta es Israel según la
carne; pero no era la verdadera Vid. La verdadera Vid era Su Hijo, al cual sacó
fuera de Egipto –Jesús58.
Él se presenta así a Sus discípulos. Aquí no es aquello que Él será después de
Su partida; Él fue esto sobre la Tierra, y solamente sobre ella. No estamos
hablando de plantar viñas en el cielo, ni de podar allí las ramas.
Los discípulos hubieran considerado al
Señor como la rama más excelente de la Vid; pero así, sólo habría sido un
miembro de Israel, mientras que Él mismo era el recipiente, la fuente de
bendición, conforme a las promesas de Dios. La vid verdadera, por lo tanto, no
es Israel; bien al contrario, es Cristo en contraste con Israel, pero Cristo
plantado sobre la Tierra, tomando el lugar de Israel, como la Vid verdadera.
El Padre cultiva esta planta, evidentemente sobre la Tierra. No hay necesidad de
ningún labrador en el cielo. Aquellos que están unidos a Cristo, como el
remanente de Israel, los discípulos, son los que necesitan este cultivo. Es
sobre la Tierra donde se espera una producción de fruto. El Señor dice por tanto
a ellos; «Vosotros ya estáis limpios, por la palabra que os he hablado».
«Vosotros sois los pámpanos». Judas, si podemos decirlo quizás, fue quitado como
pámpano, así como los discípulos que no caminaron más con Él. Los demás serían
probados y purificados, para que llevaran más fruto.
No dudo de que esta relación, en principio
y en una analogía general, todavía subsista. Aquellos que hacen una profesión
uniéndose a Cristo a fin de seguirle, serán, si hay vida, purificados; si no,
aquello que aun tienen, les será quitado. Obsérvese por lo tanto aquí, que el
Señor habla solamente de Su Palabra –la del verdadero profeta– y del juicio, sea
ya en disciplina o al cortar. Consecuentemente, Él no habla del poder d Dios,
sino de la responsabilidad del hombre –una responsabilidad que el hombre no será
ciertamente capaz de afrontar sin la gracia, pero que tiene no obstante ese
carácter de responsabilidad personal aquí.
Jesús era la fuente de toda su fortaleza.
Ellos tenían que permanecer en Él. Así –pues éste es el orden– Él permanecería
en ellos. Hemos visto esto en el capítulo 14. Él no habla aquí del soberano
ejercicio del amor en salvación, sino del gobierno de los hijos por Su Padre; de
modo que la bendición depende del caminar (vers. 21, 23). Aquí el labrador busca
fruto; pero la enseñanza ofrecida presenta una completa dependencia de la vid
como el medio de producirlo. Y Él muestra a los discípulos que, caminando sobre
la Tierra, serían podados por el Padre, y nadie –pues en el versículo 6 Él
cambia cuidadosamente de expresión, porque conocía a los discípulos y los
había declarado ya limpios– que no llevara fruto, sería cortado. El asunto
tratado no es el de la relación con Cristo en el cielo por el Espíritu Santo,
sino de aquel vínculo que incluso entonces fue formado aquí abajo, el cual
podría ser vital y eterno, o no. El fruto sería la prueba.
En la anterior vid, esto no era necesario.
Ellos eran judíos de nacimiento, estaban circuncidados, guardaban las
ordenanzas, y permanecían en la viña como buenos pámpanos, sin llevar ningún
fruto en absoluto. Sólo fueron cortados de Israel por una violación a voluntad
de la ley. No es una relación con Jehová basada en la circunstancia de ser
nacido de una cierta familia. Aquello que se busca, es glorificar al Padre
llevando fruto. Esto es lo que demostraría que eran discípulos de Aquel que
tanto ha soportado.
Entonces, Cristo era la Vid verdadera; el
Padre, el labrador; los once eran los pámpanos. Habían de permanecer en Él, lo
cual es efectuado sin pensar en producir ningún fruto si no es en Él, mirando
primero a Él. Cristo precede al fruto. Es dependencia, proximidad práctica de
corazón y habitual hacia Él, y confianza, siendo unidos a Él a través de la
dependencia. En este sentido, Cristo en ellos sería una constante fuente de
fortaleza y de fruto. Él estaría en ellos. Fuera de Él, nada podrían hacer. Si
permaneciendo en Él tenían la fuerza de Su presencia, llevarían fruto. Asimismo,
«si alguien» –Él no dice «ellos»; los conocía como verdaderos pámpanos ya
limpios– no permanecía en Él, sería echado para ser quemado. Nuevamente, si
permanecían en Él –es decir, si existía la continua dependencia que se origina
en esta fuente–, y si las palabras de Cristo permanecían en ellos, dirigiendo
sus pensamientos y sus corazones, ellos gobernarían los recursos del poder
divino; podrían pedir lo que quisieran, y les sería hecho. Pero, además, el
Padre amó al Hijo mientras Él habitó sobre la Tierra. Jesús hizo lo mismo con
respecto a ellos. Habían de permanecer en Su amor. En los versículos anteriores,
era en Él, aquí, es en Su amor59.
Al guardar los mandamientos de Su Padre, Él permaneció en Su amor; al guardar
los mandamientos de Jesús, ellos permanecerían en el Suyo. La dependencia
–la cual implica confianza, y referencia a Aquel de quien dependían para la
fuerza, incapaces de hacer nada solos, y aferrándose así a Él– y obediencia, son
los dos grandes principios de la vida práctica aquí abajo. Así, Jesús caminó
como Hombre; conocía por experiencia la verdadera senda para Sus discípulos. Los
mandamientos de Su Padre eran la expresión de lo que el Padre era; guardándolos
en el espíritu de obediencia, Jesús caminó siempre en la comunión de Su amor;
mantuvo la comunión consigo mismo. Los mandamientos de Jesús sobre esta Tierra
eran la expresión de lo que Él era, divinamente perfecto en el camino del
hombre. Al caminar en ellos, Sus discípulos estarían en la comunión de Su
amor. El Señor habló estas cosas a Sus discípulos a fin de que Su gozo60
permaneciera en ellos, y que ésta fuera completo.
Vemos que no es la salvación de un pecador
la que está cuestionándose en estas líneas, sino el camino de un discípulo para
que pueda gozar plenamente del amor de Cristo, y que su corazón pueda retirar el
oscuro velo en el lugar donde se halla el gozo.
Tampoco es la cuestión tratada aquí, de si
un verdadero creyente puede separarse de Dios, porque el Señor hace de la
obediencia el medio de permanecer en Su amor. Ciertamente no podía Él perder el
favor de Su Padre, o cesar de ser el objeto de Su amor. Esto estaba fuera de
toda cuestión. Y Él dice «He guardado los mandamientos de mi Padre, y
permanecido en Su amor». Ésta era la senda divina en la que Él gozó de este
amor. Es el caminar y la fortaleza de un discípulo lo que se habla aquí, y no el
medio de la salvación.
En el versículo 12, empieza otra parte del
asunto. Él quiere –esto es Sus mandamientos– que se amen los unos a los
otros, como Él los amó. Antes, había hablado del amor del Padre por Él, el cual
manaba del cielo hacia Su corazón aquí abajo61.
Él los amó de la misma manera; pero también había sido un compañero, un siervo,
en este amor. Así, los discípulos tenían que amarse mutuamente con un amor que
se elevó por encima de toda la debilidad de los demás, y el cual era al mismo
tiempo fraternal, y que causaba a uno que lo sentía ser el siervo de su hermano.
Iba tan lejos como para poner la propia vida por la de un amigo. Para Jesús,
aquel que le obedecía, era Su amigo. Observemos que Él no dice que sería el
Amigo de ellos; somos Sus amigos cuando disfrutamos su confianza, como Él lo
expresa «Os he contado todas las cosas que he oído de mi Padre». Los hombres
hablan de sus asuntos, según la necesidad que pueda haber de hacerlos surgir,
con aquellos que les interesa. Yo comunico todos mis pensamientos a uno que es
mi amigo. «¿Esconderé de Abraham aquello que yo haré?» Y Abraham fue llamado el
«amigo de Dios». No se trataba de las cosas concernientes a Abraham mismo, que
Dios contó entonces a Abraham –lo hizo como Dios–, sino de las cosas
concernientes al mundo: Sodoma. Dios hace lo mismo con respecto a la asamblea,
prácticamente para con el discípulo obediente: tal discípulo sería el
depositario de Sus pensamientos. Además, Él los había escogido para esto. No
fueron ellos quienes le escogieron a Él por el ejercicio de su voluntad. Él los
escogió y les ordenó marchar y producir fruto, fruto que permaneciese, de modo
que siendo así escogidos por Cristo para la obra, lo recibieran del Padre, el
cual no podía fallarles en este caso, cualquier cosa que pidieran. Aquí llega el
Señor a la fuente y certeza de la gracia, a fin de que la responsabilidad
práctica, bajo la que los coloca, no oscureciera la gracia divina que actuaba
para con ellos y que los situaba allí.
Ellos habían, por tanto, de amarse
mutuamente62.
Que el mundo los odiara no era sino la consecuencia natural de su odio hacia
Cristo. Sellaba su asociación con Él. El mundo ama aquello que es del mundo;
esto es bastante natural. Los discípulos no eran de él; y, además, el Jesús que
había rechazado los había escogido separándolos del mundo: Por tanto, los
odiaría por causa de ser elegidos en gracia. Asimismo había la razón moral, esto
es, que ellos no eran de él; pero esto demostraba su relación a Cristo, y Sus
soberanos derechos, por los que él los tomó para Sí fuera de un mundo rebelde.
Tendrían la misma parte que su Maestro: sería por causa de Su nombre, porque el
mundo –y Él habla especialmente de los judíos, entre quienes Él hizo la labor–
no conocía al Padre que le envió a Él en amor. Para vanagloriarse en Jehová como
su Dios, les venía muy bien. Hubieran recibido al Mesías sobre esta base.
Conocer al Padre, revelado en Su verdadero carácter por el Hijo, era algo
bastante diferente. Sin embargo, el Hijo le reveló, y, tanto por Sus palabras
como por Sus obras, manifestó al Padre y Sus perfecciones.
Si Cristo no hubiera venido y les hubiera
hablado, Dios no habría tenido que reprocharles de pecado. Todavía arrastrarían
el pensamiento, incluso si en un estado impuro y sin ninguna prueba de que no
necesitaban a Dios, no regresaban por misericordia –aunque había en ellos
suficiente pecado y trasgresión de hombres como pueblo bajo la ley. El fruto de
una naturaleza caída estaba allí, no lo dudo, pero no así la prueba de que esta
naturaleza prefería el pecado antes que a Dios, cuando Dios estaba allí en
misericordia sin imputárselo. La gracia trataba con ellos como caídos, no como
criaturas voluntariosas. Dios no tomaba el terreno de la ley, la cual imputa, ni
del juicio, sino de la gracia en la revelación del Padre por el Hijo. Las
palabras y las obras del Hijo revelando al Padre en gracia, rechazado, les dejó
sin esperanza (comparar cap. 16:9). Si su verdadera condición no hubiera sido de
otro modo sometida a prueba, Dios habría dispuesto otros medios para
utilizarlos. Él amaba demasiado a Israel para condenarlos mientras hubiera uno
que no fuera probado.
Si el Señor no hubiera hecho entre ellos
las obras que nadie más había hecho, habrían permanecido como estaban, rehusando
creer en Él, y no habrían sido culpables ante Dios. Habrían sido aún el objeto
de la paciencia de Jehová; pero de hecho habían visto y odiado tanto al Hijo
como al Padre. El Padre fue revelado plenamente, y en gracia; ellos le
rechazaron. ¿Qué podía hacerse si no dejarlos en el pecado, apartados de Dios?
Si Él hubiera sido manifestado solamente en parte, habrían tenido una excusa:
Habrían dicho: «Ay, si nos hubiera mostrado gracia, si le hubiéramos conocido
como Él es, no le habríamos rechazado». Ahora no podían decirlo. Habían visto al
Padre y al Hijo en Jesús. ¡Ay, le habían visto y le menospreciaron!63
Pero esto fue sólo la consumación de
aquello que fue predicho acerca de ellos en su ley. En cuanto al testimonio dado
de Dios por el pueblo, y de un Mesías recibido por ellos, todo había terminado.
Ellos le habían aborrecido sin causa.
El Señor regresa ahora al asunto del
Espíritu Santo, que iba a venir para mantener Su gloria, la cual el pueblo
pisoteó. Los judíos no conocieron al Padre manifestado en el Hijo; el Espíritu
Santo iba a venir ahora del Padre para dar testimonio del Hijo. El Hijo le
enviaría del Padre. En el capítulo 14, el Padre le envía en el nombre de Jesús
para la relación personal de los discípulos con Jesús. Aquí Jesús, ascendido en
lo alto, envía en Él al testimonio de Su gloria exaltada, Su lugar celestial.
Éste era el nuevo testimonio, que tenía que rendirse de Jesús, el Hijo de Dios,
ascendido al cielo. Los discípulos también darían testimonio de Él porque habían
estado con Él desde el principio. Tenían que testificar con el auxilio del
Espíritu Santo, como testigos oculares de Su vida sobre la Tierra, de la
manifestación del Padre en Él. El Espíritu Santo, enviado por Él, era el
testimonio de Su gloria con el Padre, de donde Él mismo vino.
Así en Cristo, la vid verdadera, tenemos a
los discípulos, los pámpanos, ya limpios, estando Cristo todavía presente sobre
la Tierra. Después de Su partida, ellos tenían que mantener esta relación
práctica. Debían estar en relaciones con Él, igual que Él, aquí abajo, lo había
estado con el Padre. Y ellos debían estar los unos con los otros como Él había
estado con ellos. Su posición era fuera del mundo. Ahora, los judíos odiaron
tanto al Hijo como al Padre; el Espíritu Santo daría testimonio del Hijo con el
Padre, y en el Padre; y los discípulos deberían testificar también de aquello
que Él había sido sobre la Tierra.
El Espíritu Santo, y, en cierto sentido,
los discípulos, toman el lugar de Jesús, así como el de la antigua vid, sobre la
Tierra.
La presencia y el testimonio del Espíritu
Santo sobre la tierra es ahora desplegado
Será bueno darse cuenta de la relación de
los asuntos en los pasajes que estamos considerando. En el capítulo 14 tenemos a
la Persona del Hijo revelando al Padre, y el Espíritu Santo dando el
conocimiento de la esencia del Hijo en el Padre, y de los discípulos en Jesús en
lo alto. Ésta era la condición personal tanto de Cristo y los discípulos,
quedando todo unido; sólo primero el Padre, estando el Hijo aquí abajo, y
después el Espíritu Santo enviado por el Padre. En los capítulos 15 y 16 se
observan las distintas dispensaciones –Cristo la vid verdadera sobre la Tierra,
y luego el Consolador venido a la Tierra enviado por el Cristo exaltado. En el
capítulo 14, Cristo ruega al Padre, el cual envía al Espíritu en el nombre de
Cristo. En el capítulo siguiente, Cristo exaltado envía el Espíritu del Padre,
un testigo de Su exaltación, como los discípulos, conducidos por el Espíritu, lo
fueron de Su vida de humillación, pero como Hijo sobre la Tierra.
Sin embargo, hay una continuación, así
como una relación. En el capítulo 14, el Señor, aunque marchándose de esta
Tierra, habla en relación con aquello que Él era sobre la Tierra. Es –no Cristo
mismo– el Padre quien envía al Espíritu a petición Suya. Él marcha de la Tierra
al cielo de su parte como Mediador. Él rogaría al Padre, y el Padre les daría
otro Consolador que continuaría con ellos, sin dejarlos nunca como ahora Él. La
relación de ellos con el Padre dependía de Él, y también creyendo en Él les
sería enviado el Espíritu –no enviado al mundo– no sobre los judíos, como tales.
Sería en Su nombre. Además, el Espíritu Santo mismo les
enseñaría, y les traería a la memoria los mandamientos de Jesús –todo lo que les
había dicho a ellos. El capítulo 14 da toda la posición que resultó de la
manifestación64
del hijo, y aquella del Padre en Él, y desde Su partida –es decir, su resultado
con respecto a los discípulos.
En el capítulo 15 Él agotó el asunto de los mandamientos en relación con la vida manifestada en Sí mismo aquí abajo; y al cierre de este capítulo Él se considera ascendido, y añade «Cuando venga el Consolador», al cual os enviaré del Padre». Él viene, ciertamente, del Padre; pues nuestra relación es, y debería ser, directa con Él. Es allí donde Cristo nos ha situado. Pero en este versículo no es el Padre que le envía a petición de Jesús, y en nombre de Él. Cristo ha tomado Su lugar en la gloria como Hijo del Hombre, y conforme a los frutos gloriosos de Su obra, y Él lo envía. En consecuencia, Él da testimonio de aquello que Cristo es en el cielo. Sin duda que Él nos hace percibir que Jesús estaba aquí abajo, donde en gracia infinita manifestó al Padre, y lo percibimos mucho mejor que lo percibieron ellos, quienes estuvieron con Él durante Su estancia sobre la Tierra. Pero esto es en el capítulo 14. No obstante, el Espíritu Santo es enviado por Cristo desde el cielo, y él nos revela al Hijo, a quien conocemos ahora, habiendo perfecta y divinamente manifestado al Padre, como hombre y en medio de hombres pecadores. Conocemos, repito, al Hijo con el Padre, y en el Padre. De ahí es Él quien nos ha enviado al Espíritu Santo.
capítulo 16
En este capítulo, una nueva etapa comienza
en la revelación de esta gracia. El Espíritu Santo es visto como ya venido aquí
abajo.
El Señor declara que Él ha presentado toda
Su enseñanza con respecto a Su partida. Los sufrimientos de ellos en el mundo,
sosteniendo Su lugar; su gozo, estando en la misma relación con Él como aquella
en que Él estuvo sobre la Tierra hacia Su Padre; su conocimiento del hecho de
que Él era con el Padre, y ellos en Él, y Él mismo en ellos; el don del Espíritu
Santo, a fin de prepararlos para todo lo que sucedería cuando marchara, que no
se sintieran ofendidos. Pues serían echados de las sinagogas, y aquel que los
matara pensaría que estaba sirviendo a Dios. Éste sería el caso con aquellos
que, descansando es sus viejas doctrinas formales, y rechazando la luz,
utilizarían solamente la forma de la verdad con la cual darían crédito a la
carne como ortodoxa, para resistir a la luz, la cual prueba el alma y la fe. La
antigua verdad, recibida generalmente y por la que es distinguido un cuerpo de
gente de aquellos que los rodean, puede ser un motivo de orgullo para la carne,
incluso donde se halla la verdad, como fue el caso con los judíos. Pero la
verdad nueva tiene que ver con la fe desde su origen. No existe el apoyo de un
cuerpo acreditado por ella, sino la cruz de la hostilidad y del aislamiento.
Ellos pensaban que servían a Dios. No conocían al Padre ni al Hijo.
La naturaleza está ocupada con aquello que
ésta pierde. La fe mira al futuro al que nos lleva Dios. ¡Precioso pensamiento!
La naturaleza actuaba en los discípulos: ellos amaban a Jesús, y se lamentaron
en el momento de Su partida. Podemos entender esto. Pero la fe no se hubiera
detenido aquí. Si hubieran asimilado la gloria necesaria de la Persona de Jesús,
si su afecto, acrecentado por la fe, hubiera pensado en Él y no en ellos mismos,
habrían preguntado «¿Adónde vas?». Sin embargo, Aquel que pensaba en ellos les
asegura que les sería incluso ganancia perderle. ¡Fruto glorioso de los caminos
de Dios! Su ganancia sería en esto, que el Consolador estaría ahí sobre la
Tierra con ellos, y en ellos. Démonos cuenta de que Jesús no habla aquí del
Padre. Estaba el Consolador en Su lugar, para mantener el testimonio de Su amor
para los discípulos, y Su relación con ellos. Cristo se marchaba, pues si no lo
hacía, el Consolador no vendría. Pero si partía, Él lo enviaría. Cuando hubiera
venido, demostraría la verdad con respecto al mundo que rechazó a Cristo y
persiguió a Sus discípulos. Y actuaría para bendición de los mismos discípulos.
Con referencia al mundo, el Consolador
tenía solamente un motivo de testimonio, a fin de demostrar el pecado del mundo.
Éste no había creído en Jesús, en el Hijo. Sin duda que había pecado de toda
clase, y, al decir verdad, nada excepto el pecado –pecado meritorio de juicio; y
en la obra de la conversión, Él hace recordar al alma estos pecados. Pero el
rechazo de Cristo colocó al mundo entero bajo una sola forma de juicio. Es
cierto que todos responderán por sus pecados de forma personal, y el Espíritu
Santo se encarga de hacerlos sentir de modo individual. Pero, como un sistema
responsable hacia Dios, el mundo rechazó a Su Hijo. Ésta era la base sobre la
cual Dios actuaba para con el mundo ahora; ésta es la que hacía manifiesto el
corazón del hombre. Era la prueba de que, siendo Dios plenamente revelado en
amor tal como Él era, el hombre no le recibió. Él vino sin imputarles ningún
pecado; pero ellos le rechazaron. La presencia de Jesús no era la del Hijo de
Dios mismo manifestado en Su gloria, de la cual el hombre se entristecería,
aunque no pudiera escaparse. Se trataba de lo que Él era moralmente, en Su
naturaleza, en Su carácter. El hombre le odiaba. Todo testimonio para traer al
hombre hacia Dios fue inútil. Cuanto más claro era el testimonio, más taciturnos
se volvían contra él. La prueba del pecado del mundo era que éste había
rechazado a Cristo. ¡Terrible testimonio, que Dios en bondad excitara el odio
porque Él era perfecto, perfectamente bueno! Tal es el hombre. El testimonio del
Espíritu Santo al mundo, como el de Dios a Caín, iba a ser la pregunta: «¿Dónde
está mi Hijo?» No era que el hombre fuera culpable; que lo era cuando Cristo
vino, sino que estaba perdido, el árbol era malo65.
Pero éste era el camino de Dios hacia algo
totalmente diferente –demostrar la justicia en que Cristo fue hacia Su Padre y
que el mundo no le vio más. Fue el resultado de ser rechazado Cristo. De
justicia humana no había ninguna. El pecado del hombre fue probado por el
rechazo de Cristo. La cruz fue realmente el juicio ejecutado sobre el pecado. Y
en este sentido era la justicia; pero en este mundo fue el único Justo
abandonado por Dios, condenado por el hombre. No fue la manifestación de
justicia, sino una separación final en juicio entre el hombre y Dios (ver
capítulos 11, 12:31). Si Cristo hubiera sido liberado de este juicio entonces, y
hubiese devenido el Rey de Israel, esto no habría sido resultado suficiente de
que Él hubiera glorificado a Dios. Al haber glorificado a Dios Su Padre, Él iba
a sentarse a Su diestra, a la diestra de la Majestad en las alturas, para ser
glorificado en Dios mismo, para sentarse en el trono del Padre.
Estableciéndole allí, hubo justicia divina66.
Esta misma justicia privó al mundo de Jesús para siempre. El hombre no le vio
más. La justicia a favor de los hombres estaba en Cristo a la diestra de Dios
–en juicio para con el mundo, en que le había perdido para siempre sin
esperanza.
Asimismo, Satanás demostró ser el príncipe
de este mundo conduciendo a todos los hombres contra el Señor Jesús. Para
consumar los propósitos de Dios en gracia, Jesús no se resiste. Él se entrega a
la muerte. Aquel que tiene el poder de la muerte, se comprometió con ella
absolutamente. En su afán de arruinar al hombre, tuvo que arriesgar todo en esta
empresa contra el Príncipe de la Vida. Fue capaz de asociar todo el mundo
consigo mismo en esto, judío y gentil, sacerdotes y pueblo, gobernantes,
soldados y súbditos. El mundo estaba allí, encabezado por su príncipe, en aquel
solemne día. El enemigo no tenía nada que perder, y el mundo estaba con él. Pero
Cristo resucitó, ascendió a Su Padre, y ha mandado al Espíritu Santo. Todas las
razones que gobiernan al mundo, y el poder por el cual Satanás mantuvo cautivos
a los hombres, demuestran venir de él. El mundo aún no está juzgado, es decir,
con un juicio ejecutado –lo será de otra manera; pero lo es moralmente, su
príncipe está juzgado. Todos sus motivos, religiosos y seculares, lo han llevado
a rechazar a Cristo, colocándolo bajo el poder de Satanás. Es en este carácter
que ha sido juzgado; pues él condujo al mundo contra Aquel que manifestó ser el
Hijo de Dios por la presencia del Espíritu Santo, subsiguiente a la rompedura
del poder de Satanás en la muerte.
Todo esto tuvo lugar a través de la presencia, sobre la Tierra, del Espíritu Santo, enviado por Cristo. Su presencia misma era la prueba de estas tres cosas. Pues si el Espíritu Santo estaba allí, era porque el mundo había rechazado al Hijo de Dios. La justicia fue evidenciada al estar Jesús a la diestra de Dios, de la cual era la prueba la presencia del Espíritu Santo, así como en el hecho de que el mundo le había perdido. Ahora, el mundo que le rechazó no fue exteriormente juzgado, pero habiéndolo conducido Satanás a rechazar al Hijo, la presencia del Espíritu Santo probó que Jesús había destruido el poder de la muerte; que aquel que poseía este poder fue juzgado de esta manera; que demostró ser el enemigo de Aquel a quien el Padre había reconocido; que su poder se fue de él, y que la victoria perteneció al Segundo Adán cuando todo el poder de Satanás fue ordenado contra la debilidad humana de Aquel que, en amor, cedió ante ella. Pero Satanás, así juzgado, era el príncipe de este mundo.
La presencia del Espíritu Santo sería la
prueba, no de los derechos de Cristo como el Mesías, ciertos como eran, sino de
esos frutos que se referían al hombre –al mundo, en el cual Israel se hallaba
ahora perdido, habiendo rechazado las promesas, aunque Dios guardaría a la
nación para Sí mismo. El Espíritu Santo hacía más que demostrar la condición del
mundo. Llevaría a cabo una obra en los discípulos; los llevaría a toda la
verdad, y les mostraría las cosas venideras. Pues Jesús tenía muchas cosas que
contarles y que todavía no fueron capaces de llevar. Cuando el Espíritu Santo
estuviera en ellos, Él sería su fortaleza en ellos así como su maestro; y todo
devendría un estado de cosas bien diferente para todos ellos. Aquí Él es
considerado como presente sobre la Tierra en el lugar de Jesús, y habitando en
los discípulos, no como un espíritu individual que hablaba de Sí mismo, sino
como dijo Jesús «Lo que oigo, juzgo», con un juicio perfectamente divino y
celestial: así el Espíritu Santo, actuando en los discípulos, hablaría aquello
que venía de arriba, y del futuro, conforme a la sabiduría divina. Sería del
cielo y del futuro que Él hablaría, comunicando aquello que era celestial de
arriba, y revelando acontecimientos que vendrían sobre la Tierra, siendo
testigos el uno y el otro de que era un conocimiento que pertenecía a Dios. ¡Qué
bendito tener aquello que Él tiene para darnos!
Pero además, Él ocupa aquí el lugar de
Cristo. Jesús glorificó al Padre sobre la Tierra. El Espíritu Santo glorificaría
a Jesús, con referencia a la gloria que pertenecía a Su Persona y a Su posición.
Aquí no habla directamente de la gloria del Padre. Los discípulos vieron la
gloria de la vida de Cristo sobre la Tierra; el Espíritu Santo la desplegaría
ante ellos, lo concerniente a Su glorificación con el Padre –aquello que era de
Él.
Ellos aprenderían esto «en parte». Ésta es
la medida del hombre cuando se trata de las cosas de Dios, pero su alcance es
declarado por el Señor mismo: «Él me glorificará, pues Él recibirá de lo mío, y
os lo mostrará a vosotros». Todo lo que el Padre tiene es mío: por lo
tanto, dije yo, Él tomará de lo mío, y lo mostrará a vosotros».
Así tenemos el don del Espíritu Santo
presentado en diversidad, y en relación con Cristo. En dependencia de Su Padre,
y representando a Sus discípulos separado de ellos, Él se dirige en nombre de
ellos al Padre, haciéndole la petición de enviar al Espíritu Santo (cap. 14:16).
Más adelante, hallamos que Su nombre es todopoderoso. Toda bendición del Padre
viene en Su nombre. Es por este motivo, y conforme a la eficacia de Su nombre,
de todo lo que en Él es aceptable por el Padre, que el bien se presenta a
nosotros. Así, el Padre enviará al Espíritu Santo en Su nombre (cap. 14: 26). Y
siendo glorificado Cristo en lo alto, y habiendo tomado Su lugar con Su Padre,
Él mismo envía al Espíritu Santo (cap. 15:26) del Padre, como procediendo de Él.
Por último, el Espíritu Santo está presente aquí en este mundo, en y con los
discípulos, y glorifica a Jesús, tomando de Él y revelándolo a los Suyos (cap.
16:13-15). Toda la gloria aquí de la Persona de Cristo es presentada, igual que
los derechos pertinentes a la posición que Él ha tomado. «Todas las cosas que
tiene el Padre» son Suyas. Él ha tomado Su posición conforme a los consejos
eternos de Dios, en virtud de Su obra como Hijo del Hombre. Pero si Él ha
entrado en la posesión de este carácter, todo lo que posee en Él es Suyo, como
un Hijo a quien –siendo uno con el Padre– pertenece todo lo que el Padre tiene.
Allí debía permanecer oculto por un
tiempo: los discípulos iban a verle entonces, pues se trataba sólo de la
consumación de los caminos de Dios. No se trataba de estar perdido por la
muerte. Él marchaba a Su Padre. Sobre este punto, los discípulos no entendieron
nada. El Señor desarrolla el hecho y sus consecuencias, sin mostrarles aún toda
la trascendencia de lo que dijo. Él la explica en el aspecto humano e histórico.
El mundo se alegraría de haberse deshecho de Él. ¡Mísero regocijo! Los
discípulos lamentarían, aunque fuera también la misma fuente de gozo para ellos;
pero su lamento se volvería en gozo. Como testimonio, esto tuvo lugar cuando Él
se mostró a ellos tras Su resurrección; será totalmente cumplido cuando
regresará para recibirlos a Sí mismo. Pero cuando le hubieran visto otra vez,
comprenderían la relación en que les había situado con Su Padre, y la gozarían
por el Espíritu Santo. No tendría que ser como si no pudieran acercarse ellos
mismos al Padre, mientras Cristo podía hacerlo –como dijo Marta «sé que
cualquier cosa que pidas a Dios, Él te la dará». Ellos mismos podían ir
directamente al Padre, quien les amaba, porque habían creído en Jesús, y le
recibieron cuando se humilló Él en este mundo de pecado –en principio es siempre
así–; y pidiendo lo que ellos quisieran en Su nombre lo recibirían, a fin de que
su gozo pudiera ser completo en la conciencia de la bendita posición del eficaz
favor al que eran llevados, y del valor de todo aquello que poseían en Cristo.
No obstante, el Señor ya les declaró la base de la verdad –Él vino del Padre, y se marchaba a Él. Los discípulos pensaron que comprendían aquello que les había hablado sin parábolas. Imaginaron que Él adivinó su pensamiento, pues ellos no se lo expresaron. Sin embargo, no alcanzaron el nivel de lo que Él dijo. Les contó que creyeron lo que les dijo acerca de Su venida «de Dios». Esto lo comprendieron ellos; y aquello que sucedió los corroboró en esta fe, y ellos declararon su convicción con respecto a esta verdad; pero sin entrar en el pensamiento de venir «del Padre», y marchando «al Padre». Presumían de estar en la luz; pero no asimilaron nada que se elevara sobre el efecto del rechazo de Cristo, lo cual habría producido la creencia de Su procedencia del Padre y Su regreso a Él. Por lo tanto, Jesús les declara que Su muerte los esparciría, y que ellos le abandonarían. Su Padre estaría con Él; no estaría solo. Sin embargo, Él les explicó a ellos todas estas cosas a fin de que tuvieran paz en Él. En el mundo que le rechazó, tendrían tribulación. Pero Él venció al mundo, y serían confortados por ello.
capítulo 17
Esto concluye la conversación de Jesús con
Sus discípulos sobre la Tierra. En este próximo capítulo, Él se dirige a Su
Padre tomando Su propio lugar en la partida, y dándoles a Sus discípulos el
lugar de ellos –es decir, el Suyo–, con respecto al Padre y al mundo, después
que se hubiera ido para ser glorificado con el Padre. Todo el capítulo sitúa
esencialmente a los discípulos en Su propio lugar, después de establecer la base
para ello en Su propia glorificación y obra. Es, salvo los últimos versos, Su
lugar sobre la Tierra. Como era divinamente en el cielo, así ellos –siendo Él
glorificado como Hombre en el cielo– unidos con Él, tenían por el contrario que
manifestar lo mismo. De ahí tenemos primero el lugar que Él personalmente toma,
y la obra que les da derecho a estar en ella.
Este capítulo queda dividido de esta
manera: los versículos 1-5 se refieren a Cristo mismo, a la toma de Su posición
en la gloria, a Su obra, y a esa gloria relativa a Su Persona, y el resultado de
esta obra. Los versículos 1-3 presentan Su nueva posición en dos aspectos:
«Glorifica a Tu Hijo» –poder sobre toda carne, para la vida eterna para aquellos
dados a Él; los versos 4 y 5, Su obra y sus resultados. En los versos 6-13, Él
habla de Sus discípulos puestos en esta relación con el Padre por la revelación
de Su nombre a ellos, y luego el haberles dado las palabras que Él mismo
recibió, para que pudieran gozar la bendición completa de esta revelación.
También pide por ellos, para que fueran uno como Él y el Padre lo eran. En los
versículos 14-21 hallamos su consecuente relación con el mundo; en los versos 20
y 21, Él introduce en el gozo de esta bendición a aquellos que iban a creer por
sus medios. Los versos 22-26 dan a conocer el resultado para ellos, tanto futuro
como presente: la posesión de la gloria que Cristo mismo recibió del Padre –para
estar con Él, disfrutando de la visión de Su gloria– para que el amor del Padre
estuviera con ellos aquí abajo, aun como Cristo había sido su objeto –y que el
mismo Cristo estuviera en ellos. Los últimos tres versículos toman a los
discípulos al cielo como una verdad suplementaria.
Éste es un breve resumen de este
maravilloso capítulo, en el cual somos admitidos, no en el discurso de Cristo
con el hombre, sino en la escucha de los deseos de Su corazón, cuando Él los
derrama ante Su Padre para la bendición de aquellos que son Suyos. Maravillosa
gracia que nos permite escuchar estos deseos, y comprender todos los privilegios
que emanan de Su verdad, cuidando de nosotros, privándonos de ser un impedimento
en la comunión entre el Padre y el Hijo, en Su común amor hacia nosotros, cuando
Cristo expresa Sus propios deseos –¡aquello que Él tiene en el corazón, y lo
cual presenta al Padre como deseos personales Suyos!
Algunas aclaraciones pueden asistirnos a
asimilar el significado de ciertos pasajes en este maravilloso, primer capítulo.
¡Que el Espíritu de Dios nos ayude!
El Señor, cuyas miradas de amor habían
estado dirigidas hasta ahora a Sus discípulos sobre la Tierra, levanta ahora sus
ojos al cielo al dirigirse a Su Padre. Llegó la hora para glorificar al Hijo, a
fin de que desde esa gloria glorificara Él al Padre. Esto es, generalmente
hablando, la nueva posición. Su carrera aquí había terminado, y Él tuvo que
subir a lo alto. Había dos cosas relacionadas con esto –poder sobre toda carne,
y el don de la vida eterna para tantos como el Padre le había dado. «La cabeza
de cada hombre es Cristo». De aquellos que el Padre le dio, reciben vida eterna
de Aquel que ahora ascendía al cielo. La vida eterna era el conocimiento del
Padre, el único verdadero Dios, y de Jesucristo, a quien Él envió. El
conocimiento del Omnipotente daba la seguridad al peregrino de la fe, la
certidumbre de que las promesas de Dios para Israel se cumplían; que el Padre,
quien envió al Hijo, Jesucristo –el Hombre ungido y el Salvador–, quien era la
misma vida, y de este modo recibida como algo presente –1 Juan 1:1-4–, era la
vida eterna. El verdadero conocimiento aquí no era la protección exterior o la
esperanza futura, sino la comunicación, en vida, de la comunión con el Ser así
conocido al alma –de la comunión con Dios mismo plenamente revelado como el
Padre y el Hijo. Aquí no es la divinidad de Su Persona la que está delante de
nosotros en Cristo, aunque una Persona divina solamente podía estar en un lugar
tal y hablar así, sino el lugar que Él tomó al cumplir los consejos de Dios. Lo
que se dice de Jesús en este capítulo podía decirse sólo de Uno que es Dios, y
no la revelación de Su naturaleza. Él recibe todo del Padre –es enviado por Él,
y Su Padre le glorifica67.
Vemos la misma verdad de la comunicación de la vida eterna en relación con Su
divina naturaleza y Su unicidad con el Padre en 1 Juan 5:20. Aquí, Él cumple la
voluntad del Padre, dependiente de Él en el lugar que tomó, y el que va a tomar,
incluso en la gloria, por muy gloriosa que pueda ser Su naturaleza. Así también,
en el capítulo 5 de nuestro Evangelio, Él da vida a quien quiere; aquí es
aquellos que el Padre le ha dado. Y la vida que Él recibe es llevada a término
en el conocimiento del Padre, y de Jesucristo, a quien Él envió.
Declara ahora las condiciones bajo las que
Él toma este lugar en lo alto. Él hubo glorificado perfectamente al Padre sobre
la Tierra. Nada que manifestara a Dios el Padre había sido un fracaso,
cualquiera que hubiese sido la dificultad. La contradicción de pecadores fue
sólo la ocasión de hacerlo así. Pero esto mismo hizo infinito el dolor. Sin
embargo, Jesús llevó a término esa gloria sobre la Tierra enfrentándose a toda
oposición. Su gloria con el Padre en el cielo no era sino la justa consecuencia
–la necesaria consecuencia, en simple justicia. Además, Jesús había tenido esta
gloria con Su Padre antes de que el mundo fuese. Su obra y Su Persona por igual
le daban el derecho a ella. El Padre glorificado sobre la Tierra por el Hijo: el
Hijo glorificado con el Padre en lo alto, tal es la revelación contenida en
estos versículos –un derecho procedente de Su Persona como Hijo, pero para una
gloria en la que Él entró como hombre, como Hijo, como efecto de haber
glorificado como tal a Su Padre. Estos son los versículos que relatan de Cristo.
Asimismo, esto ofrece la relación en la que Él entra en este nuevo lugar
como Hombre, Su Hijo, y la obra mediante la cual Él lo hace justamente, dándonos
así un título, y el carácter en el que tenemos nosotros un lugar allí.
Él habla ahora de los discípulos, de la
manera como ellos entraron en su peculiar lugar en relación con esta posición de
Jesús –en esta relación con Su Padre. Él manifestó el nombre del Padre a
aquellos que el Padre le había dado fuera del mundo. Ellos pertenecían al Padre,
y el Padre les había dado a Jesús. Guardaron la Palabra del Padre, era la fe en
la revelación que el Hijo hizo del Padre. Las palabras de los profetas eran
ciertas. Los fieles las disfrutaron: éstas sostuvieron su fe. Pero la Palabra
del Padre, por Jesús, reveló al Padre mismo, en Aquel en quien el Padre había
enviado, situando a aquellos que le recibieron en el lugar de amor, que era el
lugar de Cristo. Y conocer al Padre y al Hijo era la vida eterna. Esto era una
cosa bastante diferente de las esperanzas relacionadas con el Mesías o con lo
que Jehová le había dado. Es así, también, que los discípulos son presentados al
Padre; no recibiendo a Cristo en el carácter de Mesías y honrándole poseyendo Su
poder por este título. Ellos habían conocido que todo lo que Jesús tenía era del
Padre. Él era entonces el Hijo; Su relación con el Padre era reconocida.
Poseyendo una velada comprensión, el Señor los reconoce conforme a la
apreciación de su fe, de acuerdo al objeto de esa fe, conocida por Él, y no
conforme a su inteligencia. ¡Preciosa verdad! (comparar cap. 14:7).
El reconocido Jesús, entonces, lo era
recibiendo todo del Padre, no como Mesías de Jehová; pues Jesús les dio
todas las palabras que el Padre le había dado. Así, Él trajo a sus almas a la
conciencia de la relación entre el Hijo y el Padre, y a la plena comunión, según
las comunicaciones del Padre al Hijo en esa relación. Él habla de su posición a
través de la fe –no de su comprensión de esta posición. Así, ellos reconocieron
que Jesús vino del Padre, y que Él vino con la autoridad del Padre –el Padre le
había enviado. Fue de allí que vino Él, provisto de la autoridad de una misión
del Padre. Ésta era la posición de ellos por la fe.
Ahora –estando ya los discípulos en esta
posición– Él los pone, conforme a Sus pensamientos y deseos, ante el Padre en
oración. Pide por ellos, distinguiéndolos completamente del mundo. Vendría el
momento cuando –según el Salmo 2– Él pediría del Padre con referencia al mundo;
Él no lo estaba haciendo así, excepto para aquellos fuera del mundo, a quienes
el Padre le había dado. Pues ellos eran del Padre. Todo lo que es del Padre,
está en esencial oposición al mundo (comparar 1 Juan 2:16).
El Señor presenta al Padre dos motivos
para Su demanda: primero, que ellos eran del Padre, de modo que el Padre, para
Su propia gloria, y a razón de Su afecto por aquello que le pertenecía, los
guardara; segundo, Jesús fue glorificado en ellos, así que si Jesús era el
objeto del afecto del Padre, por esa misma razón debería el Padre guardarlos
también. Además, los intereses del Padre y del Hijo no podían separarse. Si
ellos eran del Padre, eran de hecho del Hijo; y era sólo un ejemplo de esa
verdad universal –todo aquello que era del Hijo era del Padre, y todo lo que era
del Padre era del Hijo. ¡Qué lugar para nosotros ser los objetos de este afecto
mutuo, de estos comunes e inseparables intereses del Padre y del Hijo! Éste es
el gran principio –el gran fundamento de la oración de Cristo. Él rogó al Padre
por Sus discípulos, porque pertenecían al Padre. Jesús tenía que procurar,
entonces, su bendición. El Padre se interesaría totalmente por ellos, porque en
ellos tenía que ser glorificado el Hijo.
Presenta luego las circunstancias a las
que se aplicaba la oración. Él ya no estaba en este mundo. Ellos se privarían de
Su cuidado personal presente con ellos, pero se quedarían en este mundo mientras
Él se fuera al Padre. Ésta es la base de Su demanda con respecto a su posición.
Los pone en relación, por lo tanto, con el Padre Santo –todo el perfecto amor de
tal Padre– el Padre de Jesús y el de ellos, manteniendo –era su bendición– la
santidad que Su naturaleza demandaba si tenían que estar en relación con Él. Era
una guardia directa. El Padre guardaría en Su propio nombre a aquellos que Él
había dado a Jesús. La relación era así directa. Jesús los encomendó a Él, y
ello no porque pertenecieran al Padre, sino porque eran ahora Suyos, investidos
de todo el valor que ello les daría a los ojos del Padre.
El objeto de Su solicitud era el de
guardarlos unidos, como el Padre y el Hijo son uno. Solamente un Espíritu divino
era el vínculo de esa unidad. En este sentido, el vínculo fue verdaderamente
divino. Mientras estuvieran llenos del Espíritu Santo, tendrían una sola mente,
un consejo, un propósito. Ésta es la unidad a que nos referimos aquí. El Padre y
el Hijo eran su único propósito. Tenían únicamente los pensamientos de Dios;
porque Dios mismo, el Espíritu Santo, era la fuente de sus pensamientos. Eran un
solo poder y naturaleza los que los unían –El Espíritu Santo. La mente, la meta,
la vida y toda la existencia moral, eran como consecuencia una sola cosa. El
Señor habla, forzosamente, desde la altura de Sus propios pensamientos, cuando
expresa Sus deseos por ellos. Si se trata de una cuestión de comprenderlos,
debemos pensar en el hombre; pero también en una fortaleza que se perfecciona en
la debilidad.
Ésta es la suma de los deseos del Señor
–hijos, santos, bajo el cuidado del Padre; no por un esfuerzo o por acuerdo,
sino conforme al poder divino. Al estar Él allí, los había guardado en el nombre
del Padre, fiel para cumplir todo lo que el Padre le había encomendado, y para
no perder a ninguno de aquellos que eran de Él. En cuanto a Judas, sólo fue el
cumplimiento de la Palabra. La guardia de Jesús presente en el mundo, ya no
podía existir. Pero Él habló estas cosas, estando aún allí, escuchándolas los
discípulos, a fin de que comprendieran que estaban situados ante el Padre en la
misma posición que Cristo sostenía, y que ellos pudieran así cumplir en ellos
mismos, en esta misma relación, el gozo que Cristo había poseído. ¡Qué gracia
inefable! Le habían perdido, visiblemente, para ellos hallarse –por Él y en Él–
en Su propia relación con el Padre, gozando de todo lo que Él gozó en esa
comunión aquí abajo, desde Su lugar en su relación con el Padre. Por lo tanto,
Él les impartió todas las palabras que el Padre le había dado –las
comunicaciones de Su amor a Él, cuando caminó como Hijo en ese lugar; y, en el
nombre especial de «Padre Santo», por el que el Hijo mismo se le dirigía desde
la Tierra, el Padre tenía que guardar a aquellos que el Hijo dejaba allí. Así
tendrían ellos Su gozo completo en ellos mismos.
Ésta era su relación con el Padre, estando
Jesús fuera. Él habla ahora de su relación con el mundo, como consecuencia de lo
anterior.
Él les dio la Palabra de Su Padre –no las
palabras que les llevaban a la comunión con Él, sino Su Palabra –el testimonio
de lo que Él era. Y el mundo los odiaba como había hecho con Jesús –el
testimonio vivo y personal del Padre– y el mismo Padre. Estando así en relación
con el Padre, quien los había sacado fuera de los hombres de este mundo, y
habiendo recibido la palabra del Padre –vida eterna en el Hijo en ese
conocimiento–, ellos no eran del mundo así como Jesús no era del mundo, y por
eso el mundo los odiaba. Sin embargo, el Señor no ruega que fueran sacados
fuera, sino que el Padre los guardara del mal. Entra en detalles de Sus deseos
en este sentido, fundamentados en que ellos no eran del mundo. Repite este
pensamiento como la base de su posición aquí abajo. «No son del mundo, así como
yo no soy del mundo». ¿Qué debían ser entonces? ¿Por cuál norma y modelo tenían
que ser formados? Por la verdad, y la Palabra del Padre es verdad. Cristo fue
siempre el Verbo, pero el Verbo de vida entre los hombres. En las Escrituras
poseemos esta Palabra, escrita y firme: ellos le revelan, y dan testimonio de
Él. Fue así que los discípulos tenían que ser puestos aparte. «Santifícalos por
tu verdad, tu palabra es verdad». Era esto, personalmente, con lo que debían ser
formados, por la Palabra del Padre, como fue Él revelado en Jesús.
La misión continúa. Jesús los envía al
mundo, como el Padre le había enviado a Él. En el mundo, pero en ninguna manera
del mundo. Son enviados a él de parte de Cristo. Si hubieran sido de él, no
habría sido necesario enviarlos. Pero no se trataba solamente de que fuera
verdad la Palabra del Padre, ni la comunicación de la Palabra del Padre por
Cristo presente con Sus discípulos –puntos de los cuales desde el versículo 14
hasta ahora Jesús había estado hablando: «les he dado tu palabra». Él se
santificó. Se mantuvo aparte como Hombre celestial sobre los cielos, un Hombre
glorificado en la gloria, a fin de que toda verdad pudiera resplandecer en Él,
en Su Persona, resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre –todo lo
que el Padre es, siendo manifestado así en Él; el testimonio de la justicia
divina, del amor divino, del poder divino, torciendo totalmente la verdad de
Satanás por la que el hombre había sido engañado, y por la que entró la falsedad
en el mundo. El modelo perfecto de aquello que el hombre era conforme a los
consejos de Dios, y como la expresión de Su poder moralmente y en gloria –la
imagen del Dios invisible, el Hijo, y en gloria. Jesús se situó aparte, en este
lugar, para que los discípulos pudieran santificarse por la transmisión a ellos
de lo que Él era; pues esta transmisión era la verdad, y los creaba en la imagen
de lo que revelaba. Así que era la gloria del Padre revelada por Él sobre la
Tierra, y la gloria en la cual Él descendió como Hombre, pues éste es el
resultado completo –la ilustración en gloria de la manera como se situó Él
aparte de Dios, pero a causa de los Suyos. No se trata entonces solamente de
formar y gobernar los pensamientos por la Palabra, poniéndonos aparte moralmente
para Dios, sino de los bienaventurados afectos que emanan de nuestra posesión de
la verdad en la Persona de Cristo, vinculados nuestros corazones con Él en
gracia. Esto finaliza la segunda parte de aquello que se refería a los
discípulos, en comunión y en testimonio.
En el versículo 20, Él declara que ruega
también por aquellos que creerían en Él a través de los medios de los
discípulos. Aquí el carácter de la unidad difiere un poco de aquella en el
versículo 11. Allí, al hablar de los discípulos, Él dice «como Nosotros somos»;
por la unidad del Padre y del Hijo mostrada en un firme propósito, objeto, amor,
obra, y todo. Por lo tanto, los discípulos debían tener esa clase de unidad.
Aquí aquellos que creyeran, puesto que recibían y tomaban parte en aquello que
era comunicado, tenían su unidad en el poder de la bendición a la cual eran
llevados. Por un Espíritu, en el que estaban forzosamente unidos, poseían un
lugar en comunión con el Padre y el Hijo. Era la comunión del Padre y del Hijo.
(Comparar 1 Juan 1:3; y el similar lenguaje del apóstol con el de Cristo). Así,
el Señor pide que sean uno en ellos –el Padre y el Hijo. Éste era el medio para
hacer creer al mundo que el Padre había enviado al Hijo, pues aquí eran aquellos
que creyeron los que, por muy opuestos que sus costumbres e intereses fueran, y
firmes sus prejuicios, eran sin embargo uno en el Padre y el Hijo por
esta poderosa revelación y obra.
Aquí termina la oración, pero no así Su
conversación con el Padre. Él nos da –y aquí los testigos y los creyentes están
juntos– la gloria que el Padre le ha dado. Constituye la base de otra, una
tercera clase de unidad68.
Todos participan, ciertamente, en gloria, de esta unidad absoluta en
pensamiento, objeto y propósito firme, la cual se halla en la unidad del Padre y
el Hijo. Habiendo venido la perfección, aquello que produjo espiritualmente el
Espíritu Santo, cerrando todo lo demás Su absorbente energía, era natural a todo
en gloria.
Pero el principio de la existencia de esta
unidad, añadía todavía otro carácter a esa verdad –aquella de la manifestación,
cuando menos, de una fuente interior que realizaba en ellos su manifestación:
«Yo en ellos», dijo Jesús, «Y tú en mí». Ésta no es la simple y perfecta unidad
del versículo 11, ni la mutualidad y comunión del versículo 21. Es Cristo en
todos los creyentes, y el Padre en Cristo, una unidad en manifestación en
gloria, no meramente en comunión –una unidad en la que todo está perfectamente
relacionado con su fuente. Y Cristo, a quien solamente debían manifestar, está
en ellos. Y el Padre, a quien manifestó perfectamente Cristo, es en Él. El mundo
–pues esto será en la gloria milenial, y manifestado al mundo– conocerá
entonces –no dice ahora «para que pueda creer»– que Cristo fue
enviado por el Padre –¿cómo negarlo, cuando Él fuera visto en gloria?– y,
además, que los discípulos habían sido amados por el Padre, como Cristo mismo
fue amado. El hecho de que poseían la misma gloria que Cristo, constituiría la
prueba.
Todavía había más. Aquello que el mundo no
vería, porque no estaría en él. «Padre, quiero que aquellos que me has dado
estén conmigo donde yo estoy». Ahí no somos únicamente como Cristo –conformados
al Hijo, llevando la imagen del hombre celestial ante los ojos del mundo–, sino
con Él donde Él está. Jesús desea que veamos Su gloria69.
Solaz y consuelo para nosotros, tras haber participado de Su vituperio; pero aún
más precioso, puesto que vemos que Aquel Hombre vituperado, quien se hizo Hombre
por nosotros, será, por esa misma razón, glorificado con una gloria que excederá
a cualquier otra, salvo aquella que sometió bajo Él todas las cosas. Aquí Él
habla de la gloria que es dada. Es esto lo que es tan precioso para nosotros,
porque la ha adquirido por Sus sufrimientos por nosotros, y sin embargo fue
aquello que tanto merecía –el justo premio por haber glorificado perfectamente,
en ellos, al Padre. Éste es un gozo peculiar, completamente alejado de este
mundo. El mundo verá la gloria que tenemos en común con Cristo, y sabrá que
hemos sido amados como Cristo lo fue. Pero existe un secreto para aquellos que
le aman, el cual pertenece a Su Persona y a nuestra asociación con Él. El Padre
le amó antes de que el mundo fuese –un amor que no vale la pena comparar, pero
que es infinito, perfecto y complaciente en sí mismo. Compartiremos esto en el
sentido de ver a nuestro Amado en ello, y de estar con Él, y de contemplar la
gloria que el Padre le ha dado, según el amor con el cual Él le amó antes de que
el mundo tuviera ninguna parte en los tratos de Dios. Hasta esto, estábamos en
el mundo; aquí en el cielo, fuera de todo derecho que el mundo se imputa –Cristo
contemplado en el fruto de ese amor que el Padre tenía para Él antes de que
existiera el mundo. Cristo, entonces, era el deleite del Padre. Le vemos en el
fruto eterno de ese amor como Hombre. Estaremos en este amor con Él para
siempre, para deleitarnos en que nuestro Jesús, nuestro Amado, está en él, y es
lo que Él es.
Entretanto, siendo esto así, se hizo
justicia a los tratos de Dios con respecto a Su rechazo. Él había manifestado
justa y perfectamente al Padre. El mundo no le conoció, pero Jesús le había
conocido, y los discípulos conocieron que el Padre le envió. Él apela aquí, no a
la santidad del Padre para que los guardara conforme a ese bendito nombre, sino
a la justicia del Padre, para que hiciera distinción entre el mundo, por un
lado, y Jesús con los Suyos por el otro. Pues existía la razón moral, así como
el amor inefable del Padre para con el Hijo. Y Jesús quiere que nos gocemos,
mientras estemos aquí abajo, al ser conscientes de que esta distinción fue hecha
por las comunicaciones de gracia, antes que por las de juicio.
Él les declaró el nombre del Padre, y lo declararía hasta el momento cuando Él fuera a subir a lo alto, a fin de que el amor con el cual el Padre le amó, estuviera en ellos –que sus corazones poseyeran este amor en el mundo –¡qué gracia!–, y Jesús fuera en ellos el que les dispensaba este amor, la fuente de la fortaleza para gozarlo, conduciéndolo, por decirlo así, en toda la perfección en la que Él lo gozó, dentro de sus corazones, en los cuales Él moraba –Él mismo la fortaleza, la vida, la competencia, el derecho, y el medio de gozarlo de este modo, y como tal, en el corazón. Pues es en el Hijo que nos lo declara a nosotros, que conocemos el nombre del Padre, a quien Él nos revela. Es decir, Él quiere que gocemos ahora de esta relación en amor en la que le veremos en el cielo. El mundo sabrá que hemos sido amados como Jesús, cuando vengamos en la misma gloria con Él; pero nuestra porción es conocerlo ahora, estando Cristo en nosotros.
capítulo 18
La historia de los últimos momentos de
nuestro Señor, comienza después de las palabras dirigidas al Padre. Hallaremos
en esta parte el carácter general de aquello que es relatado en este Evangelio
–según todo lo que hemos visto en él–, de modo que los acontecimientos extraerán
la gloria personal del Señor. En realidad, tenemos aquí la malicia del hombre
fuertemente caracterizada; pero el objeto principal en la figura es el Hijo de
Dios, no el Hijo del Hombre sufriendo bajo el peso de aquello que le sobrevino.
No tenemos la agonía en el jardín, ni la expresión de cuando se sintió
abandonado por Dios. Los judíos también son situados en el lugar de supremo
rechazo.
La maldad de Judas es matizada tan
intensamente aquí como en el capítulo 13. Él conocía bien el lugar, pues Jesús
tenía la costumbre de reunirse allí con Sus discípulos. ¡Qué idea la de escoger
tal lugar para traicionarle! ¡Qué dureza de corazón tan inconcebible! Pero, ¡ay,
él se entregó a Satanás como instrumento enemigo, manifestación de su poder y de
su verdadero carácter!
¡Cuántas cosas habían sucedido en aquel
jardín! ¡Qué comunicaciones de un corazón lleno del amor de Dios, que intentaba
que penetrasen en los estrechos e insensibles corazones de Sus amados
discípulos! Pero todo se había perdido para Judas. Él vino con los agentes
utilizados por la malicia de los sacerdotes y de los fariseos, para detener a la
Persona de Jesús. Pero Él se les adelantó. Es Él quien se presenta a ellos.
Sabiendo todas las cosas que le iban a suceder, sale preguntado «¿A quién
buscáis»? Contestan ellos, como antes, «a Jesús de Nazaret». La primera vez, era
necesario que la gloria divina de la Persona de Cristo se manifestara; y ahora
Su cuidado por los redimidos. «Si me buscáis», dijo el Señor, «dejad ir a
estos», para que se cumpliera la palabra «de aquellos que me has dado, no se
pierda ninguno». Él se presenta como el buen Pastor, dando Su vida por las
ovejas. Él se sitúa ante ellos, para que pudieran escapar del peligro que les
amenazaba, dejando vía libre para que vinieran los demás a él, a fin de
entregarse a ellos. Aquí es toda Su ofrenda gratuita.
Sin embargo, cualquiera que fuese la
gloria divina que manifestara, y la gracia de un Salvador que fue fiel a los
Suyos, Él procede sumiso y en la perfecta quietud de una obediencia que calculó
todo el coste con Dios, y que recibió todo de la mano de Su Padre. Cuando la
carnal y torpe energía de Pedro empleó la fuerza para defenderle a Él, quien,
con una sola palabra de Su boca hubiera tirado al suelo a aquellos que se
acercaban para prenderle, y cuando al revelarles el objetivo de su búsqueda,
privándoles de todo poder para comprenderla, Pedro golpea al siervo Malco, Jesús
ocupa el lugar de obediencia. «La copa que el Padre me ha dado, ¿no la he de
beber?» La divina Persona de Cristo había sido manifestada; la ofrenda
voluntaria de Sí mismo se había hecho, y esto, a fin de proteger a los Suyos; y
ahora Su perfecta obediencia es manifestada a la vez.
La malicia de un corazón endurecido, y la
falta de inteligencia de un corazón carnal, pero sincero, salieron a relucir.
Jesús tiene Su lugar solo y apartado. Él es el Salvador. Sometiéndose así al
hombre, a fin de cumplir los consejos y la voluntad de Dios, Él deja que le
lleven donde ellos querían. Poco lo que se dice aquí es explicado. Jesús, aunque
fue inquirido, apenas dijo nada acerca de Él. Hay, delante tanto del sumo
sacerdote como de Poncio Pilato, la tranquila y mansa superioridad de Uno que se
iba a entregar; no obstante, sólo es condenado por el testimonio que dio de Sí
mismo. Todos escucharon ya aquello que Él había enseñado. Desafió a la autoridad
inquisitiva, no de manera oficial, sino moral y pacíficamente; y cuando fue
injustamente golpeado, protestó con dignidad y perfecta serenidad, sometiéndose
a los insultos. Pero no acató al sumo sacerdote en absoluto, al tiempo que
tampoco se opuso a él. Le abandonó a su incapacidad moral.
La debilidad carnal de Pedro quedó
manifestada, igual que antes su carnal energía.
Cuando fue llevado ante Pilato, aunque por
causa de la verdad, confesó que Él era rey, el Señor actúa con la misma
serenidad y sumisión, pero cuestiona a Pilato instruyéndole de tal manera que
éste no pudo hallar ningún delito en Él. Moralmente incapaz, no obstante, de
permanecer a la altura de aquello que se le presentaba delante, Pilato le
hubiera dejado libre echando mano de una tradición practicada a la sazón por los
gobernantes, que era la de soltarles a los judíos un prisionero el día de la
Pascua. Pero la inestable indiferencia de una conciencia, cauterizada como
estaba, y humillada ante la presencia de Uno que también estaba siendo
humillado, no fue capaz de librarse de la activa maldad de aquellos que hacían
la obra del enemigo. Los judíos rezongaron contra la propuesta sugerida por el
inquieto gobernante, y eligieron a un ladrón en lugar de Jesús.
capítulo 19
Pilato dio curso a su insensibilidad de
costumbre. En el relato ofrecido en este Evangelio, no obstante, los judíos eran
prominentes, verdaderos autores de la muerte del Señor. Celosos de su pureza
ritualista, pero indiferentes a la justicia, no se conformaron con juzgarle
conforme a su propia ley70,
y resolvieron darle muerte por medio de los romanos, pues todo el consejo de
Dios necesitaba tener su cumplimiento.
Fue a causa de las reiteradas exigencias
de los judíos que Pilato entregó a Jesús en sus manos –totalmente culpable de
actuar así, pues había reconocido públicamente Su inocencia, y su conciencia fue
indudablemente tocada, alarmándose por las evidencias que daban las pruebas de
tener ante él a una persona fuera de lo común. No demostró que fue tocada su
conciencia, pero lo fue (cap. 19:8). La gloria divina vislumbrándose a través de
la humillación de Cristo, actúa sobre él, y acentúa la afirmación de los judíos
de que Jesús se había hecho a Sí mismo Hijo de Dios. Pilato se burló de Él
entregándole a los insultos de los soldados, deteniéndose en este punto. Tal vez
esperó que los judíos tuvieran bastante con aquello, y presentó a la multitud a
Jesús coronado de espinas. Quizás esperó que su celo con respecto a esos
insultos nacionales les moviera a pedir su puesta en libertad. Pero, implacables
en su maligno propósito, gritaron «¡crucifícale, crucifícale!» Pilato se les
opuso por causa de él, al tiempo que les concedía libertad para hacerlo,
diciéndoles que no hallaba ningún delito en Él. Sobre esta acción, ellos
apelaron a su ley judía. Tenían una ley, según decían ellos, según la cual Él
debía morir porque se hizo Hijo de Dios. Pilato, afectado y ejercitado en la
mente, se alarma aún más, y regresando de nuevo a la sala del juicio, vuelve a
preguntar a Jesús. El orgullo de Pilato se despierta, y le pregunta a Jesús si
desconocía el poder que tenía para condenarle o dejarle libre. El Señor
mantiene, al contestarle, toda la dignidad de Su Persona. Pilato no tenía poder
sobre Él, excepto si era la voluntad de Dios –a ésta Él se sometía. La
suposición de que cualquiera podía hacer algo contra Él, si no era porque
mediante aquello la voluntad de Dios se iba a cumplir, evidenciaba el pecado de
aquellos que le habían entregado. El conocimiento de Su Persona formaba la
medida del pecado cometido contra Él. No advertir este pecado, hacía que todo
fuera juzgado sobre una falsa base, y, en el caso de Judas, quedó demostrada la
ceguera moral más absoluta. Judas conocía el poder de su Maestro. ¿Qué iba a
sacar de entregarle al hombre si no era porque había llegado Su hora? Pero,
siendo éste el caso ¿cuál fue la posición del traidor?
Jesús habla siempre conforme a la gloria
de Su Persona, por la cual estaba absolutamente encima de las circunstancias por
las que pasaba en gracia, y en obediencia a la voluntad de Su Padre. Pilato
queda profundamente turbado por la respuesta del Señor, pero su sentimiento no
fue lo bastante fuerte para sopesar el motivo con que los judíos le presionaban.
Pero sí tenía este sentimiento el poder necesario para recriminarles a los
judíos toda aquella voluntad al condenarle, y hacerles sentir totalmente
culpables del rechazo del Señor.
Pilato intentó evitarle al Señor la ira de
los judíos. Finalmente, temiendo ser acusado de infidelidad al César, se vuelve
con desprecio hacia los judíos, diciéndole: «He aquí vuestro Rey», actuando,
aunque de modo inconsciente, bajo la mano de Dios para sacar aquella inolvidable
palabra de labios de ellos, su condenación, y su calamidad hasta ese día. «No
tenemos más rey que César». Negaron a su Mesías. La fatídica palabra, que atrajo
el juicio de Dios, fue ahora pronunciada; y Pilato les entregó a Jesús.
Jesús, humillado y llevando la cruz, ocupa
Su lugar con los transgresores. Sin embargo, Aquel que quería que todo se
cumpliera, ordenó que se rindiera un testimonio de Su dignidad; y Pilato –tal
vez para ofender a los judíos, y ciertamente para cumplir los propósitos de
Dios–, fija en la cruz el título del Señor «Jesús de Nazaret, rey de los
judíos». La doble verdad: el nazareno menospreciado es el Mesías verdadero.
Aquí, entonces, como en todo este Evangelio, los judíos ocupan su lugar como
rechazados de Dios.
Al mismo tiempo, el apóstol muestra –aquí
como en todas partes– que Jesús era el verdadero Mesías, citándoles las
profecías que hablan de lo que le sucedió a Él en general, con respecto a Su
rechazo y Sus sufrimientos, de modo que quedó demostrado que Él era el Mesías
por las mismas circunstancias en que fue rechazado por el pueblo.
Después de la historia de Su crucifixión,
como el acto del hombre, tenemos aquello que lo caracteriza con respecto a lo
que Jesús fue sobre la cruz. La sangre y el agua manaron de Su costado
perforado.
La devoción de las mujeres que le
siguieron, menos importante quizás desde el ángulo de la acción, resplandece a
su propia manera en esa perseverancia de amor que las llevó cerca de la cruz. La
más responsable posición, incluso, de los apóstoles como hombres, apenas les dio
ocasión; pero esto no quita el privilegio que la gracia concede a la mujer fiel
a Jesús. Fue la oportunidad para Cristo de darnos una nueva enseñanza,
mostrándose tal como Él mismo era, y presentando Su obra ante nosotros, sobre
toda circunstancia del momento, como el efecto y la expresión de una energía
espiritual que le consagró, como Hombre, enteramente a Dios, ofreciéndose
también a Él por el Espíritu Eterno. Su obra estaba hecha. Se había ofrecido a
Sí mismo. Volvía, por decirlo así, a Sus relaciones personales. La naturaleza,
en Sus sentimientos humanos, es vista en su perfección; y, al mismo tiempo, Su
superioridad divina, personalmente, hacia las circunstancias por las que pasó en
gracia como el Hombre obediente. La expresión de Sus sentimientos filiales
demuestra que la consagración a Dios, la cual quitó de Él aquellos afectos que
son, por naturaleza, necesidad y deber por igual en el hombre, no fue la falta
de sentimientos humanos, sino el poder del Espíritu de Dios. Viendo a las
mujeres, no les habló más como Maestro y Salvador, la resurrección y la vida. Es
Jesús, un Hombre, individualmente, en Su relación humana.
«Mujer», dice Él «he aquí a tu hijo»
–encomendando a Su madre al cuidado de Juan, el discípulo que amaba Jesús– y al
discípulo «He aquí tu madre», y desde entonces ese discípulo la llevó a su casa.
¡Dulce y preciosa comisión! Una confianza que hablaba de aquello lo cual, aquel
que fue así amado, solamente podía apreciar, siendo su inmediato objeto. Esto
nos muestra también que Su amor por Juan tenía un carácter de afecto humano y
apego, conforme a Dios, pero no esencialmente divino, aunque era lleno de gracia
divina –una gracia que concedía a todo su valor, pero que se vestía con la
realidad del corazón humano. Fue esto, evidentemente, lo que ataba a Juan y a
Pedro juntos. Jesús era su único y común objeto. De personalidades muy
diferentes –y todavía más estando unidos de ese modo– ellos sólo pensaban en una
cosa. La consagración a Jesús es el vínculo más fuerte entre corazones humanos.
Les priva del yo, y poseen una sola alma de pensamiento, intención y propósito
firme, porque tienen solamente un objeto. Pero en Jesús esto era perfecto, y
también era gracia. No se dice «El discípulo que amaba Jesús», lo cual hubiera
estado bastante fuera de lugar. Hubiera sido desposeer a Cristo de Su lugar, de
Su dignidad y gloria personal, y destrozar el valor de Su amor hacia Juan. No
obstante, Juan amaba a Cristo, y en consecuencia apreciaba así el amor de su
Maestro; y, unido su corazón a Él por la gracia, se entregó a la ejecución de su
dulce comisión, la cual él se deleita de hacer constar aquí. Es realmente el
amor el que la relata, aunque no esté hablando de sí mismo.
Creo que vemos nuevamente este sentimiento
–usado por el Espíritu de Dios, no evidentemente como la base, sino para dar
toda su virtud a la expresión de aquello que había visto y oído–, al comienzo de
la primera epístola de Juan.
Vemos también aquí que este Evangelio no
nos muestra a Cristo bajo el peso de Su sufrimiento, sino en la actuación en
conformidad a la gloria de Su Persona sobre todas las cosas, y cumpliendo todo
en gracia. En serenidad perfecta, Él provee para Su madre; habiendo hecho así,
Él sabe que todo está consumado. Según el lenguaje humano, tenía completo
control de Sí mismo.
Hay todavía una profecía que tenía que
cumplirse. Dice Él «Tengo sed», y, como Dios había predicho, le dieron vinagre.
Sabe que ahora no quedaba ningún detalle de todo lo que hasta entonces había ido
cumpliéndose. Inclinó Su cabeza, y entregó el espíritu71.
Así, cuando toda la obra divina es
consumada, el divino Hombre entregando Su espíritu, abandona el cuerpo que fue
su órgano y su recipiente. Llegó el momento para hacerlo así; y haciéndolo,
aseguró el cumplimiento de otra palabra divina «No quebrarás hueso suyo». Todo
tenía su parte en el cumplimiento de estas palabras, y los propósitos de Aquel
que las pronunció de antemano.
Un soldado atravesó Su costado con una
lanza. Es de un Salvador muerto que emanan las señales de una eterna y perfecta
salvación –el agua y la sangre; la una para lavar al pecador, y la otra para
expiar sus pecados. El Evangelista lo vio. Su amor por el Señor le hace recordar
que le vio así hasta el final; y lo explica a fin de que podamos creer. Pero si
vemos en el discípulo amado el recipiente que utilizó el Espíritu Santo –y muy
dulce es el verlo, y conforme a la voluntad de Dios–, vemos claramente quién es
el que lo usa. ¡Cuántas cosas no vería Juan que no las explica aquí! El grito de
angustia y de abandono, el terremoto, la confesión del centurión, la historia
del ladrón: todas estas cosas acontecieron ante sus ojos, fijados en su Maestro;
pero no las menciona. Habla de aquello que era su Amado en medio de todo ello.
El Espíritu Santo le hace relatar aquello concerniente a la gloria personal de
Jesús. Sus afectos le hacían sentir en todo ello una tarea dulce y agradable. El
Espíritu Santo se la inculcó, utilizándole en aquello en lo cual era bien apto
para realizar. Por gracia, el instrumento se prestó para la obra para la cual le
apartó el Espíritu Santo. Su memoria y su corazón estaban bajo la dominante y
exclusiva influencia del Espíritu de Dios, el cual los empleó en Su obra. Uno
siente compasión del instrumento; uno cree en aquello que el Espíritu Santo
relata por medio de él, pues las palabras son aquellas del Espíritu.
No hay nada más emotivo y más
profundamente interesante que la gracia divina expresándose en el candor humano,
tomando su forma. Mientras que posee toda la realidad del afecto humano, tenía
todo el poder y profundidad de la gracia divina. Fue por gracia divina que Jesús
tenía tales afectos. Por otro lado, nada podía estar más lejos de la apreciación
de esta soberana fuente de amor divino, emanando a través del perfecto canal por
el que se conducía con su propio poder, que la pretensión de expresar nuestro
amor como recíproco; ello sería, por el contrario, errar completamente en esta
apreciación. Verdaderos santos entre los Moravios han llamado a Jesús «hermano»,
y otros han copiado sus himnos o esta expresión. La Palabra nunca dice esto. «No
se avergüenza de llamarnos hermanos», pero es otra cosa muy distinta para
nosotros el llamarle a Él lo mismo. La dignidad personal de Cristo nunca deja de
ser en la intensidad y ternura de Su amor.
Pero el Salvador rechazado tenía que ser entre los ricos y honorables en Su muerte, por muy menospreciado que hubiera sido previamente; y dos, aquellos que no osaron confesarle en vida, despertadas sus conciencias por la magnitud del pecado de su nación y por el suceso mismo de Su muerte –el cual, la gracia de Dios, quien les preservó para esta obra, hizo sentir en ellos– se encargan de las atenciones debidas a Su cuerpo sin vida. José, consejero, acude a pedirle a Pilato el cuerpo de Jesús, uniéndose a él Nicodemo para rendir los últimos honores a Aquel al cual nunca siguieron durante Su vida. Podemos entender esto. Seguir a Jesús continuamente bajo el vituperio, y comprometerse para siempre con Su causa, es algo muy distinto de actuar cuando se presentan grandes oportunidades dejando lugar para lo anterior, y cuando la trascendencia del mal nos obliga a separarnos del mismo; así como cuando el bien, rechazado porque es perfecto su testimonio y perfeccionado su rechazo, nos empuja a tomar parte si por gracia se halla en nosotros algún sentido moral. Dios cumplió así Sus palabras de verdad. José y Nicodemo colocan el cuerpo del Señor en un sepulcro nuevo en un jardín cerca de la cruz, pues, a causa de la preparación de los judíos, no podían hacer más en aquellos momentos.
capítulo 20
En este capítulo tenemos, en un resumen de
varios de los hechos principales que sucedieron después de la resurrección de
Jesús, una imagen de todas las consecuencias de aquel gran acontecimiento en
relación directa con la gracia que los produjo, y con los afectos que deberían
verse en los fieles cuando son llevados nuevamente a la relación con el Señor.
Al mismo tiempo, es una imagen de los caminos de Dios hasta la revelación de
Cristo al remanente, antes del milenio. En el capítulo 21, el milenio es
representado a nosotros.
María Magdalena, de
la cual había echado Él a siete demonios, aparece primero en escena –una emotiva
expresión de los caminos de Dios. Ella representa, no lo dudo, al remanente
judío de ese día, personalmente unido al Señor, pero desconociendo el poder de
Su resurrección. Está sola en su amor; la misma fuerza de su afecto la hace
sentirse sola. Ella no fue la única en ser salva, pero acude sola a buscar
–erróneamente, si se prefiere, pero a buscar– a Jesús, antes de que el
testimonio de Su gloria resplandezca en un mundo de tinieblas, porque ella le
amaba. Llega antes que las otras mujeres, mientras era aún oscuro. Es un corazón
amante –lo hemos visto ya en las mujeres creyentes– ocupado con Jesús, cuando el
testimonio público del hombre es todavía muy laxo. Y es a esto que primero se
manifestó cuando resucitó. No obstante, el corazón de ella sabía dónde hallar
una respuesta. Se marcha a Pedro y al otro discípulo que amaba Jesús, cuando no
halla el cuerpo de Cristo. Pedro y el otro discípulo van y hallan las pruebas de
una resurrección llevada a cabo –en cuanto a Jesús mismo– con toda la compostura
que merecía el poder de Dios, grande como sería la alarma que crearía en la
mente del hombre. No hubo prisas, todo estaba en orden, y Jesús no estaba allí.
Los dos discípulos, sin embargo, no son
llevados por el mismo sentimiento que aquel que llenaba el corazón de María,
quien fue el objeto de una liberación tan poderosa72
por parte del Señor. Ellos vieron, y sobre estas pruebas tangibles, creyeron. No
fue el entendimiento espiritual de los pensamientos de Dios por medio de Su
palabra; ellos vieron y creyeron. No hubo nada en ello que mantuviera
unidos a los discípulos. Jesús se había ido; resucitó. Ellos estuvieron
satisfechos sobre este punto, y marcharon a sus hogares. Pero María,
llevada por el afecto antes que por la inteligencia, no está satisfecha con el
frío reconocimiento de que Jesús había resucitado73.
Ella le creía muerto todavía, porque no le poseía. Su muerte, el hecho de que no
le hallara otra vez, añadía a la intensidad de su afecto, pues Él mismo era su
objeto. Todas las señales de este afecto se reproducen aquí del modo más
emotivo. Ella supuso que el hortelano debía saber de quién se trataba, sin
decírselo ella, pues sólo pensaba en uno –como si yo preguntara por un
objeto amado en una familia, «¿cómo está?». Inclinándose sobre el sepulcro,
vuelve su cabeza cuando Él se acerca; pero entonces el buen Pastor, resucitado
de los muertos, llama a Su oveja por su nombre; y la apreciada y conocida voz
–poderosa conforme a la gracia que así le llamaba– revela al instante a Aquel
que ella escuchó. Se vuelve a Él, contestando «Raboni, mi Maestro».
Pero mientras que se reveló así al querido
remanente, al cual Él liberó, todo cambia en su posición y en Su relación con
ellos. Él no moraría ahora corporalmente en medio de Su pueblo sobre la Tierra.
No volvió para restablecer el reino en Israel. «No me toquéis», dijo a María.
Pero por la redención efectuó una cosa mucho más importante. Él los ubicó en la
misma posición que Él mismo con Su Padre y Su Dios; y los llama –lo cual no hizo
nunca, y nunca pudo haber hecho antes– Sus hermanos. Hasta Su muerte, el grano
de trigo permaneció solo. Puro y perfecto, el Hijo de Dios no podía permanecer
en la misma relación para con Dios que el pecador; pero, en la gloriosa posición
que Él iba a retomar como Hombre, podía, a través de la redención, asociarse con
Sus redimidos, lavados, regenerados y adoptados en Él.
Él les comunica una palabra de la nueva
posición que habían de tener en común con Él. Dice a María «No me toques, mas ve
a mis hermanos y diles que subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a
vuestro Dios». La voluntad del Padre –realizada por medio de la gloriosa obra
del Hijo, quien, como Hombre, tomó Su lugar, aparte del pecado, con Su Dios y
Padre –y la obra del Hijo, la fuente de vida eterna a ellos, han introducido a
los discípulos en la misma posición que Él mismo delante del Padre.
El testimonio dado de la verdad, reúne
a los discípulos. Se congregan tras puertas cerradas, desprotegidos ahora
por el cuidado y poder de Jesús, el Mesías, Jehová sobre la Tierra. Pero si no
iban a tener ya el refugio de la presencia del Mesías, tienen a Jesús en su
centro, trayéndoles aquello que no podían tener antes de Su muerte: paz.
Pero Él no les llevó esta bendición
meramente como su propia porción. Habiéndoles dado pruebas de Su resurrección, y
que en Su cuerpo Él era el mismo Jesús, los establece en esta paz perfecta como
el punto de partida de su misión. El Padre, fuente eterna e infinita de amor,
envió al Hijo, quien habitó en ella, quien fue el testigo de ese amor, y de la
paz que Él, el Padre, derramó en derredor Suyo, donde el pecado no existía.
Rechazado en Su misión, Jesús había –en nombre de un mundo donde existía el
pecado– hecho la paz para todos aquellos que recibieran el testimonio de la
gracia, la cual produjo esta paz. Y Él ahora envía a Sus discípulos desde el
seno de esa paz en la que los introdujo, por la remisión de los pecados a través
de Su muerte, para que dieran testimonio de ella en el mundo.
Nuevamente dice «Paz a vosotros» para
enviarlos al mundo vestidos y llenos de esa paz, calzados sus pies con ella,
incluso como el Padre le había enviado a Él. Les da el Espíritu Santo para este
fin, que conforme a Su poder pudieran ellos llevar la remisión de pecados a un
mundo subyugado por el pecado.
No dudo que, históricamente hablando, el
Espíritu es aquí distinguido de Hechos 2, puesto que aquí se trata de un aliento
de vida interior, como Dios puso el aliento de vida en la nariz de Adán. No es
el Espíritu Santo enviado desde el cielo. Así, Cristo, quien es un espíritu
vivificante, comunica la vida espiritual a ellos conforme al poder de la
resurrección74.
En cuanto a la escena general presentada en figura en este pasaje, es el
Espíritu ofrecido a los santos reunidos por el testimonio de Su resurrección y
Su ida al Padre, como toda la escena representa la asamblea en sus actuales
privilegios. Así, tenemos al remanente unido a Cristo por amor; los creyentes
individualmente reconocidos como hijos de Dios, y en la misma posición ante Él
como Cristo; y entonces la asamblea fundada sobre este testimonio reunida con
Cristo en el centro, el disfrute de la paz; y sus miembros, constituidos
individualmente, en relación con la paz que Cristo hizo, un testigo al mundo de
la remisión de pecados –siendo encomendada a ellos su administración.
Tomás representa a los judíos de los
últimos días, quienes creerán cuando verán. Bienaventurados aquellos que
creyeron sin haber visto. Pero la fe de Tomás no tiene que ver con la posición
de hijos. Él reconoce, como lo hará el remanente, que Jesús es su Señor y su
Dios. Él no estuvo con ellos en su primera reunión como Iglesia.
El Señor aquí, por Sus acciones, consagra
el primer día de la semana para Su reunión con los Suyos, en espíritu aquí
abajo.
El Evangelista está muy lejos de agotar todo lo que había por contar acerca de lo que hizo Jesús. El objeto de aquello ya contado está ligado con la comunicación de la vida eterna en Cristo; primero, que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios; y en segundo lugar, que al creer tenemos vida en Su nombre. A esto es consagrado el Evangelio.
capítulo 21
El siguiente capítulo, mientras que rinde
un nuevo testimonio de la resurrección de Jesús, nos da –hasta el versículo 13–
una imagen de la obra milenaria de Cristo; a partir de ahí hasta el final, las
porciones especiales de Pedro y Juan en relación con su servicio a Cristo. La
aplicación es limitada a la Tierra, pues ellos conocieron a Jesús sobre la
misma. Es Pablo quien nos dará la posición celestial de Cristo y de la asamblea.
Pero él no tiene ningún lugar aquí.
Conducidos por Pedro, varios de los
apóstoles se van a pescar. El Señor les sale al encuentro en las mismas
circunstancias que aquellas en las que los halló en el principio, y se revela a
ellos del mismo modo. Juan comprende enseguida que es el Señor. Pedro, con su
energía de costumbre, se lanza al mar para llegarse al Señor.
Observemos aquí que nos hallamos de nuevo
sobre el terreno de los Evangelios históricos –es decir, que el milagro
realizado de la captura de peces lleva aparejada la obra de Cristo sobre la
Tierra, y está en la esfera de Su anterior asociación con Sus discípulos. Es
Galilea, no Betania. No tiene el carácter usual de la doctrina de este
Evangelio, el cual presenta a la Persona divina de Jesús, fuera de toda
dispensación, aquí abajo, elevando nuestros pensamientos sobre tales objetos.
Aquí –al final del Evangelio y del esquema ofrecido en el capítulo 20 sobre el
resultado de la manifestación de Su Persona divina y de Su obra–, el Evangelista
viene por vez primera al terreno de los evangelios sinópticos, de la
manifestación y frutos venideros de la relación de Cristo con la Tierra. Así, la
aplicación del pasaje a este punto no es meramente una idea que sugiera el
relato a la mente, sino que descansa en la enseñanza general de la Palabra.
Existe todavía una notable diferencia
entre aquello que tuvo lugar en el principio, y con lo que ocurrió aquí. En la
escena anterior, el bote empezó a hundirse, y las redes se rompieron. No pasa lo
mismo aquí, y el Espíritu Santo marca esta circunstancia como distintiva: la
obra milenial de Cristo no es ofuscada. Él está allí después de resucitar, y
aquello que Él lleva a cabo no descansa, en sí mismo, en la responsabilidad del
hombre en cuanto a su efecto aquí abajo: la red no se rompe. Asimismo, cuando
los discípulos traen el pescado que habían cogido, el Señor dispone ya de unos
allí. Así será sobre la Tierra finalmente. Antes de Su manifestación, Él se
habrá preparado un remanente sobre la Tierra; pero tras Su manifestación Él
reunirá a una multitud también del mar de las naciones.
Se presenta otra idea. Cristo está de
nuevo en compañía de Sus discípulos. «Venid», dice Él, «comamos». No se trata
aquí de las cosas celestiales, sino de la renovación de Su relación con Su
pueblo en el reino. Todo esto no pertenece de forma directa al sujeto de este
Evangelio, el cual nos lleva más alto. Por consiguiente, es introducido de forma
misteriosa y simbólica. Se refiere a esta aparición de Cristo como la tercera.
Dudo de que ésta sea la manifestación antes de Su muerte, incluida en el número.
La aplicaría más bien a aquello que, después de resucitar, originó la reunión de
los santos como asamblea; en segundo lugar, a una revelación de Sí mismo a los
judíos según aquello presentado en el Cantar de los Cantares; y por último, Él
ya habrá reunido al remanente. Su aparición como el relámpago queda fuera de
todas estas cosas. Históricamente, las tres apariciones ocurrieron –el día de Su
resurrección, el siguiente día de la semana, y Su aparición en el Mar de
Galilea.
Más tarde, en un pasaje lleno de gracia
inefable, Él confía al Padre el cuidado de Sus ovejas –no lo dudo, de Sus ovejas
hebreas; él es el apóstol de la circuncisión–, y deja a Juan un período
indefinido de transitoriedad sobre la Tierra. Sus palabras se aplican mucho más
a su ministerio que a sus personas, con la excepción de un versículo que se
refiere a Pedro. Pero este requiere un poco más de explicación.
El Señor comenzó con la plena restauración
del alma de Pedro. No le reprende su falta, sino que juzga el mal que la
produjo: la autoconfianza. Pedro afirmó que si todos negaban a Jesús, él no lo
haría. El Señor por tanto le preguntó: «¿Me amas más que estos?» y Pedro fue
obligado a reconocer que se precisaba la omnisciencia de Dios para saber que él,
quien se había inflado de tener más amor que los otros por Jesús, no tenía en
realidad ningún afecto en absoluto por Él. Y siendo hecha la pregunta tres
veces, debió sin duda escudriñar lo profundo de su corazón. No fue hasta la
tercera vez que dijo «Tú sabes todas las cosas; sabes que te amo». Jesús no dejó
libre su conciencia hasta que no hubo llegado a este punto. No obstante, la
gracia que hizo esto para el bien de Pedro –la gracia que le siguió a pesar de
todo, orando por él antes de que sintiese su necesidad o que hubiera cometido la
falta– también es perfecta aquí. Pues, en el momento en que podía pensarse que a
lo sumo él habría sido readmitido mediante la paciencia divina, el testimonio
más fuerte de la gracia es prodigado sobre él. Cuando se humilló por su falta, y
llevado a la entera dependencia sobre la gracia, la sobreabundante gracia se
manifiesta. El Señor le encomendó aquello que más amaba –las ovejas que justo
había redimido. Las confió al cuidado de Pedro. Ésta es la gracia que sobrepasa
al todo del hombre, la cual produce en consecuencia confianza, no en el yo, sino
en Dios, en Uno cuya gracia es siempre meritoria de confianza, como siendo lleno
de gracia, y perfecto en ésta, la cual está por encima de todo, y que es siempre
la misma; una gracia que nos capacita para realizar la obra de la gracia para
con la persona que la necesita. Crea una confianza en proporción a la medida en
la que actúa.
Creo que las palabras del Señor se aplican
a las ovejas ya conocidas por Pedro; y con las cuales solamente Jesús había
estado a diario, quien naturalmente las tendría presentes, y en la escena donde
vemos que este capítulo nos pone delante: las ovejas de la casa de Israel.
Según me parece, hay una progresión en
aquello que el Señor dice a Pedro. Le pregunta: «¿Me amas más que éstos?» Pedro
contesta «Sabes que tengo afecto por ti». Jesús le contesta «Apacienta mis
corderos». La segunda vez dice solamente: «¿Me amas?» omitiendo la comparación
entre Pedro y el resto, y su anterior pretensión. Pedro repite la afirmación de
su afecto. Jesús le dice «Apacienta mis ovejas». La tercera vez: «¿Tienes afecto
por mí?» usando las mismas palabras que Pedro; y al responder éste, como hemos
visto, aprovechando el uso de sus palabras por el Señor, le dice «Apacienta mis
ovejas». Los vínculos entre Pedro y Cristo conocidos sobre la Tierra le
capacitaban para pastorear el redil del remanente judío –apacentar los corderos,
mostrándoles al Mesías como Él fue, y actuar como un pastor, al guiar a aquellas
que estaban más avanzadas, y proveyéndolas de alimento.
Pero la gracia del amante Salvador no se detuvo aquí. Pedro podía sentir todavía el pesar de haber desperdiciado una oportunidad tal de confesar al Señor en el momento crítico. Jesús le aseguró que si había fallado al hacerlo de su propia voluntad, debería dejarse llevar para hacerlo por la voluntad de Dios; y cuando de joven se ceñía solo, otros le ceñirían a él de viejo y le llevarían donde él no quisiera. Le sería dado por voluntad de Dios el morir por el Señor, como lo afirmó anteriormente en su presteza a hacerlo desde sus propias fuerzas. Ahora que Pedro también fue humillado y llevado enteramente bajo la gracia –supo que no había en él fuerzas– sintió su dependencia del Señor, su absoluta ineficacia si confiaba en su propio poder –ahora, repito, el Señor llama a Pedro a seguirle, lo cual pretendió hacer cuando Él le dijo que no podía hacerlo. Era esto lo que su corazón deseaba. Alimentando a aquellos que Jesús continuó alimentando hasta Su muerte, vería cómo Israel rechazaba todo, incluso como Cristo les vio hacerlo; y terminar su obra, como Cristo hubo visto Su obra terminar –el juicio listo para ser derramado, empezando en la casa de Dios. Finalmente, aquello que pretendió hacer y no pudo, lo haría ahora –seguir a Cristo a la prisión, hasta la muerte.
Luego viene la historia del discípulo que
Jesús amaba. Habiendo escuchado Juan, sin duda, la llamada dirigida a Pedro,
también se pone en seguimiento; y Pedro, unido a él, como hemos visto, por su
común amor al Señor, pregunta qué sucedería con él en caso de no seguirle. La
respuesta del Señor anuncia la porción y ministerio de Juan, pero, según me
parece, en relación con la Tierra. La expresión enigmática del Señor es, no
obstante, igual de notable que importante: «Si yo quiero que él quede hasta que
yo venga, qué a ti?» Ellos pensaron, en consecuencia, que Juan no moriría. El
Señor no dijo esto –una advertencia de no atribuir un significado a Sus
palabras, en lugar de recibirlo; y al mismo tiempo mostrando nuestra necesidad
de la ayuda el Espíritu Santo. Pues las palabras podrían ser tomadas
literalmente así. Prestando atención yo mismo, confío, a esta advertencia, diré
lo que creo ser el significado de las palabras del Señor, del cual no dudo –un
significado que ofrece la clave a muchas otras expresiones del mismo tipo.
En la narrativa del Evangelio, estamos en
relación con la tierra –es decir, la relación de Jesús con la Tierra. Plantado
sobre la Tierra en Jerusalén, la asamblea, como la casa de Dios, es reconocida
formalmente tomando el lugar de la casa de Jehová en Jerusalén. El remanente
salvado por el Mesías no tenía que estar ya en relación con Jerusalén, el centro
de la reunión de los gentiles. En este sentido, la destrucción de Jerusalén puso
término judicialmente al nuevo sistema de Dios sobre la Tierra –un sistema
promulgado por Pedro (Hechos 3) con respecto al que Esteban declaró a los judíos
su resistencia al Espíritu Santo, y fue enviado, por así decirlo, como un
mensajero tras de Aquel que marchó a recibir el reino y volver. Mientras que
Pablo –escogido de entre aquellos enemigos de las buenas nuevas ofrecidas a los
judíos por el Espíritu Santo después de la resurrección de Cristo, y separado de
judíos y gentiles, a fin de ser enviado a estos últimos–, lleva a cabo una obra
nueva que estaba oculta de los profetas de antiguo, esto es, la reunión de una
asamblea celestial, sin distinción de judíos o gentiles.
La destrucción de Jerusalén terminó con
uno de estos sistemas, y con la existencia del judaísmo conforme a la ley y las
promesas, dejando solamente la asamblea celestial. Juan permaneció –el último de
los doce– hasta ese período, y después de Pablo, a fin de velar sobre la
asamblea establecida sobre esa base, es decir, como la organizada y terrenal
estructura del testimonio de Dios responsable en este carácter, y el sujeto de
Su gobierno sobre la Tierra. Pero esto no es todo. En su ministerio, Juan
continuó hasta el final, hasta la venida de Cristo en juicio sobre la Tierra; y
él ha vinculado el juicio de la asamblea, como testimonio responsable sobre la
Tierra, con el juicio del mundo, cuando Dios reiniciará Sus relaciones con la
Tierra en gobierno –siendo acabado el testimonio de la asamblea, y tras haber
sido arrebatada, conforme a su propio carácter, para estar con el Señor en el
cielo.
Así, el Apocalipsis presenta el juicio de
la asamblea sobre la Tierra, como el testigo formal para la verdad; y luego
sigue hasta la reanudación del gobierno de la Tierra, en vista del
establecimiento del Cordero en el trono, y el abandono del poder del mal. El
carácter celestial de la asamblea es hallada solamente allí, donde sus miembros
son exhibidos en tronos como reyes y sacerdotes, y cuando las bodas del Cordero
tengan lugar en el cielo. La Tierra, –después de las siete iglesias– no tiene ya
el testimonio celestial. No es el asunto, tampoco en las siete asambleas, o en
la así llamada parte profética. Tomando las asambleas como tales en aquellos
días, la asamblea conforme a Pablo no es vista allí. Tomando las asambleas como
descripciones de la asamblea, el asunto del gobierno de Dios sobre la Tierra, lo
tenemos hasta su rechazo final; la historia es continua, y la parte profética
relacionada directamente con el fin de la asamblea: sólo que, en lugar de ella,
tenemos el mundo y luego a los judíos75.
La venida de Cristo, por consiguiente,
referida al final del Evangelio, es Su manifestación sobre la Tierra; y Juan,
quien vivió en persona hasta la culminación de todo aquello que fue presentado
por el Señor en relación con Jerusalén, continúa aquí, en su ministerio, hasta
la manifestación de Cristo al mundo.
En Juan, entonces, tenemos dos cosas. Por
una parte, su ministerio, por lo que respecta su relación con la dispensación y
caminos de Dios, no sobrepasa aquello que es terrenal: la venida de Cristo es Su
manifestación para completar esos caminos, y establecer el gobierno de Dios. Por
otra parte, él nos une con la Persona de Jesús, el cual está por encima y fuera
de todas las dispensaciones, y de todos los tratos de Dios, salvo que es la
manifestación de Dios mismo. Juan no entra en el terreno de la asamblea como
Pablo lo presenta. Se trata, o de Jesús personalmente, o de las relaciones de
Dios con la Tierra76.
Su epístola presenta la reproducción de la vida de Cristo en nosotros,
guardándonos así de toda pretensión de maestros perversos. Pero por estas dos
partes de la verdad, tenemos un sustento precioso de la fe dada a nosotros,
cuando todo lo perteneciente al cuerpo de testimonio pueda fracasar: Jesús,
personalmente el objeto de la fe en quien conocemos a Dios; la vida misma de
Dios, reproducida en nosotros, siendo vivificados por Cristo. Esto es para
siempre más cierto, y es la vida eterna, si estuviéramos solos sin la asamblea
aquí abajo; y es lo que nos transporta sobre sus ruinas, en posesión de aquello
que es esencial, y de lo que permanecerá para siempre. El gobierno de Dios
decidirá todo lo demás; sólo es nuestro el privilegio y el deber de mantener la
parte de Pablo del testimonio de Dios, mientras la gracia nos conceda hacerlo.
Observemos también que la obra de Pedro y
de Pablo es aquella de reunir, ya sea en la circuncisión o a los gentiles. Juan
es conservador, manteniendo aquello esencial en la vida eterna. Relata el juicio
de Dios en relación con el mundo, pero como un asunto fuera de sus propias
relaciones con Dios, las cuales son dadas como introducción y exordio al
Apocalipsis. Él siguió a Cristo cuando Pedro fue llamado, porque aunque Pedro
estaba ocupado, como Cristo lo estuvo, con el llamamiento de los judíos, Juan
–sin ser llamado a esa obra– le siguió sobre la misma base. El Señor nos lo
explica, como hemos visto.
Los versículos 24 y 25 son una clase de
inscripción sobre el libro. Juan no ha relatado todo lo que hizo Jesús, sino
aquello que le reveló a Él como la vida eterna. En cuanto a Sus obras, eran
innumerables.
Aquí, gracias a Dios, quedan descubiertos estos cuatro preciosos libros hasta donde me ha permitido Dios llegar, en sus grandes principios. La meditación de sus contenidos en detalle, debo dejarla a cada corazón individual, asistido por la poderosa operación del Espíritu Santo; pues si se estudian detalladamente, casi podría convenirse con el apóstol en que el mundo no podía contener todos los libros que habrían que escribirse. ¡Pueda Dios en Su gracia llevar a las almas al gozo de las inagotables corrientes de la gracia y de la verdad en Jesús, contenidas en ellos!
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Referencias
48 Hablo solamente del poder necesario para producir este efecto; pues al decir verdad, la condición de pecado del hombre, ya sea judío o gentil, requería la expiación; y no habría santos a los que llamar de entre los muertos si la gracia de Dios no hubiera actuado en virtud, y en vista de, esa expiación. Hablo meramente del poder que habitaba en la Persona de Cristo, el cual venció todo el poder de la muerte, que no podía nada contra el Hijo de Dios. Pero la condición del hombre, que hizo de la muerte de Cristo algo necesario, fue sólo demostrada por Su rechazado, lo cual probó que todos los medios eran escasos para traer de vuelta al hombre, tal como era, a Dios. Volver a nota 48
49 En este Evangelio, la ocasión de la reunión de la multitud para encontrar y acompañar a Jesús fue la resurrección de Lázaro –el testimonio de que Él era el Hijo de Dios. Volver a nota 49
50 Griegos propiamente hablando, no helenistas, es decir, judíos que hablaban la lengua griega y que pertenecían a países extranjeros, provenientes de la dispersión. Volver a nota 50
51 La resurrección sigue a la condición de Cristo. Lázaro fue resucitado mientras Cristo vivía aquí en la carne, y Lázaro es resucitado a la vida en la carne. Cuando Cristo en gloria nos resucite, Él nos resucitará en gloria. E incluso ahora que Cristo es oculto en Dios, nuestra vida está oculta con Él allí. Volver a nota 51
52 No es aquí la sangre. Es seguro que deberá haberla. Él no vino sólo por agua, sino por agua y sangre. Pero aquí el lavamiento es en cada sentido el del agua. El lavamiento de los pecados en Su propia sangre no se repite nunca de ninguna manera. Cristo debe haber sufrido con frecuencia para este caso. Ver Hebreos 9, 10. Respecto a la imputación, no hay más conciencia de pecados. Volver a nota 52
53 El Señor, al devenir Hombre, tomó sobre Él la forma de siervo. (Fil. 2). Esta forma nunca la abandonará. Podría pensarse que fue así cundo Él marchó a la gloria, pero Él muestra aquí que no es así. Él es ahora, como en Éxodo 21, diciendo «Amo a mi maestro, amo a mi mujer y a mis hijos; no marcharé libre», y deviene un siervo para siempre, aun cuando hubiera podido tener doce legiones de ángeles. Aquí Él es un siervo para lavar los pies de ellos, ensuciados al pasar por este mundo. En Lucas 12, vemos que Él guarda el lugar de servicio en la gloria. Es un dulce pensamiento que incluso allí Él ministra la mejor bendición del cielo para nuestra felicidad. Volver a nota 53
54 Por otra parte, Pedro murió por el Señor. Juan fue dejado para ocuparse de la asamblea; no parece que llegó a ser un mártir. Volver a nota 54
55 Esto es personal, no la unión de los miembros del cuerpo con Cristo. Ni es la unión realmente un término exacto para ello. Estamos en Él. Esto es más que unión. Volver a nota 55
56 Esto es benditamente cierto en cada sentido, salvo por supuesto de la Deidad esencial y la unicidad con el Padre. En esto, Él permanece divinamente solo. Pero todo lo que tiene Él como Hombre, y como Hijo humanado, lo presenta en las palabras «Mi Padre y vuestro Padre, mi Dios y vuestro Dios». Su paz, Su gozo, las palabras que el Padre le dio, Él nos las dio a nosotros; la gloria que le dio, Él nos la ha dado a nosotros; el amor con que el Padre le amó, Él nos ha amado con el mismo amor. Los consejos de Dios no eran meramente para solventar nuestra responsabilidad como hijos de Adán, sino ante el mundo situarnos en la misma posición con el segundo Adán, Su propio Hijo. Y la obra de Cristo ha convertido esto en justicia. Volver a nota 56
57 El capítulo 14 nos ofrece la relación personal del Hijo con el Padre, y nuestro lugar en Él, quien está en él, conocido por el Espíritu Santo, que nos fue dado. En el capítulo 16 tenemos Su lugar y posición sobre la Tierra, la Vid verdadera, y después Su estado de gloria exaltado y enviando al Consolador para revelar eso. Volver a nota 57
58 Compárese, para esta sustitución de Cristo por Israel, Isaías 49. Él dio un nuevo comienzo a Israel en bendición, como hizo con el hombre. Volver a nota 58
59 Están las tres exhortaciones «Permaneced en mí»; «Si permanecéis en mí, y mis palabras en vosotros, pediréis lo que queráis»; «Permaneced en mi amor». Volver a nota 59
60 Alguien ha pensado que esto significa el gozo de Cristo en el fiel caminar de un discípulo; yo no lo creo así. Era el gozo que Él tenía aquí abajo, justo cuando nos dejó Su propia paz, y nos dará Su misma gloria. Volver a nota 60
61 Él no dice «me ama», sino «me ha amado», es decir, Él no habla meramente del amor eterno del Padre por el Hijo, sino del amor del Padre manifestado a Él en Su humanidad aquí sobre la Tierra. Volver a nota 61
62 Escogiéndolos y poniéndolos aparte para gozar juntos de esta relación con Él fuera del mundo, Él los puso en una posición de la que el amor mutuo era la consecuencia natural; y, de hecho, el sentido de esta posición y el amor van juntos. Volver a nota 62
63 Remárquese que Su Palabra y Sus obras son referidas nuevamente aquí. Volver a nota 63
64 Obsérvese aquí el despliegue práctico, con respecto a la vida, del más profundo e interesante sujeto, en 1 Juan 1, 2. La vida eterna que estaba con el Padre se manifestó –pues en Él, en el Hijo, era la vida, Él era también la Palabra de vida, y Dios era luz (comparar Juan 1). Ellos tenían que guardar Sus mandamientos (cap. 2:3-5). Era un antiguo mandamiento que ellos habían tenido desde el principio –es decir, de Jesús sobre la Tierra, de Aquel que tocaron con sus manos. Pero ahora este mandamiento era verdadero en Él y en ellos; es decir, esta vida de amor –cuyos mandamientos eran la expresión de ella– así como aquella de la justicia reproducida en ellos, en virtud de su unión con Él, a través del Espíritu Santo, según Juan 14:20. Ellos también permanecían en Jesús (1 Juan 2:6). En Juan 1 hallamos al Hijo que está en el seno del Padre, quien le declara. Él le declara como Él le ha conocido –como aquello que el Padre era en Sí mismo. Y Él ha traído este amor –del cual Él fue el objeto– al seno mismo de la humanidad, y lo colocó en el corazón de Sus discípulos (ver cap. 17:26), y esto es conocido ahora en perfección por Dios habitando en nosotros, y siendo Su amor perfecto en nosotros, mientras permanecemos en el amor fraternal (1 Juan 4:12; comparar Juan 1:18). La manifestación de haber sido amados así consistirá en nuestra aparición en la misma gloria que Cristo (cap. 17:22,23). Cristo manifiesta este amor viniendo del Padre. Sus mandamientos nos lo enseñan; la vida que tenemos en él la reproduce. Sus preceptos conforman esta vida, y la guían por los caminos de la carne y las tentaciones en medio de aquello que Él, sin pecado, vivió por esta vida. El Espíritu Santo es su fuerza, como siendo el vivo y poderoso vínculo con Él, y Él, por quien estamos conscientemente en Él, y Él en nosotros –unión, del cuerpo a la cabeza, es otra cosa, la cual no es nunca el asunto de la enseñanza de Juan. De su plenitud recibimos gracia sobre gracia. Por lo tanto, es eso en lo que deberíamos caminar –no ser lo que Él fue–, pues no deberíamos caminar en la carne, aunque esté en nosotros y no haya estado nunca en Él. Volver a nota 64
65 El hombre es juzgado por lo que ha hecho; está perdido por lo que él es. Volver a nota 65
66 Capítulos 13:31,32; 17:1, 4, 5. Volver a nota 66
67 Cuanto más examinemos el Evangelio de Juan, tanto más veremos a Uno que habla y actúa como una Persona divina –una con el Padre–, como sólo Él podía hacer, pero siempre como Uno que ha tomado el lugar de un siervo, sin tomar nada de Sí mismo, pero recibiendo todo de Su Padre. «Te he glorificado», «ahora glorifícame Tu a mí». ¡Qué lenguaje de igualdad en naturaleza y amor! Pero Él no dice «ahora me glorificaré». Ha tomado el lugar de Hombre para recibirlo todo, aunque fuera una gloria que Él tenía con el Padre antes de que el mundo fuese. Esto es de una belleza exquisita. Añado que era con esto que el enemigo intentó seducirle, en vano, en el desierto. Volver a nota 67
68 Hay tres unidades de las que se habla. En primer lugar, la de los discípulos «como nosotros somos», unidad por el poder de un Espíritu en pensamiento, propósito, mente y servicio, haciéndolos el Espíritu a todos uno, su camino en común, la expresión de Su mente y poder; no se habla de nada más. Entonces, de aquellos que creyeran a través de ellos, unidad en comunión con el Padre y el Hijo, «uno en Nosotros» –todavía por el Espíritu Santo pero llevados en uno dentro de ello, en manifestación y revelación descendente, el Padre en el Hijo, y el Hijo en todos ellos. Los dos primeros eran para que el mundo creyera, el tercero para que el mundo conociera. Los dos primeros fueron literalmente cumplidos conforme a los términos en que son expresados. Lo lejos que se apartan desde entonces los creyentes, no es necesario decirlo. Volver a nota 68
69 Esto contesta acerca de la entrada de Moisés y Elías en la nube, además de su manifestación en la misma gloria que Cristo, cuando estaban en el monte. Volver a nota 69
70 Se dice que sus tradiciones judías prohibían que se enviara a la muerte a nadie durante las celebraciones. Es posible que esto hubiera influenciado a los judíos; pero sea lo que fuere, los propósitos de Dios fueron así consumados. En otros tiempos, los judíos no eran tan prestos a someterse a las exigencias de Roma que les privaban del derecho a la vida y a la muerte. Volver a nota 70
71 Ésta es la fuerza de la expresión, lo cual es bastante distinto de la palabra exepneusen (expiró). Sabemos por Lucas que Él hizo esto cuando dijo «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Pero en Juan, el Espíritu Santo presenta incluso Su muerte como el resultado de un acto voluntario, entregando Su espíritu, sin mencionar a quién encomendaba Él (como hombre con una fe absoluta y perfecta) Su espíritu humano, Su alma, al morir. Es Su divina competencia la que es mostrada aquí, y no Su confianza en Su Padre. La palabra no es utilizada de esta manera sino en este pasaje respecto a Cristo, ni en el Nuevo Testamento ni en la versión de los LXX. Volver a nota 71
72 «Siete demonios». Esto representa la posesión completa de esta pobre mujer por los espíritus inmundos para quienes era una presa. Es la expresión del verdadero estado del pueblo judío. Volver a nota 72
73 Es imposible para mí, al ofrecer grandes principios para la ayuda de aquellos que intentan comprender la Palabra, desarrollar todo lo que es tan profundamente emotivo e interesante en este vigésimo capítulo, sobre el cual he insistido a menudo con –por gracia– un creciente interés. Esta revelación del Señor a la pobre mujer que no podía verse sin su Salvador, es de un hermoso matiz, intensificado por cada detalle. Pero hay un punto de vista sobre el que quiero llamar la atención del lector. Existen cuatro condiciones del alma presentadas aquí, las cuales, tomadas juntas, son muy instructivas, cada una en el caso de un creyente:
1ª. Juan y Pedro, los cuales ven y creen, son realmente creyentes; pero no ven en Cristo al único centro de todos los pensamientos de Dios, para Su gloria, para el mundo, para las almas. Ni es Él así para sus afectos, aunque son creyentes. Habiendo visto que Él resucitó, se las arreglan sin Él. María, la cual no sabía acerca de esto, quien era incluso culpable de su ignorancia, no podía arreglárselas sin Cristo, no obstante. Debía poseerle a Él. Pedro y Juan se van a sus casas, el centro de sus intereses. Ellos verdaderamente creyeron, pero el yo y sus hogares les bastaron.
2ª Tomás creyó, y reconoció con fe ortodoxa, sobre pruebas irrefutables, que Jesús es su Señor y su Dios. Él creyó verdaderamente para sí mismo. No tuvo las comunicaciones de la eficacia de la obra del Señor, y de la relación con Su Padre, en la cual Jesús introduce a los Suyos, la asamblea. Tal vez tenía paz, pero perdió de vista toda la revelación de la posición de la asamblea. ¡Cuántas almas –incluso salvadas– están ahí en estas dos condiciones!
3ª María Magdalena es ignorante en extremo. No sabe que Cristo está resucitado. Tiene tan poco discernimiento acerca de Su señorío y deidad, que piensa que alguien pudo haberse llevado el cuerpo. Pero Jesús es su todo, la necesidad de su alma, el único deseo de su corazón. Sin Él, ella no tenía hogar, ni Señor, ni nada. Jesús responde a esta necesidad; indica la obra del Espíritu Santo. Llama a las ovejas por su nombre, se muestra a ella antes que a nadie, le enseña que Su presencia no era un regreso corporal y judío a la Tierra, sino que debía ascender a Su Padre, que los discípulos eran ahora Sus hermanos, y que fueron situados en la misma posición que Él mismo con Su Dios y Padre. Toda la gloria de la nueva posición individual es declarada a ella.
4ª Esto mantiene unidos a los discípulos. Jesús los trae entonces a la paz que Él ha hecho, y tienen el pleno gozo de un Salvador presente que la trae para ellos. Él hace de esta paz –poseída por ellos en virtud de Su obra y Su victoria– su punto de partida, los envía como el Padre le envió a Él, y les imparte al Espíritu Santo como el aliento y el poder de vida, para que fueran capaces de llevar esa paz a otros.
Están las comunicaciones de la eficacia de Su obra, como había dado a María aquélla de la relación con el Padre que derivaba de la misma. El conjunto es la respuesta a la unión de María con Cristo, o lo que resultó de ello. Si por gracia hay un afecto, la respuesta será ciertamente garantizada. Es la verdad que emana de la obra de Cristo. Ningún otro estado que aquel que Cristo presenta, es en conformidad a lo que Él ha hecho, y al amor del Padre. Él no puede, por Su obra, situarnos en ningún otro estado. Volver a nota 73
74 Comparar Romanos 4 a 8 y Colosenses 2, 3. La resurrección era el poder de la vida que les liberó del dominio del pecado, el cual tenía su final en la muerte, y que fue condenado en la muerte de Jesús, y ellos muertos a él, pero no condenados por él, habiendo sido condenado el pecado en Su muerte. Esto es una cuestión, no de culpa, sino de estado. Nuestra culpa, bendito sea Dios, fue quitada también. Pero aquí morimos con Cristo, y la resurrección nos presenta (Romanos, como se menciona, despliega el aspecto de la muerte; Colosenses añade la resurrección. En Romanos es la muerte al pecado. Colosenses al mundo) vivos ante Dios en una vida en la que Jesús –y nosotros con Él– apareció en Su presencia conforme a la perfección de la justicia divina. Pero esto implicaba también Su obra. Volver a nota 74
75 Así tenemos en la vida de ministerio, y en la enseñanza de Pedro y de Juan, la historia completa en sus aspectos terrenal y religioso, de principio a fin. Comenzando con los judíos reanudando las relaciones de Dios con ellos, atravesando toda la época cristiana, y hallándose de nuevo, después de la culminación de la historia terrenal de la asamblea, en el terreno de las relaciones de Dios hacia el mundo –que comprenden al remanente judío– en vista de la introducción del Primogénito en el mundo (el último suceso glorioso culminando la historia que comenzó con Su rechazo).
Pablo está sobre un terreno bien diferente. Él ve la asamblea como el cuerpo de Cristo, unida a Él en el cielo. Volver a nota 75
76 Juan presenta al Padre manifestado en el Hijo, Dios declarado por el Hijo en el seno del Padre, y ello además de la vida eterna –Dios a nosotros, y vida. Pablo es utilizado para revelarnos nuestra presentación a Dios en Él. Aunque cada uno alude al otro punto cuando se suceden, uno es caracterizado por la presentación de Dios a nosotros, y la vida eterna ofrecida; el otro, por nuestra presentación de Dios. Volver a nota 76